Que somos un país sin futuro; que la salida está en Ezeiza; que los políticos son todos iguales; que no hay quien pueda arreglar esto; que somos vivos, vagos y chantas; que mejor acostumbrarse porque la cosa no va a cambiar... Todas estas son frases que solemos escuchar (y decir) los argentinos. Pero, ¿es posible tener el presente y el futuro que buscamos si esos son los moldes en los que nos metemos a nosotros mismos como sociedad?
País de mierda, el nuevo libro de los hermanos argentinos Augusto y Mateo Salvatto -autores del bestseller La batalla del futuro-, busca “dar una batalla narrativa para que dejemos de decirle todo el tiempo a los pibes desde que son chiquitos que este país es una mierda y no tiene futuro”.
Explican los autores: “Hay 45 millones de interpretaciones sobre por qué no somos lo que deberíamos ser, y muy pocos discursos que efectivamente piensen en cómo ser lo que podemos ser. No podemos cambiar lo que somos. Pero sí podemos cambiar la forma en la que hablamos de lo que somos. Sí podemos al menos trabajar seriamente en los mitos y leyendas que contamos, repetimos y transmitimos de generación en generación. Por que al fin y al cabo no son más que eso: mitos, ficciones”.
Editado por Lea, País de mierda repasa archivos históricos, estudios sociológicos y ensayos para desentrañar cómo somos los argentinos. ¿Qué es lo que “nos hace ser una sociedad caótica, inestable, siempre al borde del abismo”? ¿La viveza criolla es tan argentina como la crisis? ¿Es necesario, y acaso posible, cambiar nuestro carácter nacional?
“País de mierda” (fragmento)
Los argentinos tenemos la extraña costumbre de intentar permanentemente cambiarnos a nosotros mismos. Como si existiera una especie de gen maldito que no nos permite desarrollarnos, que nos hace ser una sociedad caótica, inestable, siempre al borde del abismo. Vivos, vagos, haraganes, ingobernables, desfachatados, indóciles, nómades.
Los primeros en pensar seriamente la argentinidad, influídos por las ideas propias del contexto en el que vivieron, llegaron a la irrevocable conclusión de que había que cambiar nuestro caracter nacional, como quien desenrosca una lamparita de luz cálida y la reemplaza por una de luz fría. Para hacerlo, era necesario seguir dos estrategias en paralelo: la educación y la inmigración. Es decir, traer gente civilizada y con moral de trabajo desde Europa, y educar bien en esas sanas costumbres a los que quedaban. Como dice el escudo nacional de unos vecinos, por la razón o por la fuerza.
Más de un siglo y medio después de comenzada esa desafiante empresa, nuestro carácter nacional no ha cambiado. Los gauchos que eran denostados por su caracter nómade, rebelde y pícaro hoy se convirtieron en un símbolo orgulloso de la argentinidad. Gauchos que incluso quienes los denostaban en el fondo admiraban, pues la contradicción es parte de ese gen tan nuestro como el dulce de leche.
La viveza criolla que denunciaba Agustín Álvarez en 1900 y el espíritu de la discordia que con sagacidad observaba Joaquín V. González siguen siendo pan nuestro de cada día. Porque, al fin y al cabo, nadie puede cambiar lo que es. Por más que luchemos con todas nuestras fuerzas contra la propia esencia, somos lo que somos. Como el escorpión que más que engañar a la rana intentaba engañarse a sí mismo. Y ese fue, sino el peor, al menos el último de sus pecados.
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¿Por qué seguir intentando cambiar lo que somos? No se confunda. No es esta una mirada mediocre y conformista. No queremos decir que no sea loable la constante búsqueda por ser mejores. Los esfuerzos introducidos por la generación que moldeó la Argentina que hoy conocemos generaron resultados envidiables en campos como el de la educación, el desarrollo y la movilidad social, que han sido logros sorprendentemente rápidos y efectivos. Pero estos cambios tan rápidos alimentaron, como contrapartida, la idea de que estábamos llamados a ser una gran potencia, diferente a nuestro contexto. Un enclave europeo en América Latina. O mejor: la síntesis entre la civilización europea y el futuro del nuevo mundo. Lo mejor de ambas tierras.
