¿Hace falta leer exhaustivamente la obra de un autor para decir que se lo ama por algunas novelas y un libro de relatos que bastan para colocarlo entre uno de esos favoritos?
Probablemente sí. A veces no sucede. No me pasó a mí con Kundera, de quien leí algunas novelas y un libro de relatos pero con dos novelas y ese libro de relatos ganó para siempre mi favor, mi cariño, esa relación extraña de agradecimiento enamorado que se tiene con los escritores que supieron decir con palabras las cosas de este mundo, las cosas existenciales, las cosas que pesan tanto y las que no, aquellas que logran emociones fuertes y también sonrisas.
Pongamos el caso de Milan Kundera. En la adolescencia leí La insoportable levedad del ser en un ejemplar de tapas negras cuya ilustración no puedo recordar (luego lo presté, es decir, lo regalé sin esperar que el libro fuera devuelto, porque así pasa cuando se presta un libro que se sabe que será leído con la misma pasión con que fue leído por quien lo presta).
El título lo es todo. Como un cartel hecho con luces de neón que invitan a pasar y, entonces, cómo decir que no. La insoportable levedad del ser. Suena a Kierkegaard y uno de esos ensayos que prometen analizar y así aliviar (o mejor, agravar) esa angustia de ese lector que no cumple los veinte años pero lleva sobre sí el peso del mundo.
Y es una novela existencial, pero cuyos personajes no son tan conscientes de ese peso que cargan, van por la vida de amores en amores y relaciones con amantes mientras a su lado la Historia con su peso los hunde en la realidad y quizás sea por eso que eligen, o no les queda otra, ir de amores en amores. Checoslovaquia en el periodo previo a la Primavera de Praga. Cuando la libertad de un socialismo por fuera del “realmente existente” se larvaba en la población, que iba de amores en amores porque todavía no habían llegado los tanques de Moscú.
Ese triángulo con eje en Tomas y la relación con la camarera Teresa -con quien se casa- y la apasionada Sabina es turbulenta para cada quien y a su modo, como ese país es turbulento y castiga, a cada quien, a su modo, por esa forma liberal (¿se podría decir así?) de sus existencias.
Es una novela magnífica. Unos años después la leí nuevamente (porque un libro que no merece leerse dos veces no merece leerse una vez) y luego lo presté. Obvio que no recuerdo a quién. El arte de prestar un libro implica también el arte de olvidar tal acto.
Sí recuerdo que un amigo llamado Pablo Sigal me dijo: “¿Pero no leíste La broma?”, con los ojos abiertos de quien mira a alguien con incredulidad. Creo que no me lo prestó, pero me conminó a comprar (Pablo sabía erigir una biblioteca). Es una novela oscuramente maravillosa.
Kafkiana. Laberíntica. Densamente insoportable (no por su lectura, sino por lo que narra). Un hombre escribe en una carta a su novia: “Viva Trotski”, como una mofa a las rígidas normas de “convivencia” establecidas por el aparato comunista en Checoslovaquia. Un sintagma, dos palabras: viva, Trotski. Una condena.
Una broma que se convierte en la pesada cadena que impedirá que un hombre, ni siquiera trotskista, claro, pueda vivir en un régimen de la vigilancia y el orden del pensamiento.
Luego El libro de los amores ridículos es tan lindo. Son cuentos. Hermosos. Ligeros y también tristes. La literatura, bah.
Empecé a leer un par de novelas más, pero las dejé. Siempre se puede volver a ellas. Por eso no soy un experto en Milan Kundera. Pero puedo afirmar que como lector de lo que leí, lo amé.
Siempre es un poco triste cuando se mueren los autores que una vez quisimos.
También es lindo recordarlos en esa unión íntima que se produce en la palabra que escribieron y la lectura que surgió de tal y tal palabra.
Querido Milan, muchas gracias.
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