Según Charles Darwin, el célebre naturalista inglés recordado por su fundamental obra El origen de las especies, la vida es una esclava de la evolución. Su teoría intenta explicar todas las relaciones entre seres vivos que se dan en la naturaleza con una lógica casi economicista y militar: lo que sirve, perdura y lo que no, se desecha.
Pero, ¿y si en el reino animal y vegetal no todo fuera evolución? ¿Si existieran otro tipo de vínculos motivados no por un afán de supervivencia sino por curiosidad, goce o puro placer? En Ímpetu involutivo, la historiadora Carla Hustak y la antropóloga Natasha Myers hacen una lectura “a contrapelo” de la teoría de la evolución y descubren “un Darwin desconocido, obsesionado, fascinado, envuelto sensualmente en el encuentro queer de las orquídeas y las abejas”.
Desde los pájaros que se abstienen de cantar en los momentos más calurosos del día para no ejercer sobre las plantas una sobreestimulación que las llevaría a secarse, hasta la sensual y lúdica “trampa del simulacro” de las flores y las abejas, este libro propone " sentar las bases para una nueva ecología afectiva”.
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Ímpetu evolutivo, editado por Cactus, “está más cerca del salto de un bailarín que del momentum mecánico y ciego de la física newtoniana”, como explican Maylis de Kerangal y Vinciane Despret en el prólogo cuyo comienzo puede leerse a continuación. Las prácticas de placer en plantas y animales podrían echar luz sobre ciertos comportamientos que la evolución todavía no ha podido explicar.
Así empieza “Ímpetu involutivo”
El Sonic Bloom es un aparato emisor de sonidos que se propagan en el mismo rango de frecuencias que el del canto de algunos pájaros. Es utilizado en muchos jardines, huertas, naranjales de Florida, e incluso en los campos de cultivo intensivo. Su utilización se apoya sobre la hipótesis, demostrada experimentalmente, de que la propagación de ultrasonidos incentiva el crecimiento de las plantas, las vuelve más vigorosas al estimular su metabolismo.
El hecho de que este diapasón constituya una forma mimética del canto de los pájaros condujo a algunos de los adeptos más convencidos de esta tecnología a recordar las intuiciones del pionero de la agricultura biodinámica, Rudolph Steiner, que afirmaba que solo podía comprender la vida de las plantas pensando las conexiones que tejen con todos los seres vivos que las rodean, se arremolinan, vibran alrededor de ellas, y particularmente, los pájaros, ya sea por las corrientes de aire de sus aleteos o por sus cantos.
En su libro sobre los árboles, Ernst Zürcher continuará esta idea: los pájaros no solo alentarían el crecimiento de las plantas, sino que incluso puede ser que se abstengan de cantar en los momentos más calurosos del día para no ejercer sobre ellas una sobreestimulación que las llevaría a secarse.
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La coevolución de estos dos reinos nos daría entonces una historia todavía más interesante y complicada que la que cuenta, y que sin embargo ya es bastante extraordinaria, que las plantas con frutos y con granos habrían aprendido a seducir a los pájaros para que les garanticen la movilidad que les faltaba.
La planta –escribe Emanuele Coccia– “es ante todo un atractor: en lugar de ir hacia el mundo, atrae el mundo hacia sí misma”. Esta hipótesis de una posible coevolución de los cantos de los pájaros y de la sensibilidad de las plantas, aclarémoslo, les hace rechinar los dientes a algunos científicos –y más todavía si uno la formula diciendo que los pájaros, con sus cantos, alientan a las plantas a crecer–.
No vamos a tomar posición en este debate. Pero el hecho de que esos cantos sean capturados por tecnologías que aseguran una mayor rentabilidad de la producción, y de que en cierta forma constituyan señuelos (tanto más necesarios en algunos lugares en la medida en que los diversos tratamientos infligidos a las plantaciones, pesticidas y otros, han marcado su desaparición e impuesto el silencio), podría llevarnos a comprender esta historia, sin duda un poco rápidamente, solo bajo el signo de la explotación.
Excepto porque esta versión equivaldría a ocultar algunas centenas de miles de años a lo largo de los cuales unos pájaros verdaderos, muy vivos y muy comilones, mantuvieron, con unas plantas que tenían que arreglárselas para organizar encuentros improbables, una relación que respondía a los motivos de cada quien: para unas, el de seducir y atraer a los que iban a extender su esfera de acción, para los otros, el de alentar, con toda una artillería de cantos, la supervivencia y el crecimiento de las primeras.
Y uno puede imaginar que tanto la belleza de las plantas como la belleza de los cantos también tienen que ver, al menos en parte, con esta alianza muy antigua. Pero el problema vuelve a plantearse y se complica si se consideran los casos en que uno de los dos compañeros no parece obtener ningún beneficio evidente de la relación. Para las teorías modernas de la ecología de las plantas, algunos casos, como el de algunos insectos polinizadores, son un enigma si uno pretende comprenderlos desde el punto de vista de la evolución.
