Sería imposible nuestra vida como la conocemos sin los avances de la medicina, cuya influencia en nuestra existencia es total.
Sobre esto nos habla en su más reciente libro el médico e historiador alemán Ronald D. Gerste, quien nos adentra en una de las épocas más cruciales en la historia de la medicina, revelando los avances científicos y los retos éticos que marcaron una era de innovación y descubrimiento.
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En las páginas de Sanar el mundo: La edad dorada de la medicina, Gerste repasa lo acontecido durante los años 1840 a 1914, cuando la medicina no había alcanzado aún la sofisticación y el alcance que conocemos en la actualidad. El autor nos transporta hacia una sociedad en plena efervescencia, donde médicos y científicos de distintas nacionalidades desplegaron sus conocimientos y esfuerzos en aras de la salud pública.
El libro recopila los testimonios de estos destacados pioneros, quienes dejaron un legado invaluable en el ámbito de la medicina. Desde la consolidación de la anestesia y la revolucionaria teoría de Louis Pasteur sobre los gérmenes y las enfermedades, hasta los avances en el tratamiento de la tuberculosis y la sífilis.
En esta época de ideas innovadoras y heréticas, la ciencia y el conocimiento florecieron, y grandes mentes como John Snow, Florence Nightingale, Sigmund Freud y Robert Koch dejaron una huella indeleble en el diagnóstico y el tratamiento médico.
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La obra no solo es un encuentro con estos pioneros de la medicina, sino también un viaje a un período de cambios radicales. La aparición del ferrocarril y el barco de vapor abrieron las fronteras del horizonte, globalizando el mundo como nunca antes. La humanidad se aventuró más allá de sus límites, y la ciencia lideró el camino hacia un futuro lleno de posibilidades.
Sin embargo, el fulgor de estas impresionantes innovaciones se vio abruptamente truncado por dos eventos catastróficos. La Primera Guerra Mundial, con su carga devastadora, destruyó vidas y progreso, ensombreciendo la era de triunfo que había precedido. Pero la tragedia no terminó ahí. Una terrible pandemia, la gripe española, se abatió sobre la humanidad, dejando un trágico epílogo a una historia que parecía destinada a una prosperidad sin fin.
Hoy, mientras nos enfrentamos a nuevos desafíos, es imprescindible mirar hacia el pasado y comprender cómo las grandes hazañas de aquel período moldearon nuestro presente. Las lecciones aprendidas de aquella época de optimismo y lucha contra las enfermedades resonarán para siempre en nuestra sociedad.
Un aspecto interesante que destaca en estas páginas es cómo se explora la relación entre la medicina y la ética. Gerste plantea cuestionamientos interesantes sobre el uso responsable de ciertas sustancias y terapias. Asimismo, aborda el episodio en el que Freud y Koller experimentaron con la cocaína, una sustancia que en su momento era considerada un potente analgésico y estimulante.
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El libro no solo se enfoca en los grandes descubrimientos médicos, sino que también destaca la importancia de la salud pública y las mejoras en la higiene, lo cual contribuyó a la disminución de enfermedades infecciosas y a una mayor esperanza de vida para la población.
El trabajo de investigación que hay detrás es amplio y detallado, y está respaldado por una extensa bibliografía que puede servirnos para profundizar en ciertos temas.
Sanar el mundo: La edad dorada de la medicina es un libro dirigido para todos los públicos. La pluma de Gerste es sencilla y envolvente, y a través de sus palabras no solo busca satisfacer la curiosidad histórica, sino que también invita a reflexionar sobre la evolución de la medicina y cómo los logros alcanzados en el pasado han sentado las bases para la medicina moderna.
A pesar de las adversidades, la humanidad persiste en su búsqueda de la cura, la sanación y la mejora de la vida. Tal vez, en el recuerdo de esta edad dorada, encontremos la inspiración para enfrentar los desafíos del presente y edificar un futuro donde la medicina y la ciencia nos sigan guiando hacia un mundo mejor.
