En una apariencia de quietud, la de su poética sin estridencias y la de su figura ancha pero no imponente, encontramos al poeta Carlos Battilana (Paso de los Libres, 1964). “Budita tímido” lo llamó alguna vez la poeta Diana Bellessi y lo podríamos llamar también el de las “pequeñas cosas” que de tan pequeñas, casi imperceptibles y muchas veces inmóviles, suelen causar inquietud. Ese ha sido el núcleo original y sensible de su poesía desde 1992 con Unos días, El fin del verano (1999), La demora (2003), El lado ciego (2005) entre otros poemarios hasta llegar a su obra reunida en Ramitas (Buenos Aires, Caleta Olivia, 2018).
Así, de su Paso de los Libres natal, lugar de la infancia, de la naturaleza perdida y del intenso calor del verano, hasta el oeste de la Provincia de Buenos Aires o el “Hurlingham profundo”, como él lo llama, donde hoy vive. Ese es el universo de Carlos Battilana, un universo de vida ordenada y desordenada, de fuertes contrastes urbanos sociales y al mismo tiempo provincianos. Es un mundo entonces de lo hecho y del deshecho, de una naturaleza controlada y descontrolada. Es el paisaje de la vida familiar en viviendas de una sola planta donde “Los plásticos/ cubren la casa:/ el viento trabaja/ a mi favor. Veo/ por pequeños orificios/ retazos de la ciudad.” (Colonia, Unos días, 1992), de un patio con parrilla donde el recuerdo del padre trae, como un último almuerzo, el asado y “Ahora que/ su muerte es fresca/ y reciente, recreo el instante/ en que mi padre/ distribuye la carne, / las achuras, la ensalada en derredor.” (Parrilla, Materia, 2010)
En esa vida hogareña del fondo de la casa propia o del mar en vacaciones, subsiste cierta mirada de una Argentina del derecho del trabajador iniciado en la primera mitad del siglo XX y concretado con el peronismo histórico. Porque aparte del patio bonaerense están también el jardín y la playa. Ellos ocupan un lugar central en los espacios de la poética de Battilana. Es una mirada microscópica, a veces de viento, otras de sol, lluvia y arena. Allí se manifiesta el esfuerzo de la calma familiar que siempre está entre el equilibrio y su pérdida, entre el límite de lo dicho y lo no dicho.
Es el paso del tiempo en la vida del sujeto poético, siempre el mismo en todos sus libros, que presta su voz al silencio del hijo mayor, al correteo de las hijas y a cierta trascendencia de esa simple fe, que se sostiene a pesar de todo, en este hombre sensible fuera de lo común y, sin embargo, héroe ordinario.
Aquí se va entramando la obra de un poeta con su mundo propio: “Estoy en el mar/ mi cuerpo arrastra tempestades/ nieves eternas un poco de/ tormenta sureña aves de rapiña/ murciélagos un conjunto de troncos y de agua negra/ lombrices pastos a puntos de secarse/ no fui/ sin embargo/ un gran aventurero/ pero como toda existencia media/ llevo objetos y muebles/ de aquí / para allá” (Proeza, Velocidad crucero, 2014)
La lengua de la llanura (Buenos Aires, Caleta Olivia, 2022) es el último poemario de Carlos Battilana; inaugura quizás un nuevo ciclo tras la publicación de su obra reunida.
¿Hay una nueva sensibilidad en él, una subjetividad diferenciada de su poesía anterior? Por lo pronto, su título como en todos los de nuestro poeta, tiene un aspecto conceptual. Estos nuevos versos, como siempre breves- influencia del poeta norteamericano Williams Carlos Williams que acompaña su visión fragmentaria de la vida-, investigan una lengua que ya no es la suya ni la del oeste bonaerense. Se trata del sur de la Provincia, fuera del conurbano, lindante con el mar argentino, es la llanura abierta en “Esa línea infinita/ que se ve en el horizonte/ tendrá/ la luz del desierto” (Antes).
Se trata de encontrar “la lengua primitiva”, la voz de los pueblos autóctonos que habitaron estas tierras. Porque, “¿Quién habla esa lengua? ¿Quién habló o hablará? ¿Quién la atesora, recoge los restos?”, se pregunta Laura Forchetti en el epílogo de La lengua de la llanura. “Indios de la llanura que atraviesan los pastos quemados, la fragancia de los excrementos de los animales pedestres, de las aves, indios que ruegan al sol por un día más en la amada llanura. La amadísima.”, le responde con un presente de despojos y desértico el poema Nómades del libro.
¿Será dar de nuevo otra voz? Aunque la sensibilidad sigue siendo la misma.
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Nocturno
Liviano ante las ruinas de este jardín,
el aire
que atravesó ciudades y ríos
roza la superficie. ¿Qué
fatiga, qué bellísima fatiga
nos disuelve?
En esta tarde de junio
de un cielo plomizo
dejo atrás lo que viví,
y el escaso margen que queda.
el frío
es
-sabemos-
una llama blanca
que encenderá una letra, una voz y
una caligrafía
con que se pueda escribir
eso que cada uno,
a su modo,
conoce:
que las horas y los días,
que las lluvias torrenciales
son apenas
hechos pasajeros
que más allá
de sus destrozos
los temporales pueden dotar de fuerza
a los seres
inmersos
en su estruendo
y que el olvido
que todo lo arrasa
y todo lo ve,
no tiene fin
que, a pesar de todo,
las tempestades
pueden volverse benignas
como animales nocturnos
disolviéndose.
Visiones
Los hablantes de una lengua que habitaban una tierra profunda
al sur
de la región austral
designaban cada una de las
plantas y flores
con un nombre particular
sin considerar el conjunto.
Así, pensando en un mundo,
el quilimbai tenía un nombre,
el tineo otro, el calafate otro,
la mutisia otro…
carecían, sin embargo,
de una palabra
que aglutinara
todas las flores vegetales
en un término global.
Esta narración me la contaron ayer;
me contaron también
que lo monjes, conquistadores y etnógrafos
de entonces
la consideraron
una lengua inferior
-una “lengua primitiva”-
ya que parecía incapaz del ejercicio de la abstracción.
Como prueba lingüística
y, por efecto transitivo,
clasificaron a sus hablantes
como seres débiles
mentales
y como “hermanos menores”.
No es necesario repetir una historia que conocemos.
Pienso hoy,
no obstante,
en esta noche de abril que termina
que al designar cada flor, cada planta
en particular
sin considerar un universo de clasificación general
esa lengua
más que falta de abstracción
más que ausencia de perspectiva
y carencia de complejidad
poseía un amor al detalle
un amor particular por cada nervadura
por cada brote pequeñísimo
por cada tallo
y que, a diferencia de las demás lenguas del territorio,
más abstractas y distantes de los objetos,
realmente
cuando los miembros de la comunidad hablante se lo proponían
si tenían deseos de tocar el cielo,
con sus dedos,
podían ver.
Un estado de gracia
Como un animal pequeñísimo
así
-en ocasiones-
rozo su piel
y logro hacerme invisible
e ingrávido,
sabiendo
que toco el Bien más puro
el ser
que sin buscarlo
-sin elegir siquiera ningún camino-
ha sido objeto
del silencio más profundo,
el más agotador…
Hijo bello del corazón
…te protejo
con las palabras impuras
que trajeron
estas montañas del Sur,
estas palabras
que son
escarchas y matas de pasto
congeladas
te protejo, no…
me dejo proteger
por la intemperie
que te ha sido concedida
por la gracia de los lagos y los ríos,
de los vientos
del azar
con que te arrancaron los días
infinitamente.
De La lengua de la llanura
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