Una amistad indescifrable regada con la sangre de un choque de alto impacto: así empieza “Bajo influencia”

En esta novela de la argentina María Sonia Cristoff, un violento primer encuentro entre los personajes principales será el punto de partida de una relación signada por la desconexión, el arte y el humor.

Acaba de reeditarse la novela "Bajo influencia" de la argentina María Sonia Cristoff, autora de libros como "Derroche", "Mal de época", "Inclúyanme afuera", "Desubicados" y "Falsa calma".

Un choque no necesariamente tiene que implicar un auto para ser considerado “de alto impacto”. Dos personas que caminan por la calle pueden toparse de repente una frente a la otra sin notarlo y tener un primer encuentro violento. Sin fatalidades, claro, pero sí con el poder de cambiar el rumbo de sus vidas.

Ese es el punto de partida de Bajo influencia, la novela de la escritora argentina María Sonia Cristoff, recientemente reeditada por Alquimia. En sus primeras páginas, los dos personajes principales, Cecilio y Tonia, chocan en la calle. Hay sangre que cae a borbotones, anteojos astillados y el desconcierto casi paralizante que podría producir un accidente de ruta.

Desde ese encuentro accidental, empiezan a surgir misteriosos afectos que se cristalizan en largas y veloces caminatas por Buenos Aires. Así, ambos comenzarán a unirse de maneras extrañas en una relación que tiene como fundamento la desconexión. Tonia intentará darle forma al camino artístico de Cecilio mientras que este tratará de liberar a Tonia de sus eternas ataduras.

Gracias a la prosa a la que bien acostumbrados nos tiene Cristoff -autora de libros como Derroche, Mal de época, Desubicados y Falsa calma-, logra construir no solo una relación compleja entre los dos personajes principales, sino que también se aventura a ser una novela sobre la posibilidad del arte en cualquier cosa.

“Bajo influencia” (fragmento)

"Bajo influencia", de María Sonia Cristoff, editado por Alquimia.

Entre esa vez y la siguiente pasó un tiempo. Más de un mes, seguro. En este segundo encuentro Tonia lo chocó de frente. Era uno de esos días en que volvía a su casa haciendo un listado mental de lo que todavía tenía que terminar y preguntándose cómo haría para cumplir al menos con un par de esos plazos.

De pronto vio un juego de llaves y un par de anteojos que volaban por el aire. Fue un choque de alto impacto. Varias veces me comentó lo raro que le parecía no haber percibido nada antes: un brazo, una pierna que se acercaban; no sé si todo un cuerpo en movimiento, pero al menos una de sus partes.

Su relato coincide, sin embargo, con lo que cuentan muchos de los que han sobrevivido a un accidente de ruta: de pronto, el otro estaba ahí, como un aparecido, revelando lo tarde que era para cualquier maniobra. En cuanto se repuso mínimamente, Tonia se abocó a juntar los restos. Los anteojos tenían los vidrios astillados: ni siquiera un marco tan grueso, tan vintage, había logrado salvarlos. Se quedó mirándolos con detenimiento, menos por desentrañar ese misterio que para demorar el encuentro con la persona que vendría detrás de todo esto. Respiró llevando el aire bien abajo, como había aprendido en un curso reciente, y cuando levantó la vista volvió a encontrarlo. A Cecilio Rave.

El único encuentro anterior que habían tenido era el que ya te conté, el del día aquel en que Tonia estaba parada en medio de una vereda como ida, hipnotizada, aunque en realidad solo estaba recapitulando las líneas de diálogo de una reunión del día previo de la que había salido particularmente alterada, con ganas de matar a no me acuerdo quién. En eso estaba cuando escuchó que alguien se paraba al lado suyo y le preguntaba si estaba tan convencida de que los tártaros vendrían por aquel lado. Así fue como lo conoció.

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La cita le pareció remanida, me dijo, típica de esos lectores de grandes clásicos que publican los diarios en ediciones baratas los fines de semana. Giró la cabeza, todo el cuerpo incluso, para contestarle alguna de sus malicias, alguna de esas frases que no por breves perdían su calidad filosa, pero en esos ojos que pugnaban por jurar su existencia detrás de unos vidrios de aumento desmesurado, vio algo que le indicó que estaba frente a alguien que, literalmente, esperaba a los tártaros. Así me aseguró: palabras exactas. Si hay un momento que puedo reproducir con exactitud, si hay al menos uno, sin duda es ése, el de la primera vez que lo vio.

