Hay un debate entre los científicos dedicados a estudiar el comportamiento de los animales en relación a su entorno -llamados etólogos- que parece difícil de saldar: ¿cambian los animales tan rápido como cambian los humanos o, más bien, lo que cambia es nuestra manera de verlos y representarlos?
En su nuevo libro, Cuando el lobo viva con el cordero, la filósofa francesa Vinciane Despret analiza las formas en las que, cada uno con sus particularidades, tanto humanos como animales se transforman mutuamente en “una historia de intercambios de propiedades, de activación de competencias y movilización de voluntades, de cambios de hábitos y de prácticas”.
“Nosotros cambiamos, ellos solo cambian a través de nuestras representaciones. Nuestra es la historia ajetreada, suya la historia larga y fría de la evolución; nuestra la cultura y sus múltiples transformaciones, suyos los invariantes y la estabilidad del instinto. La historia del animal es siempre una historia pasada”, escribe Despret, especialista en historia de la etología y de las relaciones entre humanos y animales.
Editado por Cactus, que publicó otros libros de la autora como ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos las preguntas correctas? y Habitar como un pájaro, Cuando el lobo viva con el cordero es una oda al cambio que incluye loros neozelandeses que pasaron de ser una atracción pintoresca y amigable a “terroristas urbanos” y “asesinos viciosos”, babuinos “devenidos verdaderos expertos en allanamiento de morada”, delfines cuya ayuda es clave en el tratamiento de niños autistas y hasta cuervos “criminales” amigos de los lobos.
Así empieza “Cuando el lobo viva con el cordero”
En los suburbios de Brasov, en Rumania, en el lindero del bosque, los osos se habituaron, durante sus expediciones de pillaje a los tachos de basura, a mezclarse con la población local. Poco a poco, el espectáculo se convirtió en una auténtica atracción para los habitantes y los turistas.
A fines de los años 1990, los investigadores del Carpathian Large Carnivore Project organizaron una encuesta local para preguntarles a los lugareños si querían deshacerse de esos visitantes relativamente imprevisibles. Las respuestas fueron en su mayoría negativas.
Algunos científicos de esta misma organización se encargaron de la observación de la evolución de este nuevo tipo de cohabitación. Notaron que el número de osos y de personas presentes iba aumentando; las distancias, a la inversa, iban disminuyendo, oscilando en promedio entre diez y dos metros. Los osos huyen cada vez menos de las personas y estas se acercan cada vez más para alimentarlos, acariciarlos, o cuando se ponen demasiado cargosos, para ahuyentarlos.
Según el etólogo Gilles Le Pape, los lobos que llegaron a los Alpes franceses poco tiempo antes, no tardaron en modificar sus hábitos: incorporaron perfectamente su estatus de especie protegida y manifiestan una audacia que no se les conocía. En los rebaños que no están protegidos por los perros, atacan a los corderos a plena luz del día, bajo las narices de los pastores, tan sorprendidos como impotentes.
En Arabia Saudita, en la misma época, los babuinos se volvieron los nuevos protagonistas de una versión renovada del cuento Ricitos de oro y los tres osos, salvo porque el protagonista principal de la historia esta vez es un primate no humano –y porque los humanos son las víctimas del huésped clandestino–. Los babuinos, devenidos verdaderos expertos en allanamiento de morada, entran a los apartamentos, localizan la heladera y se entregan a los placeres de comer sin pagar.
¿Cómo es que los loros keas de Nueva Zelanda, localmente célebres por su inteligencia, curiosidad, su sentido de la exhibición y gusto por las payasadas y las situaciones graciosas, se volvieron en algunas décadas, por un lado, terroristas molestos y, por otro, asesinos viciosos a cuyas cabezas había de hecho que ponerles precio rápidamente?
Antes de que las cosas se pusieran feas, los keas eran pájaros apreciados por sus travesuras –fueron descriptos como jugando constantemente, simulando batallas, a veces incluso con objetos, como si se tratara de un compañero; hacen rodar piedras, dan volteretas, y bailan juntos cara a cara dando pequeños saltos–. A partir de cierto momento, las descripciones cambiaron: los keas se habían vuelto una auténtica plaga.
