- Porque sos peronista Tuerto? Si te cagaron siempre...
- Porque ahí aprendí a luchar. Pero no sé, uno no decide del todo en estas cosas, uno no decide lo que ama.
Esa frase, Uno no decide lo que ama, es la que titula el primer libro del escritor argentino Ignacio Veliz. Esta novela de iniciación se desarrolla en el tercer cordón del conurbano bonaerense durante los efervescentes años posteriores a la crisis de 2001.
La novela, editada por Blatt & Ríos, sigue a Valentín, un joven que emerge como líder de un grupo de estudiantes que organiza pequeñas acciones en su territorio. Su vida y su forma de ver el mundo e interpretar la política cambian radicalmente -palabra tal vez inadecuada para el caso- cuando conoce a Bermúdez, un profesor “distinto” que lo cautiva y lo introduce en la realidad de la militancia.
Lejos de “un PJ manchado con la sangre de Darío y Maxi”, pero también de “la izquierda tradi” que le resultaba “pajera y lajana”, Valentín empezará a organizarse y a militar en un espacio que, entre la urgencia y la ambición de poder, contribuirá a moldear esa nueva faceta del peronismo que surgirá con los primeros años del siglo XXI.
Así empieza “Uno no decide lo que ama”
La comunidad de elegidos
Me llamo Valentín Molina y Bermúdez era mi profe. Tenía dieciséis y cursaba en un colegio católico hipersubsidiado del tercer cordón del conurbano bonaerense. Él, un negro letrado de treinta y pico. Feo. Horrible. Pero muy seductor. Como una pitonisa. Yo, medio zurdito, una zurdita blanca, medio jipi, medio punk. Un engendro postpúber que pululaba politizándose a tientas, con letras de canciones, lecturas fragmentarias y relatos setentistas de su vieja y su amiga.
Ellas, perucas. Muy perucas. Como Bermúdez. Son los años que siguieron al 2001 y el conurbano es la misma tierra quemada y hostil que ahora, pero, como toda tierra quemada y hostil, era también la tierra prometida. “No hay salvación para el pueblo sumiso” rezaba la frase del “Chupadero” de Todos Tus Muertos que habíamos pintado en el patio del colegio para una actividad por la Noche de los Lápices. Y Bermúdez observaba.
Debates en el aula, más y más debates, donde sobresalía mi retórica juvenil politizada. El aula: una vidriera para que Bermúdez me consuma. Su camisa semidesabrochada, demodé. De señor símil pobre y ochentoso. Era un profe distinto. Un Moisés guiando mis desiertos. Que me hablaba de Montoneros, de Peronismo, de izquierdas fallidas, de Teología de la Liberación y Teología del Pueblo. Un combinado en loop en el que sonaban Freire, Angelelli, Jauretche y Kusch. No era la clase de Filosofía, era la clase de Bermúdez: una pasti telúrica anfetosa impecable.
Quería militar. Lo tenía claro. Participaba en movidas, festivales autogestivos, marchas de aquí, marchas de allá. Pero faltaba algo, quería enmarcar mis acciones en algo más grande: una épica. No me agradaba la idea de que todo lo que estaba viviendo fuera sólo una anécdota teen diluida en una adultez liberal y predecible. Pero no era sencillo. La épica requiere trascendencias, y las disponibles en la góndola no resultaban muy seductoras.
No me interpelaba el peronismo empírico por más epopeya setentista que me contaran. No me cebaba la idea de bancarle la parada a un PJ manchado con la sangre de Darío y Maxi. Pero a su vez, la izquierda tradi me resultaba pajera y lejana. Además, había algo del mandato materno del cual me era muy difícil correrme. De hecho, que yo recuerde, mi primer libro de cabecera fue Fidel y la religión. A los catorce lo saqué de la biblioteca de mi vieja. Un libro cubano, de un viaje que ella había hecho en los ochenta, con imágenes en sepia y de una calidad de impresión horriblemente soviética. Lo leí hasta la mitad, porque me emboló el curita progre que entrevistaba a Fidel Castro.
