Alfred Hitchcock y una selección de cuentos que no dejan dormir: ¿curador experto o estafa publicitaria?

El enorme director de cine -que nunca ganó un Oscar- firmó antologías como “Cuentos para leer con la luz encendida” en las que eligió relatos de Roald Dahl, Shirley Jackson y Muriel Spark entre otros. ¿Pero qué hay detrás de su nombre?

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El enorme cineasta Alfred Hitchcock
El enorme cineasta Alfred Hitchcock fue, además, el director de cine más rico de su tiempo. Su método para construir suspenso era infalible. (Photo by Baron/Silver Screen Collection/Getty Images)

Es una suerte de tío excéntrico con el que crecimos. Ese que nos avalaba las supuestas rarezas. Romper los protocolos. Asustarse por gusto antes de ir a dormir. Más que con sus películas, sobre todo con sus programas de televisión y las antologías de cuentos. Oh, esos libros, ya sin lomo, con las páginas quebradizas, leídos tantas veces. Alfred Hitchcock es como volver a la casa de la infancia. Su imagen, la silueta regordeta y gallarda, el gesto gracioso, pero sin sonrisa, y la promesa de inquietarte. “Las historias favoritas del maestro del suspense”, avisan las tapas de los ejemplares.

La avidez. ¿Qué seleccionó para nuestro deleite? Son dos tomos de relatos publicados originalmente en los 70 por Random House y ahora reeditados por Blackie Books. Ideales para que nuevas generaciones entren a la literatura: Cuentos que mi madre nunca me contó (2021) y Cuentos para leer con la luz encendida (2023). Cada uno viene con una introducción en donde hay algo personal, el gran director le habla directo a quien lee. “Te aseguro que el título de este libro es una descripción totalmente exacta del contenido. No creo que mi madre me hubiera contado las historias que he recopilado aquí”, dice en el primero.

En el segundo, después de una referencia a su tío Albert, “desempleado de profesión”, comenta: “Como ya sabes, trabajo en la industria del entretenimiento y, tras tantos años de empedernida búsqueda de material aceptable, el apetito de uno tiende al hartazgo. Así que descubrir historias originales, con la capacidad de emocionar o seducir, que causen escalofríos o quizás incluso la muerte, supone una satisfacción excepcional”. Qué emoción.

Entonces se entra de cabeza a un mundo de relatos que se leen al filo de la almohada. Shirley Jackson, Theodore Sturgeon, Roald Dahl, Patricia Highsmith y Muriel Spark son algunos de los nombres de este seleccionado fabuloso. Realmente es un buen viaje literario. Para entretenerse en cualquier momento y/o para invitar a la lectura a quien no tiene el hábito (aun). Pero valga saber que todos esos tesoros (realmente lo son) no fueron seleccionados especialmente por Hitchcock como nos hacen creer. Es más, probablemente ni siquiera los leyó jamás. Y, preparen sus corazones, tampoco escribió esa introducción tan íntima y cercana.

Roald Dahl, Shirley Jackson y
Roald Dahl, Shirley Jackson y Patricia Highsmith, tres de los autores elegidos en las antologías firmadas por Hitchcock.

¡Traigan pruebas!

Hitchcock dirigió clásicos inquietantes y aterradores como La ventana indiscreta (1954), Psicosis (1960) o Los pájaros (1963), pero además ejerció siempre un humor afilado, dentro y fuera del set de filmación. Incluso en pantalla, en medio del clima de tensión. Sus chistes a veces eran macabros y otras, hasta pavotes.

Odiaba las sorpresas (el suspense, del que fue maestro, es todo lo contrario, de hecho), pero le gustaba hacerlas. Hacía bromas pesadas a personas de sus equipos de trabajo, como por ejemplo enviar una caja llena de arañas a alguien que le tenía terror a ese insecto. Era metódico y coherente. Así en teoría como en la práctica. Iba a los rodajes de traje, con corbata y todo. Impecable. Se tomaba lo que hacía muy en serio y sabía qué brindar. También cómo, y para qué. “Una película es buena cuando el precio de la cena, la entrada del teatro y lo que cobra la niñera valieron la pena”, dijo.

