Magdalena Fleitas es una mujer con la agenda apretada, pero actitud amorosa. Una de las artistas más reconocidas de la música infantil y creadora del Centro Cultural “Risas de la Tierra”. Como cientos de miles de mujeres atravesó un largo e intenso camino hasta lograr tener un hijo.
De chica soñaba con tener un orfanato; siempre se imaginó rodeada de niños. Pero, a medida que pasaban los años durante su adultez, iba eligiendo senderos que se bifurcaban de la posibilidad de su maternidad. Y, cuando se detenía a pensar, se reconocía descreída del matrimonio y del modelo tradicional de familia.
Su vida estaba dedicada a sus actividades ligadas a la música y a la infancia, repleta de obligaciones laborales y de eventos que la hacían feliz. En ese entonces estaba segura de que iba a lograr todo lo que se propusiera, siempre. Abrazaba el ideal de fortaleza femenina y pensaba que, como ella, todas podían con el mundo si se lo proponían.
“De alguna forma descalificaba a las débiles, a las que no podían. Tenía un discurso muy ligado a lo masculino, muy seguro para muchas cosas. Hasta para hablar de lo vulnerable, de mi propia vulnerabilidad”, rememora. A los 36 tuvo un desarreglo hormonal y durante dos meses menstruó cada quince días. Su médica clínica la encaró:
–¿Qué pasa con la maternidad, Magda?
–Bueno, me encantaría… pero tampoco quiero salir atrás de un hombre para tener un hijo –se atajó.
Ella quería que ese hijo soñado fuera el fruto “de una buena pareja de amor” y no de su “desesperación” por ser mamá. Ahora recuerda que lo contaba y todos decían: “Qué madura”. Pero eso también tenía una sombra, algo de mucha sobreadaptación, siente.
La médica hizo un silencio y le dijo: “No elijas desde la discapacidad. No elijas desde el miedo de no armar pareja o desde no estar enfrentando el tema con lo que realmente te importa. Te lo digo por experiencia propia. No elijas desde la omnipotencia, porque sentirte omnipotente es una discapacidad. Andá a terapia y hablá del tema”.
Su médica le contó su propia experiencia. Había empezado a buscar a los 39. Perdió tres embarazos, pasó por varios tratamientos de fertilidad, pero nunca pudo tener un hijo. Magdalena salió de ahí conmocionada y encaró el tema con su psicóloga. Fueron intensos meses en los que habló de por qué no encontraba un hombre con quien formar una familia, cuestionó sus miedos y discutió con la idea de sentirse más allá de la pareja. En eso estaba cuando “algo se destrabó” y conoció a Luis. Dos años después, empezaron a buscar un hijo.
A los dos meses, quedó embarazada. Se alegró de que fuera tan pronto, aunque en el fondo ya lo sabía: las mujeres de su familia eran fuertes y sanas. Sin embargo, en la semana nueve, cuando estaban de vacaciones, empezó a tener pérdidas, algunas manchitas que se fueron haciendo manchones. Unos días después fueron a la ciudad a hacerse una ecografía y vieron que el embrión no latía, que el embarazo se había detenido.
“¿Cómo? Esto no les pasa a las mujeres fuertes y sanas”, se dijo. Nadie te prepara para ese momento. Era la primera grieta en su piso de hormigón. Fue a visitarlos una pareja amiga para acompañarlos y en medio de días y noches en los que la charla y la guitarra intentaban ponerlos en una frecuencia más amena, las contracciones la fueron asaltando. Magdalena atravesó aquel dolor físico y emocional, todo revuelto por su perplejidad.
Expulsó el embrión de su cuerpo, pero eso no le bastó. Lo puso en una cajita áspera y entre lágrimas y una melodía cantada a cappella con su voz dulce, lo enterró en el bosque y le dijo adiós. “Lloré, canté, pedí que ese bebé se fuera con bendiciones y me ayudara a recibir otro bebé”.
Luis, su amoroso compañero en todo este camino, insistió en que los dos eran “grandes” (ella estaba arañando los 40 y él, por los 50), en que no había tanto margen de tiempo y en que lo mejor era hacerse exámenes médicos para comprobar que todo estuviera bien. Así llegó a una médica recomendada por varias de sus amigas. Llegó llena de resistencias.
Se hicieron estudios y descartaron cualquier problema médico. Dejaron pasar un par de meses y volvieron a buscar. Al poco tiempo, descubrió que otra vez estaba embarazada. Transitar este nuevo embarazo después de la pérdida significó ir paso a paso, día a día, como un aprendiz de equilibrista. El temor avanzaba a medida que se iba acercando la fecha de la pérdida anterior. Era necesario atravesar ese mojón.
En la semana nueve otra vez aparecieron las manchitas. Esos días su abuela Delfina, madre de ocho hijos, matriarca de una gran familia, formuló su nombre completo y le dijo como quien reta a un niño obstinado: “Bueno, Magdalena, si lo perdés, volvés a intentarlo”.
