“Acompaño personas a morir y a vivir, usando las palabras en todas sus versiones”: así se define la argentina Guadalupe Colombo Paz, psicóloga y actriz que siempre buscó un puente entre el arte y la terapia. Su nuevo libro, Intersticios, parte de su trabajo como acompañante de pacientes oncológicos y su relación con su propia maternidad para “entramar preguntas para seguir jugando mientras construimos alguna respuesta”.
Escribe la autora: “Tener una hija es una experiencia majestuosa. La cultura celta, el teatro japonés, la Segunda Guerra Mundial, la vida de Jung, los ensayos de Siri Husdvet, las poesías de Pizarnik, cómo hacer para que no me muerda un perro, miles de cosas me interesaban más que la maternidad. Aquí comparto mi forma de comprender este delirio: que, de una célula y otra célula y mil movimientos celulares, más pim pum pam, pueda hoy hablar de Alba. Y de mí”.
Intesticios, editado por Las Gauchas, podría ser considerado como parte de la actual literatura del yo, es decir, aquella que parte de la experiencia real de quien escribe. Pero Colombo Paz logra trascender su propio punto de vista hasta poner el foco en aquellos inadvertidos intersticios que dan título a su libro.
Escribe su editora, Julieta E. Santos: “Con un celular en la mano y su hija a upa, se ocupó de registrar lo que es realmente importante. Ser madre, ser mujer, ser profesional, ser hija, son los temas que Guadalupe nos comparte no con certezas, sino con la convicción de la búsqueda. En este libro, cada palabra es una puntada y también una melodía, un gesto, un guiño”.
“Intersticios” (fragmento)
Hace cuatro años entró en mi consultorio una chica de 19 años. Hermosa, morocha, de pelo recién crecido post quimio. Sus ojos negros, los labios gruesos y la sonrisa tensa, me hicieron pensar en Blancanieves.
Estaba enojada por muchas cosas.
El cáncer es una enfermedad que a veces da tregua. En una de esas pausas se creyó curada así que dejamos de vernos. El cáncer también busca la distancia exacta con sus víctimas. A veces no queda conforme y vuelve. Y volvió.
En esa época, para atender a mis pacientes yo alquilaba un altillo pequeño en un centro kinesiológico. Abajo los cuerpos se movían, había música de radio. Al subir la escalera de madera ruidosa, tras mi puerta, reinaba el silencio. La pared-ventana daba al lago. Solo había espacio para dos sillas, algunos almohadones, una violeta de los Alpes, pañuelos descartables, una vela aromática y la biblioteca.
Adoraba atender ahí. A la hora de trabajar, siempre preferí subir escaleras para encontrarme con el inconsciente de mis pacientes. Creo que esa búsqueda arqueológica por momentos te eleva. Como buena actriz que devino en psicóloga, necesito saber si el espacio que brindo es de ayuda o no, mueve o aquieta, aburre o modifica. Hay pacientes con los que las señales son claras.
Con Blancanieves, no. Siempre que se iba me quedaba con una sensación amarga, sintiendo que no volvería. Hacer terapia implica dejar que llegue la aparición, desarmar, soltar la resistencia. Por eso trabajo con la rendición de la gente y con la mía propia. Pero con ella siempre estuvo por delante la tensión.
Vino otra tregua. Vendieron el centro kinesiológico. Busqué un nuevo espacio, escaleras arriba. Me embaracé y trabajé muchas horas. Mientras crecía mi panza, atendía de la mañana al atardecer, fui a ver gente a domicilio, andaba siempre de acá para allá, incluso los fines de semana y en horarios insólitos.
Algo me impulsaba a seguir, era como un saber ancestral que me daba energía pese a las náuseas, el peso, la carga emocional. Algunas personas amigas me preguntaron si no temía por la influencia de todo lo que escuchaba de esa gente sufriente, en varios casos muriente, si no creía que eso podía provocar algo malo en mí, en mi hija en gestación.