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Mi vieja me lo prestó, pero su mirada era extraña. Algo no cerraba. Y no sabía por qué. La sospecha se disipó una vez que caí en cama bajo una gripe furiosa: ella se acercó, me apoyó una bandeja con un tecito con miel y limón, me tomó la fiebre y me dijo con voz de vieja sobradora: “Tomá, leete esto, que estás muy zurdito”. Al lado de la taza de té junto a las tostadas con queso y mermelada esta ba apoyado, casi acunándome, El Proyecto Nacional. El último libro de Juan Domingo Darth Vader.
Anyway: Bermúdez era un Dios. Y una mañana, en una clase random que ya ni me acuerdo, entró al salón, interrumpió la clase y me llamó por mi apellido. Guau. Sentí un llamado. Mi apellido sobreimpreso en el mensaje tácito de una gesta. Frente a la mirada indiferente de mis compañeros me retiró y bajo un manto de secretismo nos metimos en una sala de profesores de primaria, oscura, con olor a humedad, inhóspita. Bermúdez, sin vueltas, se aflojó la camisa, sacó una hoja, dibujó una pirámide rara, me miró fijo y pasó a explicarme el plan:
—¿Conocés la fórmula de la pirámide chata?
Al parecer, el movimiento de los pibes que participaban en distintas experiencias comunitarias se estaba poniendo bueno. Demasiado bueno. Y había llegado el momento de dejarse de joder. Había llegado la Hora del Orden.
—Valentín, la cosa es así —Bermúdez siempre iba al grano—: todas las movidas están muy bien, caminan. Pero hay que pensar cómo se les va a dar forma. De lo contrario, o se diluyen o se corre el riesgo de que las operen desde afuera.
—¿Quién las puede operar?
—La gente del Perro César. Ellos ven con buenos ojos el laburo que están haciendo. Y yo los conozco, sé cómo operan: vienen, se hacen amigos tuyos… A todo esto, ¿ya conoce tu casa el Perro?
—No, pero el hijo cayó hace poco a tomar unos mates.
—¿Ves?
—¿Y yo? ¿Qué tengo que ver?
—Bastante. Te pusiste al hombro al grupo de pibes que más tracciona. Y se nota que vos no estás ahí para levantarte pibas solamente. Estás por otra cosa. Y te están mirando.
¡Yas!… lo había logrado. La gestión del brillo de mi mercancía juvenil politizada había provocado el efecto esperado. Y en ese momento sentí un cosquilleo dulce que me caminó por la espalda hasta los hombros; un soplo suave que me envolvía en un fino hilo invisible que me unía a Bermúdez y me dejaría conectado durante un largo tiempo.
—¿Y qué tengo que hacer? —deslicé en-tre-ga-da. —Hay que empezar, de a poco, a construir la conducción del proceso. Y eso supone leer, discutir, formarse.
—¿Y cómo?
—Se empieza por los clásicos: Scalabrini, Cooke, Jauretche. Tengo un anillado de libros en fotocopias que les puedo prestar para que lean en el verano. Y después iremos viendo. A la vez, hay que pensar nombres y asignar responsabilidades, trazar objetivos a mediano y largo plazo. Siendo claros: hay que estructurar de a poco esta experiencia. Pero ¿ves…? —señaló la pirámide—. Tiene que ser una pirámide sin punta. Una cabeza cerca de su base. Sin cúpulas cerradas, ni una vanguardia despegada de su Pueblo, pero también es un hecho de que no todos están en condiciones.
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—¿De qué? —pregunté, ingenuo.
—De saber que siempre detrás hay un proyecto de poder.
Sí, lo dijo. Con frialdad, como se debe. No había que caer ni en la zurdeada clásica de una élite separada del Pueblo, cual “patrulla perdida”, ni reproducir un autonomismo romántico e ineficaz, del que en el distrito aún quedaban sus restos.
—¿Sabés lo que pasa, Valen? El autonomismo es el nuevo juguete para nenes bien de Capital que no necesitan del Estado porque ya tienen un par de cosas resueltas. Discutir poder es discutir el Estado, no me jodan. El poder popular no niega al Estado sino que se organiza a través de él, ¿captás? —e hizo un gestito, muy tierno, con las manos—. Hay que leer lo que pasa en Venezuela, mirá a los Zapatistas si no. Cavaron trinchera… ¿y ahora?