No han faltado pensadores, nacionales y extranjeros, que alimentaron ese discurso. Un discurso que no podía evitar quedarse a mitad de camino entre la ficción y la realidad. Y que, al chocarse con ella, derivó en una frustración desesperante. En el propio mito fundacional se encontraba el germen de su propia destrucción. O de nuestra decadencia, para ser menos drásticos.
Durante casi un siglo hemos buscado explicaciones para la triste paradoja de que no somos lo que merecemos ser. Esas explciaciones han llegado incluso a significar clivajes políticos y disputas encarnizadas: Es culpa de los Estados Unidos y Gran Bretaña, es culpa del peronismo, es culpa de los militares, es culpa de las oligarquías, es culpa de la incultura del pueblo, es culpa de los inmigrantes, es culpa de los políticos, es culpa de los votantes, es culpa de Cuba, es culpa de Venezuela, es culpa del FMI, es culpa de los planeros. Hay 45 millones de interpretaciones sobre por qué no somos lo que deberíamos ser, y muy pocos discursos que efectivamente piensen en cómo ser lo que podemos ser.
No podemos cambiar lo que somos. Pero sí podemos cambiar la forma en la que hablamos de lo que somos. Sí podemos al menos trabajar seriamente en los mitos y leyendas que contamos, repetimos y transmitimos de generación en generación. Por que al fin y al cabo no son más que eso: mitos, ficciones. Que, como toda fantasía, tienen cierto anclaje en la realidad pero no son la realidad en sí misma.
Pero ojo. No por ser ficciones pensamos que sean menos relevantes. Por el contrario: las ficciones ayudan a ordenar y estructurar la realidad. La ficción del sueño argentino es lo que ha hecho que muchos de nosotros estemos hoy aquí y no en otra parte, mientras que la ficción de que la salida es Ezeiza ayuda a que muchos no estén aquí sino en otra parte.
No podemos reconstruir el sueño argentino sin un anclaje en la realidad. Y ¿para qué gastar nuestra tinta y su tiempo en describirla? No son tiempos fáciles para Argentina y mucho menos para los argentinos. La crisis, la tristeza y el desánimo se acrecientan por una inflación que no da tregua, un estancamiento que ya lleva más de una década y un país que pareciera estar consumiéndose sus últimos cartuchos. Pero, como ya hemos dicho en alguna ocasión, ninguna gran batalla se libró sin algo en qué creer. Si no hay elementos para tener esperanza en que el futuro va a ser mejor que el presente, cerremos la persiana. Pero si existe un rayo de luz que entre por alguna rendija desgastada por el uso, tendremos que explorarlo.
La idea de construir un nuevo relato que conforme el sueño argentino es una parte del camino que tenemos que recorrer si queremos levantar la persiana. De ninguna manera un todo, pero sí, como decíamos, una parte importante.
Por eso, en las próximas páginas vamos a revisar aquellos mitos y ficciones que estructuran nuestros propios discursos sobre la Argentina. De todos esos mitos elegimos uno para encabezar estas páginas. Uno que engloba muchas de las ideas que vamos a tratar en este libro. La idea de que este país… nuestro país, es una mierda.
Quién es Augusto Salvatto
♦ Es politólogo y escritor.
♦ Es licenciado en Relaciones Internacionales y tiene maestrías en La Sorbona y la Universidad de Salamanca.
♦ Dirige la Consultora Panorama, coordina el programa de Big Data de la Universidad de San Andrés y es miembro de la dirección de innovación de Nawaiam.
Quién es Mateo Salvatto
♦ Es especialista en robótica, campeón internacional, director de Innovación del instituto ORT.
♦ Es co-fundador de Asteroide, donde se creó la app Háblalo.
♦ Junto a su hermano Augusto Salvatto escribió el bestseller La batalla del futuro.
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