Dejemos a Freud de lado por un momento: ¿por qué despierta tanto interés el vínculo íntimo entre un escritor y su padre? ¿Qué revela de ellos, de nosotros? Los libros sobre el padre son un género en sí mismo. Se han escrito tantos, que plantear una serie es un ejercicio ocioso. Menciono algunos al azar, con el único criterio del gusto: Mi libro enterrado, de Mauro Libertella; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrent; Un comunista en calzoncillos, de Claudia Piñeiro; Patrimonio, Philip Roth. ¿Por qué despierta tanto interés? Quizás porque la respuesta es imposible.
A esa lista infinita se suma un nuevo elemento: en La figura del mundo (Penguin), Juan Villoro indaga sobre la figura de su padre, el filósofo Luis Villoro. El libro es de una sensibilidad bellísima que se mueve en un equilibrio tenso entre la proximidad y la distancia. Luis aparece como un hombre reservado y misterioso, muy poco dado a las muestras de cariño. Pero es esa opacidad, sin embargo, la que lleva a Juan a escribir sobre él. “Me pregunto si la figura paterna me interesaría tanto en caso de haber tenido un padre más abierto y sociable, alguien que no tuviera que ser indagado”, escribe.
Luis Villoro nació en Barcelona en 1922 y murió en México en 2014. Escribió centenares de ensayos. Se dedicó a analizar el pensamiento de Wittgenstein, Descartes y de los pueblos indígenas. Fue miembro del Partido Socialista, fundó la Facultad de Filosofía de Guadalajara, militó en el movimiento estudiantil del 68, fue perseguido, participó en la fundación del Partido Mexicano de los Trabajadores, estuvo vinculado al Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Luis Villoro podía encarnar aquella sentencia de Marx: “Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diversos modos; lo que hace falta, sin embargo, es transformarlo”. Tuvo cuatro hijos.
Juan Villoro es un hombre alto y flaco. Nació en 1956; en poco tiempo llegará a los 70. En los últimos tiempos perdió un poco de pelo, pero sigue luciendo una barba prolija y recortada. Tiene un saco oscuro y un suéter azul. Ha publicado una vastísima obra que incluye narrativa, ensayos, obras de teatro, crónicas, periodismo. Entre sus títulos, se pueden destacar: Llamadas de Ámsterdam, De eso se trata, La utilidad del deseo, 8.8: Miedo en el espejo, ¿Hay vida en la tierra?
Es uno de los escritores más reconocidos y admirados de México. Y, sin embargo, ahora, mientras habla con Infobae Leamos, asoma en él ese chico que se maravillaba con la figura tan elusiva de su padre. “La literatura”, decía María Negroni, “es la continuidad de la infancia por otros medios”.
—La figura del mundo es la biografía de su padre, pero también se puede leer como una autobiografía suya.
—Es una buena consideración. No quise escribir una biografía en forma, porque no estoy capacitado ni tengo la información. Tampoco tengo un entrenamiento de filósofo para ver la parte más plena de su obra. Quise escribir historias memoriosas y situarme como testigo. Inevitablemente, en el momento en el que asumo esa postura, estoy interpretándolo e interpretándome. Por lo tanto, es un libro donde hay cosas de autobiografía, pero es una autobiografía subordinada a la historia de mi padre. Me parece relevante estar ahí, siempre y cuando, eso permita hablar de él.
—En el prólogo dice que, de alguna manera, todo libro es una carta al padre. Por supuesto, esa frase remite a Kafka. ¿Cómo planteó entrar en el género de la literatura sobre el padre?
—El repertorio de los padres es tan grande como puede ser el número de hijos. Cada hijo tiene un padre diferente: cuatro hijos de una misma familia pueden tener un padre distinto, en la medida en que cada uno de ellos construye la identidad de su padre. Hay padres ausentes: la novela más conocida de México, Pedro Páramo, trata precisamente de un padre que nunca estuvo con su hijo, y el protagonista va a buscarlo para un ajuste de cuentas. Hay padres tiránicos, como el de Kafka, justamente. La Carta al padre es un reclamo duro. Borges dijo que el hecho fundamental de su vida había sido descubrir la biblioteca de su padre, lo cual, en sí misma, es una declaración de filiación. Yo, en mis novelas, había escrito de padres con diferentes características. Pero, puesto que mi padre estaba rodeado de libros y eran sus talismanes, la comunicación con él forzosamente tenía que pasar por ellos.
—En el capítulo dedicado al fútbol, menciona una frase Javier Marías, que dice que los partidos son la posibilidad de volver a la infancia una vez por semana. Pero yo quería traer a Javier Marías por el padre, el filósofo Julián Marías. ¿Encuentra una relación entre el vínculo Julián-Javier y el de Luis-Juan?