Yo asentía, sin decir una palabra. Al parecer él pensaba que yo curtía autonomismo piquetero o algo así, porque una vuelta me había cruzado con unos pibes medios anarcos, que sostenían, a duras penas, el único MTD que había quedado en pie. Pero nada que ver. Bermúdez era un persecuta.
—Si no se disputa el Estado, el poder real, el poder económico, nos va a pasar por arriba… ese es el tema. Y estas ideas de moda no son otra cosa que la expresión de una clase media bien cagona, porteña, que siempre juega al achique y prefiere quedarse romantizando la huerta porque, de última, nunca van a morfar de la huerta.
Pensaba en silencio, me iba en imágenes, recuerdos, y lo miraba. Me detenía en su camisa semiabierta y transpirada. Lo miraba a los ojos, advertía cómo agarraba uno de sus cigarrillos baratos apagado entre los dedos y me dejaba, en el placer de recibir, por fin, una línea. Una línea peruca. Chonga y peruca. Y si bien la chatura de la pirámide me sonaba raro y un poco a eufemismo, le daba ese touch basista que tanto agradaba a mi incipiente sensibilidad cristiano peroneana: la pasti telúrica que nos repartía Bermúdez en sus clases estaba haciendo efecto y pegaba bien.
Las intuiciones punk poco a poco se devaluaban, y sobre su suelo se asentaban las certezas de una trascendencia acogedora: una línea que nos atravesaba, desde lo alto, desde la frialdad de un Padre que ordena y te la pone. No había dudas: me estaba volviendo peronista. Mientras, Bermúdez continuaba su diatriba contra los jipis y los sucios autonomistas y se explayaba en anécdotas de su militancia en los ochenta y en digresiones sobre el ERP, sobre las FAP y la Alternativa Independiente, sobre cómo había arrugado Víctor De Genaro el 20 de diciembre. Bosquejábamos juntos, embriagados de conexión viril, el cónclave secreto de los líderes naturales del proceso. Pero para ser claro: no se trataba de otra cosa que de una típica mesa chica que, como supo decir alguna vez, cual mamushkas, siempre iba a albergar una mesa aún más chica.
—Las jerarquías existen —deslizó al paso e hizo un silencio—. Para vos, Valentín, decime… ¿quiénes son?
Tomó una lapicera y comenzó a escribir las iniciales de los nombres que yo le dictaba, uno a uno, sellando la carga de la apuesta:
GF (Gonzalo Figueroa)
LD (Lucas Dalman, “El Chino”)
VM (Valentín Molina)
JR ( Javier Rodríguez)
—Cuatro para arrancar está bien —dijo mientras doblaba el papelito y se lo guardaba en el bolsillo de la camisa. Al parecer el número cuatro era el indicado para iniciar la conspiración. Y dado que eran todos alumnos suyos, cuando el encuentro estaba por concluir, Bermúdez propuso un pacto:
—Por un tiempo, nadie tiene que saber de esta mesa.
Era tal la responsabilidad que asumíamos, y tan inconfesable el interés que nos movía, que debíamos ocultarnos de nuestras novias, madres y amigos cual Batmancitos de bajo presupuesto que camuflaban su proyecto monto jacobino de salvación –en un municipio recóndito del conurbano– a través de un inocente packaging de comunidad feliz.
—¿Alguna chica? —me preguntó.
Era verdad, éramos todos pibes. ¿Será que en mi fuero interno no confiaba demasiado en las potencialidades de “cuadro” de ninguna de ellas? Así es, no me inspiraban. Las veía algo naíf. Pequeñas Maru Botanas jipis con imaginación de grupo misionero. No había minas oscuras. No había Batichicas.
Quién es Ignacio Veliz
♦ Nació en General Rodríguez, Argentina, en 1987.
♦ Es escritor.
♦ Uno no decide lo que ama es su primera novela.
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