“Sé su nombre, sé su edad / y sus gustos en la intimidad”. ¿Qué papel tiene la música en la vida sexual de las personas? Esa pregunta fue el disparador para que Esteban Buch escribiera Playlist, su ensayo más reciente (publicado por Fondo de Cultura Económica). El hombre que nos enseñó a escuchar el himno en O juremos con gloria a morir, el que nos enseñó a pensar el triángulo entre ópera, perversión y dictadura en The Bomarzo Affair, y que planteó un recorrido sentimental por los soportes y los formatos en Breve historia de nuestra música grabada (exclusivo de Leamos), ahora nos propone pensar los vínculos históricos y contemporáneos que hay entre la música y la sexualidad.
Tomando figuras aparentemente dispares como Mozart, Madonna, Wagner, Adorno, Pink Floyd, Cardi B y DJ Kid Vibes, Buch analiza los consumos culturales en tiempos en que el streaming y los algoritmos parecen operar bruscamente en las decisiones personales. El resultado es de una erudición desbordante y febril que, a pesar de tener más de 300 páginas, no se agota en este volumen, sino que deja preguntas abiertas para que cada uno siga recorriendo el camino. O escuchando nueva música.
Esteban Buch vive en París desde hace 30 años —este ensayo, de hecho, fue publicado primero en francés y luego lo tradujo él mismo—, pero vuelve con frecuencia a Buenos Aires. El encuentro con Infobae Leamos se dio en la librería de Fondo de Cultura Económica de Palermo; un blues rabioso sonaba de fondo.
—¿Qué diría Theodor Adorno del reguetón?
—Bueno… Probablemente no le gustaría para nada. El reguetón, como tantos otros géneros recientes, forman parte del espacio de cosas que Adorno siempre rechazó: un producto de la industria cultural, un trabajo musical que no le hubiera parecido sofisticado. Seguramente no le hubiera gustado.
—La pregunta, por supuesto, es por Über jazz, la crítica que Adorno le hace al jazz. ¿Esa lectura es aceptada entre los especialistas?
—Siempre digo que ese es el artículo más detestado en la historia de las Ciencias Sociales y de la musicología. Y, en cierto modo, todos los que lo rechazan tienen razón. En el sentido de que los juicios de valor negativos que hay en ese texto son insoportables. A la vez, no se para de leer y comentar, lo que es en sí un síntoma interesante si uno piensa en la capacidad de un autor para instalar una discusión que sigue hasta el día de hoy.
—Tu lectura de ese texto, sin embargo, toma un tema poco trabajado, que es la sexualidad.
—Intenté hacer una lectura a contrapelo, una lectura queer en cierto modo. En todo caso, no canónica. Cuando lo releí en el marco de este trabajo, vi que hablaba de sexualidad de modo muy explícito. Muy crudo, incluso. Tiene que ver con algo que sí es consensuado, y es el hecho de que el jazz y otras músicas populares tiene una relación directa con lo sexual. Con ese artículo pasa algo que yo comparo con otro mucho menos conocido, es un texto de 1929, cuando Adorno tenía 25 años, que, creo, es el primer análisis de los hits del mercado de la industria cultural. Toma tres canciones y hace un análisis de estilo de los que van a ser los cultural studies de cincuenta años más tarde. Inventó, creo yo, el tipo de trabajo sobre la dimensión sexual del material musical, que será el punto de partida de la crítica feminista, de la crítica queer, y eso ya en sí es interesante. Ni hablar de la figura de las “máquinas sexuales”, que yo conecto con las máquinas de Deleuze y Guattari. Me parece un hallazgo conceptual decir que el jazz es una máquina sexual.
—En ese capítulo hablás también de grabadores sintéticos. Sin que representen lo mismo, me hace pensar en la música electrónica: ¿la sexualidad del jazz se da también en esa otra música?