¿Se habrán transformado acaso nuestras representaciones –o más bien, las de los neozelandeses– de manera análoga, pero inversa, a la manera en que los monos pudieron parecer feos y desagradables para el siglo pasado y adquirir, durante estas últimas décadas, semejante capacidad para conmovernos? Evidentemente, considerar esta posibilidad no tiene nada de absurdo.
Pero considerar solamente esta posibilidad daría cuenta más bien de uno de nuestros reflejos a propósito de los animales: nosotros cambiamos, ellos solo cambian a través de nuestras representaciones. Nuestra es la historia ajetreada, suya la historia larga y fría de la evolución; nuestra la cultura y sus múltiples transformaciones, suyos los invariantes y la estabilidad del instinto –si cambian, sería más bien bajo el modo de la transición de una especie a otra, donde la primera desaparece dejando paso a la especie descendiente–. La historia del animal es siempre una historia pasada.
Ahora bien, lo que nos enseña el kea cuenta una historia completamente diferente, que no es ni del todo nuestra ni totalmente suya. Han devenido terroristas urbanos, no solo porque los humanos les dieron la oportunidad, sino porque esa oportunidad los ha transformado.
No hay un solo auto que no sea víctima de su frenesí de desmantelamiento pieza por pieza; una antena de televisión que no constituya la oportunidad para su genio en el bricolaje; una habitación que no esté amenazada regularmente por una visita: vajilla rota, cortinas descosidas, objetos desmantelados con la mayor diligencia. Se podría decir de los keas lo mismo que decía Bernd Heinrich de sus cuervos en cautiverio: actúan como el famoso elefante en un bazar, salvo porque lo hacen con mucha más paciencia y prestando una atención más constante a los detalles.
Desde luego que, como muchos otros animales de naturaleza curiosa, seguramente los keas siempre pusieron su ingenio y la fuerza de sus picos y patas al servicio de exploraciones bastante devastadoras –un poco como los niños demuestran que son talentosos adeptos al descubrimiento a fuerza de autopsias a muñecas y desmantelamiento de autos–. En eso no cambió nada.
Lo que cambió son los recursos que comenzaron a tener los loros, que crearon nuevas ocasiones para los voladores revoltosos; pero esas mismas ocasiones han transformado a los loros. Pues a medida que aparecían en su ambiente objetos cada vez más numerosos y dignos de exploración, a medida que podían enfrentarse a un material cada vez más sofisticado, la tenacidad destructora, el gusto y los talentos para llevarla a cabo, aumentaban entre los keas. Devinieron auténticos expertos en las técnicas humanas.
La conversión del payaso en terrorista urbano había sido precedida por otra, igual de problemática: apacibles comedores de miel y de frutos se metamorfosearon en bárbaros sanguinarios que atacaban, esta vez, a los corderos vivos. Aquí, otra vez, la ocasión hizo al ladrón.
Los corderos fueron introducidos en Nueva Zelanda por los europeos a mediados del siglo XIX. Los problemas comenzaron cuando, hacia 1867, los corderos presentaron síntomas de una enfermedad tan extraña como inédita: heridas del tamaño de una mano marcaban la cintura de muchos de ellos en la zona de los riñones. No hizo falta mucho tiempo para comprender los orígenes de esta misteriosa enfermedad: agarraron a los keas con las manos en la masa, o más bien el pico en la carne, intentando arrancarle al animal un trozo de extraordinaria frescura. Los criadores le pusieron precio a la cabeza de los keas: se ofrecían 3 chelines por cada una.