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Es que, en efecto, parecen incumbir únicamente a la pura y simple explotación, esta vez causada por las flores. Más precisamente flores, como las orquídeas, que atraen a las abejas machos y no les reintegran nada a cambio del servicio consentido de diseminación. El insecto simplemente se deja caer en la trampa del simulacro de compañera que la flor supo crear tan bien. Intenta copular con ella y, sin darse cuenta, se encuentra asumiendo la tarea del transporte del polen sin contrapartida.
Se pueden hacer dos relatos de estos artilugios de las plantas. El primero, privilegiado por los ecólogos de las plantas, se inscribe en la línea de las teorías adaptacionistas: es un timo, que se leerá en términos de explotación, de poder y de dominación. Queda por comprender cómo es que un juego, en el cual los timados han sido los eternos perdedores, pudo mantenerse durante la larga historia de la evolución.
En efecto, y siempre según estas teorías, los hábitos comportamentales de los que son explotados sistemáticamente no constituyen lo que se llama una “estrategia estable desde el punto de vista de la evolución”. En otros términos, la lógica evolucionista implicaría que, incluso antes de que intervengan las múltiples razones que llevan hoy en día a su extinción progresiva, las abejas deberían haber desaparecido, o bien haber cambiado de táctica y no haberse dejado embaucar más por esos artilugios.
A menos que se logre demostrar que efectivamente pierden, desde luego, pero no demasiado, o en todo caso no lo suficiente como para que las pérdidas afecten su supervivencia. Esto llevó a los neodarwinistas a elaborar toda una serie de cálculos y a crear modelos matemáticos, a la manera de los economistas. Orquídeas y abejas encontraron que se les había asignado un presupuesto, con sus costos y sus beneficios. Para los insectos, los costos serán calculados en términos de energía gastada, de pérdida de tiempo, de pérdida de oportunidades de fecundaciones exitosas…
Como en apariencia no hay ningún beneficio para ellos, en principio y hasta donde sea posible, los costos deberían reducirse enormemente. Por eso no nos sorprenderemos al enterarnos de que, siempre según estos científicos, las abejas machos, en un asombroso arrebato de sabiduría, se abstienen de llevar el coito hasta el final. ¿Puritanismo de los investigadores o implacable lógica del cálculo?
De hecho, el problema es mucho más fundamental y, al mismo tiempo, doble. Por un lado, se apoya sobre una definición del artilugio y del señuelo que distribuye roles muy simplistas: un atractor maquiavélico y un incauto que cae en una trampa sin darse cuenta. Los artilugios ameritarían, sin embargo, otras historias.
Por otro lado, el problema se sostiene sobre el fuera de campo que crean estas teorías económicas. ¿Qué es lo que entra en esos cálculos? ¿Qué queda excluido y se considera desdeñable? ¿Qué es lo que, de manera totalmente artificial, estas teorías económicas deciden “externalizar” –lo que Bruno Latour llama negligencia calculada–?
De nuevo, aquí son posibles otros relatos, que retomarían la investigación con la inquietud del filósofo William James: “El intento filosófico de definir la naturaleza para no dejar nada afuera, sin que nadie quede del otro lado de la puerta diciendo ‘¿Cuándo me toca entrar a mí?’, es de antemano un fracaso. Lo único que puede esperar una filosofía es no dejar ningún interés por siempre afuera. Sin importar qué puerta cierre, debe dejar otras abiertas para los intereses que desatienda”.
Hablar de interés en este contexto podría resultar inconsecuente. Excepto que, justamente, nos resistamos a la confiscación y el empobrecimiento de ese término que hace la economía. Pues los animales y las plantas tienen, y han inventado, múltiples maneras de estar interesados. Ante todo, estar vivo es estar interesado. Y estar interesado no significa solamente “orientarse”, “elegir”, “buscar”, pues los seres vivos no están simplemente afectados pasivamente por lo que sucede en su medio, sino que buscan activamente ser afectados.
¿Y si lo que el insecto busca cuando se deja atrapar por el encanto de una flor que despide los perfumes más cautivadores fuera eso, dejarse atrapar, desde luego, pero para ser afectado? No se trata de negar que haya señuelo, encanto y artilugio, pero aquí el artilugio puede recibir un relato totalmente distinto.
A este respecto, Natasha Myers y Carla Hustak se convierten en herederas del embustero, el trickster, el taimado. El artilugio, en el mundo del embustero, está siempre acompañado por humor y humores, está ligado a los placeres del juego. El artilugio, en el mundo del embustero, implica la existencia de otra inteligencia enfrente, es una apuesta sobre esa inteligencia –el embustero quiere ser más taimado, lo cual quiere decir que toma nota de que lidia con un ser a cuya inteligencia debe encontrarle la falla–. Y la falla, es el deseo.
Pues para la flor, cada ser deseante puede ser promesa de viaje y de diseminación. El artilugio es encanto, es decir, desvío de un deseo que ella intensifica –el señuelo como capacidad de hacer el ser con la nada en el deseo de otro, decía Étienne Souriau–. El artilugio entonces, antes de ser un asunto de incautos, es una historia de inteligencia del deseo, una historia que mezcla afinidades, sensualidades, placeres –el goce de estar vivo con otros–.
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