La verdad es que, en vez de molestarme, me entusiasmaba este cuestionamiento porque me permitía desarrollar mi pensamiento. Ya nos estábamos conociendo con Alba, aún en mi panza, y esta era su mamá, una que atiende gente que puede o que va a morir, que se ríe, se emociona, se entristece con ellos.
El yo se expresa a través de los demás. Cada vez que salía del consultorio le hablaba a Alba sobre las personas que habíamos visto, le contaba quiénes eran mientras volvíamos a casa. Una vez una paciente me dijo, tocándome la panza, “ya reconoce mi voz”. Fue una gran experiencia hacer mi trabajo con mi hija creciendo en mi interior. Me hizo feliz hacerlo y algo de toda esa gente debe haber quedado en ella.
El avance de mi embarazo ya no me dejaba estar sentada cómoda en mi sillón de terapeuta. Blancanieves volvió. Me contó que no iba a poder ser madre, que, si bien no era algo en lo que estaba pensando ahora, sí era un deseo a futuro. Cuando la escuché, la panza se me puso dura. Quise esconderla. Me sentí culpable.
Salí conmovida. Dudé si era yo quien podía seguir atendiéndola. Odié mi felicidad.
La siguiente tregua la trajo Alba. Cuando nació derivé a mis pacientes y creí que ese había sido el final entre ella y yo. Pero ni bien se enteró que retomaba el consultorio, Blancanieves me llamó. ¿Qué le daba este vínculo conmigo? ¿Por qué volvía? Seguimos.
Hace poco me llamó el oncólogo. Me pidió que estemos juntos en la reunión con Blancanieves y sus padres, había que darle una mala noticia. Ese día Alba tenía fiebre, la dejé abrigada, con el fuego prendido y sonriente en brazos de su padre. Me alejé de ese calor.
Mientras las ruedas de mi auto me llevaban bordeando el lago, me imaginaba el auto de ella, ya manejado por su madre o padre porque su estado le impedía hacerlo sola, yendo al encuentro de la noticia que íbamos a darles. Ellos también iban bordeando el lago, pero desde la otra punta. Geográficamente, la imagen era perfecta. No podía dejar de pensar cómo la vida de los integrantes de ambos autos iba a cambiar para siempre, no podía dejar de imaginarme a Blancanieves chiquita, siendo una beba regordeta al cuidado de su madre y su padre, esos que hoy la llevaban al encuentro de su destino.
Blancanieves murió hace cuatro días. Me enteré mientras terminábamos de cenar. Dejé todo y fui a su casa. Estaba en su cuarto, rendida finalmente, pero llevándose sus secretos, mis preguntas, su timidez. Durante el rato que estuve ahí pensé nada más que en ella, nada me distrajo. Se murió sin darse cuenta y eso fue exactamente lo que ella quiso. Pese a mis intentos de hacerla concientizar, ayudarla a aceptar, liberar. “Basta”, parecía decir su cuerpo mudo. ¿Cuánto no pude saber?, ¿cuánto no supe?
Sin saberlo prendiste las primeras luces de mi pregunta.
¿Qué es ser madre?
Es algo de todo lo que me dejaste.
Rendirse implica trabajo, es estar con lo que sos, sin máscaras, Blancanieves lo logró en sus últimos meses, se entregó a ella misma, bajó sus defensas, las que le impedían decir lo que tenía bien adentro y descubrió placer en dejarse llevar, aunque le costara. Y fue ella, auténticamente ella.
Yo también me rendí. Fue justo el proceso. Me doy cuenta que ya no me importa saber si fui o no fui buena terapeuta, sé que nos rendimos juntas cada vez. Ser auténtica es incluir lo que te pasa y eso demanda trabajo. Lo aprendimos juntas.
Quién es Guadalupe Colombo Paz
♦ Nació en Bariloche, Argentina, en 1982.
♦ Es escritora, psicóloga y actriz.
♦ Actualmente trabaja en el equipo de cuidados paliativos del hospital público de la ciudad, en el centro de radioterapia, en la Fundación Ideas Paliativas en Acción y en su consultorio privado.
♦ Intersticios es su primer libro.
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