Con una narración hecha de pedazos, como hechos pedazos están muchos de sus personajes, se arma Lo que hicieron ahí, una historia atrapante en el camino entre el relato y la novela en la que María Rosa Lojo narra con maestría las derrotas individuales que se cruzan con las tragedias de un país desde la Guerra de Malvinas, al golpe de Estado de 1976, la represión de la Triple A y, más lejos aún en el tiempo, hasta los efectos de la llamada Conquista del Desierto, las guerras de frontera y a las guerras civiles argentinas.
En la novela publicada por Corregidor existe de trasfondo un pasado trágico. Diez años atrás, en 2008, un camionero borracho que se llama Miguel chocó su camión contra el ómnibus en el que iban de excursión alumnos y maestros de una escuela. Todos murieron menos él. En “El aniversario”, el título de la primera parte del libro, se comienza a vislumbrar cómo se cruzan varios de los personajes involucrados en la conmemoración de este suceso que cambió las vidas de todos.
En los relatos escritos por la autora de novelas como La princesa federal y Finisterre, los personajes reaparecen en diferentes edades y circunstancias, bajo distintos enfoques. Entre estas apariciones se encuentra un hombre maduro en el primer relato, “Perfiles”, quien se siente atraído por la enigmática belleza de Ginebra. En “Lo que harían ahí” irrumpe Clara, una médica que añora su época de investigación en laboratorio. También está Ana, la enfermera que juega un papel central en el relato “Derrumbe”, mientras que en “El Libertador” se presenta a un hombre tatuado con imágenes de Gauchito Gil y San La Muerte. Alejandra, quien trabaja en un supermercado y realiza actos benéficos, es otro personaje destacado en “Un milagro para ella”.
Todos estos personajes cruzan puentes entre una historia y otra: por ejemplo, en los relatos “Rey desnudo”, “Ser otro” y “Make yourself comfortable” aparece Arturo Villegas, uno de los protagonistas, en distintos momentos de su vida. La historia se enriquece con la construcción del lector, quien con el paso de los relatos puede armar el rompecabezas que proporciona la autora sobre el pasado y el presente de los personajes.
-¿Cómo pensás en la búsqueda de los protagonistas por dejar atrás ese pasado y encontrar una nueva identidad y propósito en la vida?
-Algunas y algunos, que han perdido hijos, buscan otros hijos a quienes entregar ese amor vacante, otros tienen que reconstituir su identidad y lograr perdonarse sus propias culpas. No todos pueden superar lo que hicieron o lo que les hicieron, o lo que les sucedió. Hay quien se hunde en el duelo (Tompkins) o quien se entrega a una venganza personal que, de algún modo, es también un autocastigo (Justina). Otros y otras buscan y logran la libertad, o aceptan, como pueden, el costoso don del conocimiento que les fue concedido.
-¿Cuál es la función de objetos como fotos, espejos y cuadros para reconstruir el pasado de los personajes?
-Son objetos simbólicos, cargados de sentidos, que dejan traslucir muchas cosas. Ante todo, el pasado de los personajes y sus elusivas identidades. En otra novela mía, Todos éramos hijos, un personaje que tiene una especie de archivo personal, guardado en cajas, dice que “las cosas chupan tiempo”. Así las veo. Son verdaderos condensadores de vida y de memoria. Las imágenes, en particular, a la vez revelan y engañan, dan pistas y desorientan. Algunas se repiten significativamente a lo largo de toda la obra y van aportando datos diferentes según quién las mire.
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-¿Cómo trabajaste desde referentes literarios el pasaje del escenario urbano al rural?
-Creo que donde más se me acumulan las referencias literarias es en el tratamiento del espacio rural. Como no pensar en mis lecturas de los dos Mansilla, Lucio y Eduarda, en todo lo que escribí sobre ellos, en la biblioteca sobre las guerras de frontera que está atrás de otras novelas mías, como La pasión de los nómades y Finisterre; en las Memorias de Manuel Baigorria, las del ex cautivo Santiago Avendaño, los libros testimoniales del Comandante Prado y, más cerca nuestro, el gran Benito Lynch, con Los caranchos de La Florida y El inglés de los güesos. Las escenas urbanas tienen más que ver con mi propio conocimiento de ciudades de la provincia de Buenos Aires, o de la ciudad de Buenos Aires.
-Explorás temas como la identidad, la ambición, la realidad y la falsedad, en estas historias ¿están relacionados con los temas de tu obra en general?