Los naturalistas se pusieron manos a la obra para intentar comprender cómo un inocente frugívoro podía haber devenido ese carnívoro sin escrúpulos. Las hipótesis abundan: los keas exploran todos los objetos, hicieron lo mismo con los corderos y habrían descubierto un gusto por la carne, y más particularmente por los riñones. Otros consideran que al principio se trató de un trágico malentendido: podría ser que (para un loro) la lana de los corderos se confunda con el aspecto lanudo de una planta particular –llamada, por cierto, cordero vegetal– cuyas vainas abren habitualmente los loros para sacarles los granos. Por supuesto, los loros deben haberse dado cuenta del malentendido; pero lejos de verse incitados a corregir ese trágico error, parece que perseveraron en lo que se volvió un hábito lamentable.
Si estos hábitos los ponían en peligro en los campos desde hacía casi un siglo, los keas podrían haber encontrado un refugio cómodo en las ciudades, llenas de atractivos y de recursos alimentarios. Pero sus extravagancias recientes los convertían allí también en enemigos. Su supervivencia se volvía cada vez más problemática. Comenzó a temerse –o esperarse, según los protagonistas– que desaparecieran completamente de los paisajes de Nueva Zelanda.
Algunas voces se elevaron en su defensa: los keas tenían que seguir siendo el orgullo de los neozelandeses; sus acrobacias públicas y sus travesuras tenían que compensar los disgustos por las antenas de televisión robadas, los autos desmantelados, las habitaciones saqueadas o los corderos amputados de un riñón, con la condición de que se encuentren soluciones que vuelvan menos problemática la cohabitación.
Se emprendieron campañas para modificar el comportamiento de los humanos, esperando modificar el de los loros: se cerraron los basureros públicos que los atraían a los centros urbanos, se raparon los corderos, lo cual limita la posibilidad de que los keas se agarren a su víctima (o, según las versiones, permite evitar los “malentendidos”), se ofrecieron indemnizaciones a los criadores. Si los habitantes aceptaban hacer el esfuerzo de no alimentarlos, y si los basureros estaban cerrados, la ciudad ya no representaría tanta atracción para colonias enteras. Algunos keas podían ser admitidos como ciudadanos urbanos; los demás solo tenían que volver a sus montañas. Entonces los disgustos podrían volverse de nuevo soportables: los humanos aprendieron el arte del compromiso. El futuro nos dirá en qué medida los keas son capaces de hacerlo.
También otros animales conocieron una transformación espectacular. Pensemos por ejemplo en el delfín, un animal otrora degradado y que a fines del siglo XX deviene lo que Dominique Lestel llama un “animal de compañía colectivo”, es decir un animal que desarrolla una multiplicidad de vínculos muy estrechos con el humano, pero que no pertenece a ningún hombre en particular.
Algunos lugares de encuentro, como la playa Monkey Mia en Australia, atraen a millares de visitantes que llegan para ver y tocar a los delfines. Por otra parte, a lo largo de estos últimos años, se han creado dispositivos que reclutan delfines terapeutas para que brinden cuidados a niños autistas. Los delfines adquieren en ellos nuevas propiedades o nuevas competencias, particularmente la de dejar a los humanos todavía más perplejos respecto de las definiciones de lo que se llama el arte de curar.
Con el impulso de psicólogos y primatólogos, los monos se pusieron a hablar utilizando unas veces teclados de símbolos o computadoras, otras veces una lengua de señas. Al entrar en el espacio del lenguaje, quizá rompieron un doble pacto: el que habíamos convenido (entre nosotros) y que estipulaba que éramos los únicos seres lingüísticos; y tal vez también, aunque sea menos probable, el que habían celebrado entre ellos según una vieja leyenda africana: nunca les mostremos a los hombres que sabemos hablar, nos van a poner a trabajar. Se puede pensar que el porvenir les dio la razón a sus temores.
Quién es Vinciane Despret
♦ Nació en Anderlecht, Bélgica, en 1959.
♦ Es filósofa de la ciencia.
♦ Se especializa en historia de la etología y de las relaciones entre humanos y animales.
♦ Escribió libros como Habitar como un pájaro, A la salud de los muertos, Autobiografía de un pulpo, ¿Qué dirían los animales...si les hiciéramos las preguntas correctas? y Cuando el lobo viva con el cordero.
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