—Yo fui bastante amigo de Javier Marías. Teníamos muchas afinidades y alguna vez hablamos de esa relación. Él, ya siendo un escritor, vivió durante un tiempo con su padre. Compartían bibliotecas, discutían mucho. Él sentía que su padre había sido maltratado por la opinión pública y la crítica, que no lo habían valorado suficientemente. Tenían una relación afectiva, que también pasaba por los libros. Y a Javier —como a mí— le interesaban las historias privadas. Pero su padre era un hombre de ideas, no de anécdotas. Quizás el gusto de Javier por hacer conjeturas sobre la vida de la gente era una reacción a un padre volcado hacia esa zona de abstracción, que es el pensamiento. Creo que los dos pusimos en tensión esa relación. Javier incluso se refería a su padre como “el señor Marías”. Y mi padre me decía: “Habla tu papá, Luis Villoro”, como si tuviera que presentarse en cada llamada telefónica. Había una formalidad de ser más personaje que persona.
—Otro amigo suyo es Martín Caparrós. Cuando él habla del padre en La voluntad, lo menciona como una persona más. Pero, cuando en otros libros —por ejemplo, El interior— habla del hijo, baja la guardia y se muestra como alguien completamente emotivo. ¿Cómo es usted con sus hijos?
—Una de las razones por las que tardé tanto en escribir este libro es porque tengo hijos. Me he puesto a prueba emocionalmente. No es fácil juzgar o interpretar a tu padre si piensas cómo te pueden interpretar tus propios hijos. Yo he tratado de ser un padre diferente, más emocional y cercano, pero no necesariamente eso te brinda buenos resultados. Yo digo que ser hijo es ser parte del ensayo y el error, porque los padres están improvisando. Ese es un tema que me inquietaba mucho al escribir este libro.
—¿De qué forma?
—Creo que quise hacer una interpretación como hijo, pensando en cómo podía ser visto yo por mis propios hijos. Si hubiera escrito este libro a los 35 años, cuando no tenía hijos, hubiera escrito con dureza sobre ciertas cosas que no me gustaban de mi padre. Ahora, en cambio, escribí de esas heridas —que están presentes en el libro—, pero pensando en que sean cicatrizadas. Esa cauterización proviene de la interpretación, proviene de decir: “No, esto no fue tan importante. Pero también del hecho de que yo mismo estoy siendo juzgado. Del hecho de que yo ya no estoy ante el reclamo de ser el hijo que recibe, sino que también soy el padre que debe dar. Creo que implícitamente la manera de ver a mi padre está influida por mis hijos. ¡O por el temor que les tengo!
—Giralt Torrent termina el libro sobre su padre contando que su hijo va a llevar el nombre del abuelo. ¿Alguno de sus chicos se llama Luis?
—No. Tengo un hijo que no es mi hijo biológico, pero creció conmigo desde los dos años, que se llama Juan Pablo. Lleva el nombre de Juan, pero no se lo puse yo. Y mi hija biológica, se llama Inés.
—Una de las cosas que llaman la atención del libro es que evitó la psicologización de la figura paterna.
—Mi madre es psicoanalista. He vivido en un entorno en donde las cosas se psicologizan en exceso y de manera equivocada. Muchas veces el psicólogo que analiza sus propias pasiones es un poco como el ladrón que asalta su propia casa y no encuentra la clave de la caja fuerte. Yo no quería hacer psicologismo, no quería convertir a mi padre en sujeto de terapia. Por eso, por decir algo, cuando descubro que mi padre no va al fútbol por ser hincha, sino por acompañarme a mí, ese descubrimiento tiene repercusiones psicológicas pero lo dejo exclusivamente en lo narrativo. Que el lector saque sus propias conclusiones.
—En el libro está muy presente la realidad política de México. ¿La vida de los latinoamericanos no puede escapar de la política?
—Si nuestros países fueran prósperos y justos, probablemente no hablaríamos de política. La política es un anhelo, es un deseo, es una conjetura de lo que queremos que suceda. Los latinoamericanos estamos condenados desde hace mucho tiempo a hablar de política. Pero más allá de esta tendencia general, mi padre fue un hombre político. Él estuvo proscrito de Estados Unidos y su mayor timbre de honor era que no lo dejaran entrar al Imperio. Mi padre había apoyado a la Revolución Cubana, había pertenecido a la fundación del Partido Popular Socialista, había ido a Moscú con unas juventudes comunistas. Tenía todas las credenciales para calificar como un presunto enemigo de Estados Unidos. Posteriormente militó el movimiento estudiantil del 68, estuvo a punto de ir a la cárcel. Más tarde se involucró en las discusiones para la reforma política que hubo en México, que puso las bases para una democracia plural. Participó en esta renovación de las reglas de participación política. Contribuyó a fundar el Partido Mexicano de los Trabajadores. Y terminó sus días convertido en asesor del movimiento zapatista. Todo el arco de su vida está marcado por la política.