Esta segunda vez, la del choque, él respondió a sus disculpas con sonrisa beatífica. Tonia supuso que se trataba del efecto obnubilante de la falta de anteojos. O de la sangre perdida, que le caía a borbotones, como en catarata, desde la nariz hasta la remera de algodón. Por un segundo estuvo tentada de preguntarle si veía llegar a los tártaros, pero no le pareció el momento. En cambio, improvisó algo parecido a los primeros auxilios. Lo arrastró como pudo hasta la florería de la esquina, donde trabaja una mujer oriental que prepara unos ramos de flores que le devuelven a uno la confianza en todo.

No es exageración, yo también la conozco. Cuando los vio llegar, la mujer abrió sus ojos rasgados y despejó en un instante la cantidad de cosas acumuladas en el mostrador para que Tonia deposite allí el cuerpo. Con la misma paciencia con la que suele armar sus ramos, empezó a quitarle a Cecilio los rastros de sangre. Usaba un pañuelo blanco. Tonia se preguntó si alguien más tendrá a mano un pañuelo blanco de tela hoy en día. Sacaba también los restos de vidrios y de barro seco.

Las caras humanas están plagadas de recovecos, de aristas impensadas. Él seguía con los rasgos congelados en algo parecido a la beatitud. Debajo de las manchas, su remera dejaba entrever un paisaje frondoso con mucho verde y mucho azul. Recuerdos de Iguazú, alcanzó a leer Tonia. Pensó que se trataba de una leyenda propiciatoria, que en realidad él se lo había buscado.

Una catarata sangrienta que la mujer oriental intentaba detener mientras musitaba una canción. Tonia sostenía las llaves y los anteojos con una presión excesiva, como si fuese un escalador cuya vida depende del contacto de su mano con algún objeto minúsculo. Cecilio no decía palabra; ellas tampoco. La mujer sacó cubitos de una heladera en miniatura y los puso en un florero transparente con agua. Por la presión que ésta imponía, los cubitos iban cayendo lento.

Tonia pensó que la escena tenía algo de onírico o de festejo en ceremonia deportiva. Se distrajo mirando las filas de cactus. No había visto esa variedad de opuntia nunca antes. Los de su balcón no estaban sobrellevando bien el verano. Demasiado sol de frente, creía. Hay mediodías en los que el sol es más fuerte ahí que en el desierto de Gobi. Tenía que acordarse de comprar fertilizante.

Se escuchó un ruido en la puerta. Una señora puso un pie en la florería pero cuando vio el cuerpo de Cecilio lo retiró como si se tratara de una pileta de aguas termales dudosas: con cara de sospecha, o de disgusto. La mujer oriental había envuelto el pañuelo –que ya no era blanco, sino de un rojo atomatado– alrededor de tres, cuatro cubitos, y lo pasaba por la frente de Cecilio. Seguía musitando esa canción que Tonia no reconocía. Supuso que provendría de su país de origen, de su infancia plagada de ideogramas y colores vivos. Estuvo por preguntarle cuál era ese país, pero no le pareció el momento. ¿China, Japón, Vietnam, Corea? Qué tranquilizador debía ser, pensó, tener algo en los rasgos, en el color de la piel, en el acento, que declare sin ambigüedades la calidad de extranjero.

Si no fuera por la cantidad de cosas que tenía pendientes, me aseguró, podría haberse quedado horas en ese lugar, entre flores que no se resecan, con esa canción musitada de fondo. La mujer oriental, en algún momento, le sonrió y le entregó el cuerpo ya en posición vertical de Cecilio, que también sonreía. Tonia los miró con una especie de envidia, o de intriga. Internándose en una de esas molestias borrosas que podían conducirla rápidamente al pánico, le preguntó a Cecilio si quería tomarse de su brazo para caminar hasta un taxi. No era necesario un auto porque su casa quedaba muy cerca, dijo él con renovado poder de modulación, y dejó sin contestar la pregunta fundamental.

Quién es María Sonia Cristoff

♦ Nació en Trelew, Argentina, en 1965.

♦ Es escritora y docente.

♦ Es autora de libros como Derroche, Mal de época, Inclúyanme afuera, Desubicados y Falsa calma.

♦ Sus libros han sido traducidos a siete idiomas.

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