—En el jazz es temático. Además, tiene que ver con el baile, tiene que ver con los cuerpos. En cuanto a la música electrónica, escribí un capítulo sobre una obra de Pierre Schaeffer y Pierre Henry —que además se llama “Erótica”, igual que la canción de Madonna, así que el contrapunto entre las dos me parece interesante—, y tiene que ver con una elaboración de las voces femeninas como fuentes de sonido. El proyecto de la música electrónica en los años 50 tiene que ver con la sensorialidad de los materiales sonoros y no necesariamente musicales. La música concreta arranca grabando trenes y eso, no sé si tiene necesariamente una relación con la sexualidad, pero tiene que ver con una ampliación del campo de lo sonoro en su vínculo con la capacidad de interpelación de los cuerpos.
—Una frase del libro: “Las películas, especialmente las películas hechas en Hollywood entre 1930 y 1950, han vuelto corriente la idea de que la música forma parte del amor”. ¿Cómo se lee esta propuesta cuando la música también nos “enseña” —y lo digo negativamente— los momentos de peligro, de emotividad, etc.?
—Te contesto con algo que tiene que ver con mi trabajo más reciente, que es una investigación sobre el concepto del poder de la música, una idea muy antigua que asocio con una campaña de marketing de una plataforma de streaming en París cuyo slogan era “The Power of Music”. La campaña era una invitación a que la gente le pusiera imágenes a canciones, lo que daba una sensación de empoderamiento por la música. La lógica del mercado favorece la idea de que el poder de la música es un poder multimodal, y eso es algo necesario de subrayar.
—Entonces...
—En los últimos años hay un boom internacional de los sound studies. Está bárbaro que los historiadores descubran las fuentes sonoras y que los musicólogos descubran que la música es solo un parte de los fenómenos sonoros, pero hay que reintegrarlo para pensar que no hay una experiencia solamente de escucha. Aún cuando estás con los ojos cerrados, estás en un entorno multimodal. Todos los deseos, pasando por los deseos sexuales, están siempre en relación con imágenes; si estás en contacto con otra persona, tiene que ver con el tacto, con todos los sentidos.
—Una cuestión llamativa es que, en las encuestas de la gente que responde qué música escucha cuando tiene sexo, esas canciones no son eróticas.
—No hablan necesariamente de sexo.
—Pero después, en el capítulo de Madonna, cuando el sexo se hace más explícito —bueno: lo explícito ya no es erótico— esas canciones tampoco funcionan bien.
—Eso lo trato de resumir en una frase: la canción de sexo no existe, la canción de amor sí. Lo que pasa es que, en general, la gente, cuando tiene sexo, pone música que habla de amor. Esa tensión entre las dos cosas puede dar lugar a afectos muy intensos y también a unos cuantos malentendidos. Creo que no hay un género constituido que tenga que ver con el sexo como tema. Hay canciones que hablan de sexualidad; en los últimos años fue creciendo la presencia de textos explícitos. Pero aún así no hay un género para eso.
—Y otra situación llamativa es la relación entre la música y el mercado, con las etiquetas de “Parent Advisory” (Advertencia Parental) y la “E” (de explicit) en Spotify: ¿el mercado es muy pacato?
—No estoy seguro de que el mercado sea tan pacato, porque, de hecho, todas esas canciones están ahí. Le ponen la letra E, pero si las buscás, están. Yo creo que eso es menos una cuestión de autorregulación del mercado que de cómo el mercado tiene que responder a las presiones de los grupos de presión en Estados Unidos, muchas veces vinculados a iglesias y demás. Ese sí es un tema adorniano: Adorno dice que la industria cultural es pornográfica y pudorosa a la vez. Creo que es una contradicción interesante. También Marcuse, en su teoría de la desublimación represiva dice que uno sale a la calle y ve imágenes erotizadas en todos lados que nos dan la ilusión de que el sexo está liberado, pero eso es una represión. El deseo que produce alienación.
—¿Cómo cambia el consumo de la música que habla de sexualidad a partir de Spotify?