—¿Cómo trabajó la vida pública y la vida privada de su padre?
—Yo no soy historiador. Yo soy un escritor. Quería hacer una historia pública, que, en el fondo era bastante sencillo, porque estaban todos los datos de lo que él había hecho. Pero vincularla con la vida privada fue más complejo. Entre otras cosas porque mi padre era muy reservado, no contaba anécdotas personales. Indagar este mundo privado era mucho más complejo. El libro oscila entre las razones públicas y las razones privadas que sustentan a esas razones públicas. En ese sentido, es un libro típicamente latinoamericano.
—¿Cómo trabajó con los movimientos estudiantiles del año 68? Ahí menciona como contrapunto el libro de Jorge Volpi, La imaginación y el poder.
—Menciono a Jorge porque él nació en el 68, y entonces no tiene una experiencia propia en tanto memoria. Puede escribir con el distanciamiento del historiador o del crítico de la cultura. Yo, al escribir del 68, quería verme a mí mismo como ese chico confuso de 12 años, que sospechaba del padre porque tenía prohibida la entrada a Estados Unidos. En el colegio y en los medios de comunicación se decía que los comunistas se habían infiltrado en México para impedir las Olimpiadas. Mi padre, para protegerme, no me explicaba nada, y yo pensaba que seguramente era un agente soviético. Desconfiaba un poco de él y, al mismo tiempo, lo necesitaba. Mi padre se quedó en un momento en que podía ser arrestado para no traicionarme y llevarme a las Olimpiadas, que era lo que me había prometido. Sólo al escribir el libro entendí esta valentía, cuando contrasté lo que él había hecho. Quería ser fiel a ese tipo de memoria confusa.
—Alejandro Zambra escribió Formas de volver a casa, donde, de alguna forma, cuenta cómo fue ser un niño durante la dictadura de Pinochet. Ese libro a mí me sirvió para comprender cómo había sido mi infancia en la dictadura de la Argentina. ¿Qué libros le explicaron a usted cómo fue crecer en el 68?
—Además de esa memoria confunda, quería tener la perspectiva de quien desde la distancia dialoga con ese niño y entiende las cosas de otro modo al armar el rompecabezas. Y eso fue posible gracias a los libros. Los más importantes fueron Los días y los años, de Luis González de Alba, que fue uno de los miembros del movimiento; La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, que es un relato coral de todo lo que ocurrió; Días de guardar, de Carlos Monsiváis. Y muchos otros libros de sociología. Yo estudié sociología y el 68 estaba muy presente. Volviendo al tema de la política, la primera vez que vine a Argentina fue acompañando a mi padre en 1974. Mi padre estaba fundando una universidad en México y vino a contratar profesores de Uruguay y de Argentina, que estaban en una muy mala condición económica y política. Yo fui formado, entre otras cosas, por exiliados latinoamericanos.
—Históricamente México fue un país muy receptivo de los exiliados.
—Bueno, hemos tenido a los famosos argenmex. El mejor trabajo que he tenido en mi vida fue un periódico “imaginario” —imaginario porque nunca llegó a salir—. Durante dos años estuvimos planeando el periódico, y mi director era Miguel Bonasso. Yo me formé con periodistas argentinos.
—Retomo la idea de que, si su padre no fuera misterioso, no hubiera escrito el libro. Pero, en un punto, ¿no son todos los padres misteriosos?
—Esa pregunta me intriga mucho. ¿Tú tienes hijos?
—Sí.
—Bueno, yo no sé si tú y yo somos tan misteriosos como fueron nuestros padres. Siento que ahora hay una apertura en donde decimos muchas cosas que yo jamás le oí decir a mis padres. Ese distanciamiento formal que tenían los volvía sujetos no siempre comprensibles. Quizás yo pertenezco a una generación, tal vez la última, en donde los padres eran una zona misteriosa. Y el mío lo era especialmente, porque era por completo refractario a las anécdotas personales. Si le preguntabas algo, te decía: “Pero ¿por qué te interesa eso?”, y cambiaba de tema. En ese sentido, era particularmente enigmático y eso me motivaba mucho. Es como cuando estás haciendo un reportaje periodístico y nadie quiere hablarte de un tema y te cierran todas las puertas. Donde se cierran todas las puertas hay una noticia. El secreto estimula la elocuencia. Y tener un padre de secretos, estimulaba la elocuencia del hijo.