No mentía. Eso era parte de su humor. “Niego haber dicho alguna vez que los actores son ganado. Lo que dije fue: ‘Los actores deben ser tratados como ganado’”, es apenas una sola de su multitud de frases afinadamente célebres. Eso hacía, estiraba el límite. Serio. Como un niño demoníaco encerrado en el cuerpo de un adulto.

El libro de entrevistas El cine según Hitchcock (1966) es una joya que recopila más de quinientas preguntas que el director británico le respondió al francés François Truffaut. Son cincuenta horas de charla y un repaso metódico por la inspiración, obsesiones y mecanismos de creación según este hombre extraño, consecuente con sus actos de todo lo que decía. Y ahí dijo, claramente, que no leía ficción, que únicamente consumía biografías de personajes contemporáneos y textos de viajes. “No me intereso por el estilo literario, excepto en Somerset Maugham, cuya sencillez admiro”, especificó.

¿Y esas introducciones, que son casi cartas personales del maestro del suspense a sus lectores? ¿Y la selección de relatos? ¿Quién hizo eso, entonces? “No es de extrañar que su pasión por el suspense, tan fundamental en su carrera artística, naciese de la literatura del género”, dice la breve biografía introductoria (que nadie firma) a Alfred Hitchcock presenta: cuentos para leer con la luz encendida. Pues no, mis cielas. El dato es falaz.

Dirigió más de cincuenta películas a lo largo de seis décadas. La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas nunca le dio un Oscar, y cuando le preguntaban por eso, él solía decir “siempre novia, nunca esposa”. Cuando en 1968 le concedieron el Premio Irving G. Thalberg, con el que se reconoce a “productores creativos, cuyo cuerpo de trabajo refleje una alta calidad”, subió al escenario con sus pasitos cortos, su gesto adusto y se llevó otro trofeo, el de haber dado el discurso de agradecimiento más breve de la historia: “Thank you, very much indeed(Gracias, muchas gracias por cierto). Y se fue como llegó.

Apareció en muchas de sus películas en cameos, porque le divertía. Como sabía que el público lo esperaba, para que no se distrajeran de la trama, que era lo que más le importaba, hacía su entrada en los primeros minutos de los filmes. Ahí está al paso, pero contundente, por ejemplo, en la oficina del diario de El inquilino (1927), en el subte en Chantaje (1929), fuera del juzgado en Inocencia y juventud (1937) y hasta en un anuncio publicitario de dietas de un diario que flota cerca del un bote salvavidas en el que están los 8 a la deriva (1944).

Otra selección de relatos firmada
Otra selección de relatos firmada por el cineasta.

En las entrevistas y presentaciones públicas nunca hablaba de su vida privada, que era tranquila y rutinaria. Estuvo casado 53 años con Alma Reville, guionista, montajista y asistente de dirección de muchas de sus películas. Desde 1942 hasta su muerte, vivieron en la misma casa en Bel Air, California, y a lo largo de tres décadas fueron a cenar todos los jueves al restaurante Chasen’s, en Hollywood. Tuvieron una hija, Patricia, actriz que participó con un pequeño papel en Psicosis.

Sus fobias y extravagancias sobrias, como tenerle terror a las yemas de huevo, lo precedían. El boceto de su perfil, que se hizo logo junto a sus programas de televisión Alfred Hitchcock presenta (10 temporadas desde 1955) y La hora de Alfred Hitchcock (de 1962 a 1964), había sido una tarjeta de Navidad que diseñó cuando era joven y aún vivía en Inglaterra. Fue, además de todo lo que fue para el cine, un ícono cultural. Lo tenía claro, y le sacó provecho.

Para 1960 era el cineasta más rico del mundo. Fundó su propia productora y vendía su imagen y nombre para acompañar, por ejemplo, posters, cuadros, colecciones de revistas de misterio y antologías de relatos. Incluso las que tienen prefacios supuestamente escritos por él. La selección de Cuentos para leer con la luz encendida (igual que la de Cuentos que mi madre nunca me contó) es fabulosa, con variedad de estilos y temáticas que van de la ciencia ficción a los monstruos, pasando por crímenes, venganzas y hasta pócimas medievales. El conjunto logra un espíritu que combina con la maestría, amor a la trama y morbosidad del rey del suspense. Pero hay que aceptar la contundencia de los hechos: la participación de Hitchcock en estos dos libros que atesoramos en realidad nunca existió.

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