¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza? Es sobre esa lectura, irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a la vez prendada de él, de la que retorna para nutrirse, sobre lo que intento escribir”.
Esto decía -escribía- el profesor francés Roland Barthes y esta idea dice mucho de un hombre que dio vuelta -le dio muchas vueltas- la idea de qué es leer.
Ahora se publican inéditos de Roland Barthes y eso significa ¡fiesta! Roland Barthes fue un semiólogo, profesor, crítico, teórico, filósofo también y escritor que vivió entre 1915 y 1980, y revolucionó desde las aulas y los libros los modos de leer, de hacer crítica literaria, de entrar en contacto con textos, letras, palabras, imágenes, signos, significados y autores.
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Leer sus libros es una aventura que cualquier humano debería emprender, sobre todo si a ese humano en cuestión le gusta la lectura, la literatura y todo lo que viene después: el amor, la moda, la comida, los viajes, la fotografía, la comunicación. Además de sus escritos sobre literatura y semiología, es decir, además de sus temas académicos, Barthes escribió sobre la moda, la sociedad, la publicidad, la literatura, el marxismo, el amor, la lectura, la enseñanza.
Profesor y lector insaciable, tuvo a su favor la herencia de la literatura francesa. Leyó (con ojo crítico y mucha conciencia) a Honoré Balzac, a Marcel Proust, a Gustave Flaubert, a Charles Baudelaire, a Sade, a Fourier, y también a Nietzsche (¡sobre todo a Nietzsche!).
Dio clases en las más prestigiosas instituciones de Francia: l´École des hautes études en sciences sociales, el Centre national de la recherche scientifique, y el Collège de France, donde jugaba de outsider, de subversivo, de reformulador activo de modos y estructuras. Este tono cuestionador tiñe su escritura, sus modos de producción también. Barthes proyecta en sus textos un modo de leer paradójico y siempre crítico; lúdico también, desestabilizante, inteligente. Y entonces, fiesta.
Para estudiantes aplicados, hay que señalar que no hay un método Barthes porque cada una de sus propuestas es singular, única. Si en cada ensayo arma un sistema para entrar a un texto luego abandona ese modo de entrar, ese sistema o método, y arma otro. Y aunque se lo sitúa en el Estructuralismo francés (porque sin duda ejerce una sistemática lectura sobre muy diversos discursos), lo que en realidad hace es deconstruir las lecturas para volver a dar a cada objeto de análisis brillo y sentido renovados. Como quien abre una ventana en la casa atiborrada de palabras y murmullos y, de pronto, entra el sol y una bocanada de aire fresco tan necesaria para seguir.
Barthes escribe especialmente y sobre todo desde el lugar de lector amoroso, de lector asombrado, de lector arrasado por lo que lee.
Leer y escribir, para volver a leer y escribir. Indagar, cazar sentidos, atraparlos antes de que vuelvan a huir, detrás de ese destino siempre fugaz.
Una rápida lectura al índice de Mitologías (1957), uno de sus primeros libros, nos permite espiar al menos los lugares donde posa su mirada, sus intereses, un tono. Las mitologías reúnen ensayos sobre: Cocina ornamental, El crucero del Batory, El usuario y la huelga, Gramática africana, La crítica ni-ni, Strip-tease, El nuevo Citroen y más.
En Fragmentos de un discurso amoroso (1977), otro de los imperdibles, Barthes dice responder a una necesidad: “La necesidad de este libro se sustenta en la consideración siguiente: el discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un discurso tal vez hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?) pero a que nadie sostiene; está completamente abandonado por los lenguajes circundantes: o ignorado o despreciado o escarnecido por ellos, separado no solamente del poder sino también de sus mecanismos (ciencias, conocimientos, artes). Cuando un discurso es de tal modo arrastrado por su propia fuerza en la deriva de lo inactual, deportado fuera de toda gregariedad, no le queda más que ser el lugar, por exiguo que sea, de una afirmación. Esta afirmación es, en suma, el tema del libro que comienza.” Y hay más. La cámara lúcida (1980), El placer del texto (1973). Títulos más que tentadores, para todo paladar lector. Y no es todo.
Autobiografía, autoficción, autocrítica o quién soy yo
Recientemente, la editorial Eterna Cadencia editó El léxico del autor, con prólogo de Eric Marty y traducción de Alan Pauls, un libro inédito hasta ahora en castellano. La historia de este libro es bastante peculiar: en 1972, la editorial Maison Seuil le propone a Barthes escribir un libro sobre sí mismo, un libro autobiográfico. Y él aprovecha el espacio del Seminario, es decir, sus clases en la Escuela de Altos Estudios de Paris, para discutir el proyecto de escribir sobre uno mismo.
Barthes se propone y les propone a sus estudiantes trabajar con algunas hipótesis y sobre todo problemáticas que a él se le aparecían como fantasmas, preguntas, límites y posibilidades de la escritura autorreferencial. ¿Es legítimo escribir de uno mismo? ¿Quién escribe y quién es descripto o inscripto en esa escritura? Desdoblamiento y mucha teoría psicoanalítica dando vueltas en sus palabras. No olvidemos que Lacan y sus Seminarios (otra vez el formato Seminario) son convocados y citados arduamente, y que además, estamos en Paris en épocas de Mayo francés y deconstrucciones varias. La de la Academia, por ejemplo. La del lenguaje, además. La del lugar del profesor, el conocimiento, y la producción de discursos, también.