-La construcción de la identidad (o las identidades) tanto en el plano individual como en el colectivo, es un tema central en todos mis libros. La realidad, o la búsqueda de lo real bajo lo aparente, también. La ambición, en cuanto se relaciona con la aspiración de poder, o de reconocimiento, por supuesto aparece en bastantes personajes míos. Pero creo que es la primera vez que uno de mis protagonistas (Arturo Villegas) es un ambicioso fracasado y fallido, que procura desesperadamente ascender de nivel social por cualquier medio. Aunque trata de engañar a los demás en cuanto a su origen y sus capacidades, más bien lo engañan y lo utilizan a él. Se vuelve un objeto de burla para otros y para los lectores. Se me ocurre que algo de Julien Sorel, de Rojo y negro, está atrás de este trepador al que las cosas le salen mal.
-¿Cómo desarrollaste la escritura para que los personajes crezcan a lo largo de tus relatos “independientes”, estableciendo conexiones entre ellos? ¿Pensaste en algún momento en una novela? ¿Es esta una forma híbrida?
-Cuando empecé a escribir el libro pensé en cuentos que tuvieran valor autónomo y algún tipo de cierre en sí mismos, pero cuyos personajes se relacionaran entre sí y reapareciesen, desde distintos puntos de vista, en otros cuentos, expandiendo, a su vez, la red de vinculaciones. A medida que iba avanzando advertí que todo el libro de relatos así encadenados iba a poder leerse también como una novela, en tanto termina armándose, pieza por pieza, una historia total. En ese sentido, sí podría considerársela como una forma híbrida, una apuesta particular de escritura y de lectura.
-En relación con los pueblos originarios, ¿cómo abordas su historia, su conexión con la tierra y la importancia de preservar su memoria y legado en tus relatos?
-Acá se hace referencia específicamente a los pueblos que habitaban la pampa central y la bonaerense y que entablaron vínculos de guerra, comercio y mestizaje con la sociedad criolla. “Los indios”, como se los llamaba en el siglo XIX, fueron excluidos de los relatos fundadores de la nacionalidad argentina y de su historia política. Después de la derrota definitiva a manos del ejército expedicionario de Roca se produce un proceso de borradura de la memoria que busca la homogeneidad social bajo los parámetros de un modelo de civilización. Así se olvida que esos indios no habían inscrito ya su ADN en el tejido biológico de la sociedad, sino en su construcción política: intervinieron en las guerras de la independencia y en las guerras civiles de los blancos, hicieron la Historia colectiva junto con ellos. Estuvieron ahí, son parte del hoy. Me siento comprometida, como escritora, en la tarea de reponer las omisiones de esa memoria social y cultural mutilada, a través de un relato de la totalidad. Este libro, desde la misma complejidad formal que mencionamos antes, es buen un ejemplo de ese ejercicio.
-En tus relatos, ¿qué simboliza la llave como clave para desbloquear un pasado con múltiples puertas cerradas?
-Hay solo una llave material, la que Villegas le da a Lía, que recién en el último relato veremos funcionar en una cerradura, abriendo la puerta hacia un hecho clave, terrible y traumático del pasado. Pero hay muchas puertas clausuradas o que, si están abiertas, guardan objetos a veces indescifrables para quien los ve (como pasa con los vestidos, en la habitación de la casa de Villegas donde duerme Lía). En esos cuartos se depositan escenas, a veces inaccesibles, de la memoria familiar.
-¿En qué experiencia personal encontrás los motivos para retratar el mundo de las estancias argentinas en estos relatos?
-Soy hija de inmigrantes españoles que llegaron a nuestro país durante la diáspora de la posguerra civil. Tu pregunta me lleva a pensar en una fascinación por contraste y en cierto modo por carencia. Mamá era madrileña, no tenía experiencias rurales. Mi papá sí provenía del mundo rural, pero con un paisaje y un formato de producción en las antípodas del modelo estanciero. La cultura campesina de Galicia era de minifundio: pequeñas fincas, que en el mejor de los casos se sumaban y donde se aprovechaba el centímetro de terreno. La infancia de papá estaba hecha de piedra y de bosque. Frente a esas memorias que desgranaba en la sobremesa del domingo, el campo argentino me pareció una desmesura vertiginosa de cielo y pampa que me propuse conocer para parir una patria, mi “patria hija” como diría Leopoldo Marechal, porque no tenía memoria sobre el suelo de mi nacimiento. Viajé por la pampa, bonaerense y central, para comprenderla, le puse el cuerpo desde esa “mirada extranjera” de mis padres, para hacerla mía de un modo simbólico.
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