-Y yo pensé: “¡Qué dura es mi abuela! ¡Qué rígida!”. Sentí que eran muy fuertes sus palabras. Para mí no era lo mismo perderlo o no, pero con el tiempo entendí que lo que me estaba proponiendo era una manera más práctica de vivir el proceso de un embarazo. Por un lado, significa aceptar que estás vulnerable, escucharte que querés llorar, que necesitás contención, que no es un proceso fácil. Pero también, es pensar que lo han vivido millones de mujeres, que podés seguir adelante, que no te vas a inundar y a hundir en esa experiencia.
[…] Si escucháramos más historias de mujeres, si habláramos más de nuestras pérdidas, podríamos suavizar el miedo, el desconcierto, tener un marco de contención para comprender el proceso de la vida. Dejar de pensarlo con omnipotencia y entenderlo como algo más impredecible, como un misterio, también como un milagro. Pensar la maternidad como algo mucho más largo y difícil que la fecundación, que el test positivo. Estar preparadas para lo que pueda suceder.
Cuando fue a hacerse la ecografía, unos días después, le dijeron que era un embarazo sin embrión; el saco gestacional estaba vacío. Al poco tiempo, desenfundaron sus estudios en otro consultorio.
–Sacá esa carpeta de acá –los sorprendió la genetista–. Una de las dificultades que tienen las personas que buscan un bebé es que van acumulando una historia clínica demasiado exagerada que es proporcionalmente directa al miedo que van sintiendo.
Lo que trataba de decirles esa doctora era que no había ninguna causa aparente, y que seguían estando dentro de las estadísticas; que habría análisis, pero que bajaran la ansiedad. A los pocos meses, el test casero volvió a dar positivo.
Inundada del deseo de que llegara ese hijo, Magdalena estaba acentuando sus prácticas de meditación, sus rituales energéticos y espirituales guiados. Esta vez enfrentó las semanas nueve y diez con serenidad, en su casa, haciéndose el hueco en su vida “para que ese bebé sintiera que era totalmente bienvenido” y se afincara con ganas. Las pasó sin pérdidas. Ella, él y su médica estaban exultantes. Le puso el nombre de su papá, que había muerto hacía seis meses y al que aún estaba despidiendo. Pero al poco tiempo, el embarazo volvió a detenerse.
Fue devastador. Para ambos. Lo despidieron con otro íntimo ritual de amor, al mismo tiempo que decían palabras sagradas para ellos y cantaban una canción de despedida.
“Me sumergí en la meditación -cuenta - intentando habitar mi útero, sentir que era confiable, que también podía maternarme a mí misma y sanar las heridas de mi propia infancia. Fue muy profundo. No tiene nada que ver con algo new age. Visualicé mi útero como un espacio amplio, cálido. Entendí que tenía que hacerle espacio a esa maternidad y vivir los embarazos que pasaron de una forma luminosa, no desde las sombras ni desde el miedo. Y entonces sentí que esas tres pérdidas no eran una amenaza, que eran tres enormes ilusiones y proyectos de vida que habían tenido un tiempo corto, pero que de todas maneras habían sido estrellas de amor y me habían hecho crecer. Y lloré como nunca antes había llorado”.
Tres semanas después del retiro de yoga, quedó embarazada. El embrión prosperó día a día, mes a mes, hasta ser Vicente. Unos años más tarde, llegó Santiago.
Hoy les dice a otras mujeres que están pasando por búsquedas difíciles: “Maternate a vos misma, armate el nido, tenete paciencia, sé más dulce con vos. Cada experiencia es única, cada mujer debe buscar lo mejor para sí misma y alejarse de los dogmas. Hay un conocimiento de las mujeres en masa, un murmullo de voces amorosas que vale la pena escuchar. La maternidad está llena de misterios. Unir dos mundos, cualesquiera que sean, sigue siendo algo mágico.”
Hoy su vida está volcada al arte y con su historia compone las canciones. “La luna de Candela” y la más reciente “Canción para un buen viaje” (cantada con Marta Gómez y que puede escucharse en Spotify) muestran la sensibilidad de las experiencias vividas y acompañan los duelos y los tránsitos de otros hacia el fin de de vida.
Magdalena reflexiona: “Pero no todo termina ahí, cuando se logra el nacimiento”. Suele ver en su trabajo madres y padres que pasaron por muchísimos tratamientos de fertilidad y cuando ese hijo nace, dejan de estar disponibles, a la defensiva de que ese hijo no les quite sus espacios personales. “Hay algo muy altruista en la maternidad. En mi caso me hizo ir más profundo, aprender de lo que significa entregarse plenamente a otro, comprender la enorme dimensión de la crianza, de la felicidad, la maravilla que se nos presenta”. Esa profundidad, siente, la hizo crecer.
Esta historia, contada más extensamente, es una de las once que componen el libro “El deseo más grande del mundo” que puede descargarse gratis desde la plataforma Bajalibros clickeando acá.
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