El léxico del autor es entonces la invitación a participar de esa aventura intelectual, de esas clases que Barthes dio en la Escuela de Altos Estudios de Paris en 1973 y 1974.
La propuesta se basa en preguntas, indagación, rotación de la voz (no solo habla el profesor, no hay más clases expositivas). También en cruzar saberes, asediar un tema o un eje problema desde diversos discursos.
Para organizar la investigación, el profesor ha dado un listado de temas que funcionan como pretextos para iniciar el trabajo. Y entonces dice: “15 de noviembre de 1973. El taller, continuación. Sobre el asunto elegido, cada quince días habrá que cosechar elementos muy diversos. Cosechas, es decir: caza, salir de caza (o de colecta)”.
“¿Cosechar qué? Pedazos de saber, informaciones, historias, textos, registros, ‘ideas’, gustos, etc. (etc= en un sentido heterológico). Pero atención: se cosechan sentidos más que hechos. Estar, en el orden del saber, como lo estaba el novelista realista, a la caza de lo que creía que era un hecho, pero que por supuesto ya era un sentido, y a veces quizás hasta una frase”.
Barthes inviste a sus alumnos con el espíritu de cazadores. Invita a esa cacería furtiva que es la lectura, la búsqueda de sentidos, esos hilos o caminos que se revelan cuando el lector los recorta del fondo –de la maraña selvática de signos y voces-, los distingue y pone en foco.
El taller es el espacio de la heterología, otra idea definida por Barthes (tomada de Bataille) que alude a la diversidad de disciplinas que acechan el análisis del discurso. “Rechazamos la relación de enseñanza en la que hay un saber transmitido.” No hay un saber transmitido, dice Barthes, sino, quizá, un saber creado colectivamente. “No se enseñan métodos”, dice. No hay receta, hay deseo, voluntad de entrar –al texto, a la selva - y necesidad de salir, por un sentido, el camino de vuelta.
El léxico del autor se trata de esa aventura de investigación y escritura colectiva. Porque “El problema es producir” dice el maestro. Y en este “Todos para uno” que plantea en el taller, todos escribiendo el libro que el profesor debe entregar a la editorial, pone otra ley más: ese uno rota. “En el Uno rota está implícita la idea (o la imagen), si puedo decirlo así, de que todos se turnan para ser rey o reina (cfr. La Fiesta de los reyes y la inversión paradigmática de los roles; en la sociedad antigua, el día de carnaval, los criados adoptaban por un día los hábitos de los amos)”, dice el maestro. La fiesta es continua y la aventura recién empieza.
El léxico del autor continúa por más de 400 bellas páginas que invitan a revivir (espiar, estar, compartir y vibrar) la clase, el encuentro, ciertos problemas teóricos y metodológicos. Como el que Barthes señala bajo el título Fisuras: “Acecha en el proyecto, pues, el peligro del espejo. Sin embargo, ese espejo está rajado, tiene fisuras, está en tela de juicio (…) hay peligro de aburrimiento en el narcisismo”.
El lector podrá juzgar en Barthes por Barthes (1975) -el libro resultante finalmente de esta aventura del conocimiento- si el aburrimiento o el narcisismo opacan la prosa. El desafío queda en pie.
Mientras tanto, El léxico del autor permite acceder a las diversas fases de una obra en proceso. Rizar el rizo que une habla y escrito. Entrar a las cabezas pensantes que rotan. Además, la edición de estas clases alucinantes trae un índice onomástico puntilloso (¡lujo!) y notas en los márgenes que señalan núcleos temáticos (como en Fragmentos de un discurso amoroso) un modo de indicar atajos, otros caminos posibles para lectores ávidos.
Y hay que decir algo más: el humor de Barthes, el tono cómplice, íntimo siempre y por momentos socarrón que enamora y lleva de la mano –o toma por las narices – al lector. El efecto es imparable: leemos una página y queremos siempre más.
Quién fue Roland Barthes
♦ Nació en Cherburgo, Francia, el 12 de noviembre de 1915. Murió en París, Francia, el 26 de marzo de 1980: lo atropelló la camioneta de una lavandería cuando volvía de almorzar con François Mitterrand, quien sería presidente de Francia.
♦ Fue un crítico, teórico literario, semiólogo y filósofo estructuralista francés. Se interesó y escribió sobre crítica literaria, lingüística, filosofía del lenguaje, los signos, los símbolos y la fotografía.
♦ Entre sus obras más destacadas se encuentran:
El grado cero de la escritura (1953), donde analizó la condición histórica del lenguaje literario y delimitó los conceptos de lengua, estilo y escritura.
Mitologías (1957), donde reflexionó sobre los mitos de la cultura popular occidental y su función ideológica. La muerte del autor (1967), donde criticó los enfoques tradicionales de la crítica literaria que privilegiaban la intención del autor sobre el texto S/Z (1970), donde realizó un análisis estructural de un relato de Balzac y propuso una distinción entre textos lisibles (lineales, cerrados, unívocos) y textos scriptibles (abiertos, plurales, polisémicos). El placer del texto (1973), donde exploró las diferentes formas de placer que produce la lectura y defendió el concepto de texto como goce. La cámara lúcida (1980), donde abordó el tema de la fotografía desde una perspectiva personal y filosófica.
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