—La digitalización multiplica el campo de las de las elecciones posibles, inclusive dándole un espacio a gente que no le va bien, que puede tener sus cosas en streaming o en YouTube y ser un fracaso de todos modos. Pero la cantidad de elecciones es mayor y, es innegable, da más autonomía para dibujar tu trayectoria. El tema de las playlists es una ilusión, en el sentido de que uno cree tener una elección personal, cuando en realidad todo eso está muy formateado y los algoritmos te dicen qué escuchar y qué te gusta aun cuando no estés de acuerdo. Pero, aún aceptando esa crítica, hay más autonomía simplemente por la multiplicidad de cosas que hay. Hay más maneras de dibujar tu trayectoria, empezando por la que consiste en desengancharte de eso. Es llamativo en las estadísticas de escucha, que la gente se cuelgue durante dos, tres minutos, siga de largo, después vuelva. Esa dimensión de recorridos autónomos es un hecho.
—¿Qué dice el tango de la sexualidad argentina? Es cierto que el tango es un fenómeno global, pero también nacional.
—En todo el mundo el tango está identificado como argentino. Rioplatense, en el mejor de los casos. Es una música regional y globalizada. Y que sea una música globalizada no es algo reciente. Hay un mito en torno al hecho de que, a comienzos del siglo XX, el tango se puso de moda en Francia, y eso fue lo que hizo que cambiara la mirada de las élites argentinas…
—Es lo que dice Borges.
—Efectivamente. Y no es un mito, en el sentido de que hay materiales que muestran que empieza antes de la Primera Guerra. En los años 20, el tango es un fenómeno de erotización de la música que se transforma, no en un modelo dominante, pero sí en un modelo importantísimo. Mientras tanto, acá se elabora la tradición del tango canción, que se va a exportar mucho menos. Gardel es una figura global, pero, en general, la forma del tango canción no es lo que funciona globalmente.
—¿Y qué es lo que funciona?
—La clave es el baile y la música, incluso, incorporado como una parte del jazz. Hay un manual de jazz de la época de la República de Weimar donde el tango es uno de los ritmos del paquete llamado jazz. Ahora bien, yo creo que, desde entonces, el tango es cierto modo de una contradicción: las letras en general tematizan el abandono y la práctica del baile tematiza el encuentro. Esa tensión me interesa.
—En la Argentina el tango le cedió su paso al rock y ahora, retomo la primera pregunta, el rock le dejó el protagonismo al reguetón. ¿”El rock ha muerto”?
—No, porque, de hecho, los rockeros siguen estando. A Fito (Páez) nunca le fue mejor que en esta época. Lo que hay son temporalidades distintas sobre qué es lo que se percibe como nuevo, y esa sensación está en torno al reguetón, la cumbia, el trap. Las temporalidades de un género no tienen que ver solamente con el momento histórico en que aparecen. La música clásica está ahí desde hace más dos siglos. Si uno hiciera un mapa, como los que aparecen en internet que te muestran cómo fueron cambiando las fronteras, podrías dibujar el ascenso y descenso de los géneros y verías que el jazz tiene un momento de auge en los años 20, 30, 40, y el rock, su pico en los años 60, 70, 80, y ahora está desplazado. Pero eso no quiere decir que haya muerto.
—¿Cada género responde de forma distinta a la sexualidad?
—Digamos que una buena manera de identificar la singularidad de un género sería ver cómo responde al tema de la sexualidad. En cierto modo, la sexualidad es un tema que todos los géneros tienen en común. Por lo menos, los géneros de música popular. Se puede pensar que un género musical es un pacto de afectos, y cómo se da en ese pacto la relación con la sexualidad es una de las cosas que lo diferencian.
—En un capítulo hablás de Pasolini y la ópera Don Giovanni, de Mozart.
—Yo tenía presente la película, pero me cayó la ficha de que tenía que hacer un capítulo especial con el hecho de que el proyecto se iba a llamar Don Giovanni. Hay un momento clave en la película, en donde él le pregunta a una cantidad de soldados si querían ser Don Giovanni y, como si fuera lo máximo a lo que se puede aspirar, todos dicen que sí pero que no les da porque “soy pobre”, “soy bajo”, “soy feo”. Pasolini hace una exploración de las fallas de lo que ahora se llama heteronormatividad, de lo difícil que es ser un hombre viril en el sentido tradicional.
—Los cantantes como Elvis Presley y Jagger, que, de hecho, son mencionados en ese capítulo, ¿tienen el sex appeal de Don Giovanni?