Sobre el autor: Ronald D. Gerste
♦ Nació en 1957 en Magdeburgo, Alemania.
♦ Es médico e historiador.
♦ Trabaja como corresponsal científico en Washington, DC y escribe para el Frankfurter Allgemeine Zeitung, el Neue Zürcher Zeitung y el Die Zeit, entre otros medios.
Fragmento, “Sanar el mundo: La edad dorada de la medicina”
Ninguno de los numerosos espectadores que ocupaban aquella mañana las filas de asientos de la sala tenía expectativas serias de ser testigo de un momento histórico ni de presenciar el estreno de uno de los inventos más beneficiosos hasta la fecha. Los caballeros -pues eran exclusivamente hombres, dada la creencia predominante en el mundo de la medicina de que no había lugar para las mujeres- llevaban levita larga sobre la camisa blanca y el chaleco, con el cuello rígido moderno, empuñaban bastones como signo de categoría y lucían en la cabeza unos sombreros de copa altos que se quitaron al entrar en el auditorio, también para no tapar la vista del espectáculo a quienes estuvieran detrás.
Los médicos de Boston y los estudiantes de medicina de la cercana Universidad de Harvard se habían reunido de nuevo esa mañana de viernes para ver al gran exponente de la cirugía estadounidense, John Collins Warren, de sesenta y ocho años, en una de sus operaciones públicas para expertos con fines didácticos, quizá también buscando sentir ese horror de voyeur. Si aquel día se llenó hasta la última fila de la sala de operaciones del Hospital General de Massachusetts también fue porque se esperaba un espectáculo especial: había corrido el rumor de que probablemente la operación se haría sin que el paciente sintiera dolor. Sin embargo, la perspectiva de ver hacer el ridículo a otro más de los charlatanes estafadores que plagaban la medicina de la época, con sus remedios milagrosos y sus rarezas, se vio frustrada en las horas siguientes de la forma más grata y sensacional.
En las cartas, recuerdos y diarios que dejó la multitud de observadores se reflejaban la perplejidad y la emoción ante el espectáculo al que asistieron, así como el agradecimiento por haberlo presenciado. Allí donde desde tiempos inmemoriales predominaban la agonía y el dolor, el tormento y la desesperación, de pronto irrumpían el silencio y la esperanza. Era viernes, 16 de octubre de 1846. Tras aquel día en Boston, la relación de las personas con el sufrimiento físico cambiaría para siempre.
Warren entró en el auditorio hacia las diez. Confiado hasta la insolencia, frío hasta rozar el cinismo, el célebre cirujano anunció en tono impasible que, en efecto, un caballero había acudido a él “con la asombrosa petición de liberar del dolor a un paciente al que tenían que operar”. ¡Sin dolor, qué osadía! Como debió de hacer algún otro espectador, Henry J. Bigelow, un joven y muy brillante médico de Boston que explicaría con todo lujo de detalles lo sucedido esa mañana, dejó vagar la mente por la historia de la medicina de los últimos tres o cuatro mil años. Bigelow, hijo de una familia de médicos, era consciente de que esta en realidad no había cambiado mucho desde que los primeros sanadores (si es que merecían tal denominación) de Mesopotamia, África o la América precolombina habían hecho uso de un escalpelo. Todas las intervenciones implicaban dolores inimaginables para los desgraciados que debían someterse a ellas. Desde la Antigüedad los médicos llevaban buscando remedios, habían probado con extractos de plantas y esponjas empapadas de alcohol, tademás del opio y el método creado por el alemán Franz Anton Mesmer de la magnetización, una especie de sugestión: todo había sido en vano. En cuanto el cirujano daba el primer paso o el dentista cogía las tenazas, en las enfermerías y hospitales resonaban los gritos de los martirizados. El dolor parecía ser el fatídico acompañante de las operaciones médicas.
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