—Todas las figuras del rock tienen una imagen, que no digo que sea queer ni mucho menos, pero que no cierra 100% con el modelo de masculinidad heteronormativa. En el caso de Mick Jagger es bastante obvio. Por suerte, además.
—Una de las encuestas del libro pregunta por aquellas canciones que son mejores que el sexo. ¿Cuáles serían las tuyas?
—[Piensa] A mí me gusta la música que produce éxtasis. La canción que yo elijo es “The Great Gig in the Sky”, de Pink Floyd. Me parece una canción profundamente erótica, no solo por la voz de Clare Torry, sino por cómo todo está armado. Pero también me fascina la música sacra, que tiene que ver con la suspensión del tiempo. Un tiempo que no es el tiempo ordinario de la palabra.
“Playlist” (fragmento)
Sex playlists
OLYMPE, nacida en 1989 en los suburbios de París, trabajadora del espectáculo, bisexual, tuvo su primera relación a los 14 años escuchando “The Dark Side of the Moon” de Pink Floyd (→14e). Estaba con su novio en su dormitorio y ella puso música lanzando una playlist de mp3 en su computadora. Quería poner Cat Stevens, y Pink Floyd le siguió sin que ella lo planeara. Dice que fue la canción “Breathe”, al principio del álbum, la que tenía en los oídos cuando él la penetró. Describe con precisión la introducción, “Speak to Me”, con el grito seguido del gran crescendo antes de la pulsación, constante durante el resto de la canción. “Realmente me tranquilizó, me ayudó a sentirme bien y todo fue más relajado”, dice, evocando una relación sin dolor con un compañero “que sabía escuchar”.
Ese día, la playlist de Olympe no estaba pensada para el sexo, sino que era solo el resultado del orden de sus descargas de Torrent, un sitio peer-to-peer ilegal. Durante los cuatro años que pasó con su primer amante, a menudo ponían ese disco de Pink Floyd. Después volvió a escucharlo al tener relaciones con otras personas, recordando a veces “los momentos que ya había vivido con esta música”, no por nostalgia, dice, sino para ir “más lejos en el placer”.1 Desde su adolescencia fue añadiendo a aquel disco otros temas favoritos para el amor, como “Heaven” de I Monster o “Boyish” de Japanese Breakfast, pero sin hacer una verdadera playlist, identificada como tal en su computadora. Se trata más bien de una colección mental e intemporal, en la que las experiencias recientes se mezclan con los primeros recuerdos de su vida sexual.
Otras personas sí tienen playlists pensadas explícitamente para el sexo. Tom, nacido en 1979 en la región francesa del Aveyron, músico aficionado, sin empleo, homosexual, cuenta que hace unos diez años grabó un CD con una “recopilación ideal para las relaciones sexuales” (→4c). Guarda un recuerdo preciso de la forma temporal de la selección: “Empezaba con una música un poco oscura”, “un poco electrónica, lenta, conceptual, y poco a poco iba hacia algo más alegre, más melódico, pero siempre un poco melancólico”. Llegó a repartir el CD entre sus amigos, “como una especie de broma”, pero la cosa no funcionó realmente porque su elección era demasiado extraña, dice, “una música un poco fría”. En otras palabras, su playlist era demasiado personal para compartirla.
Quién es Esteban Buch
♦ Nació el 30 de julio de 1963 en Buenos Aires, Argentina.
♦ Es profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, donde dirige el Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje (CRAL).
♦ Ha recibido premios y reconocimientos como el Prix des Muses, la beca Guggenheim y el diploma al mérito en musicología de la Fundación Konex.
♦ Entre sus libros se encuentran: El pintor de la Suiza argentina (1991) Música, dictadura, resistencia (2016), La marchita, el escudo y el bombo (con Ezequiel Adamovsky, 2016), El caso Schönberg (2010), Historia de un secreto (2008), The Bomarzo Affair (2003), La Novena de Beethoven (2001), y Breve historia de nuestra música grabada (2020), un ensayo sobre los diferentes soportes de la música desde el vinilo hasta el streaming.
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