El trato más dulce, la nueva novela de la escritora chilena Amanda Laneley, es una comedia romántica con tres ejes centrales que logra entretejer a la perfección: humor, erotismo y autosuperación.
La protagonista de esta historia es Lucy, dueña a sus 30 años de una reconocida consultora que asesora emprendedores. A pesar de ser una profesional exitosa, su vida personal no sigue el mismo rumbo. Su novio la dejó por otra y, cuatro años después, todavía no puede superar esa separación.
Desde ese entonces, sin poder soltar a su última relación, su autoestima fue empeorando a medida que el espejo le fue dejando de mostrar la imagen que ella quería ver. Y cuando una anciana en el parque la confunde con una embarazada, decide finalmente anotarse en un gimnasio para revertir esa situación. Pero allí se enamora no de uno sino de dos personal trainers. Aunque de eso se irá dando cuenta a medida que la novela avanza.
Porque, a pesar de hacer un trato con uno de ellos para enamorar al otro a cambio de ayudarlo con su emprendimiento, las cosas se complican, como no podía ser de otra forma en una comedia romántica. El trato más dulce, editado por V&R, es una de esas novelas que prueban que “un tropiezo inicial puede ser el primer paso del camino más interesante”.
Así empieza “El trato más dulce”
Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas
–Por favor, finja que está hablando conmigo –supliqué a la desconocida sentada a mi lado.
Había llegado a esa plaza hacía cinco minutos a tomar aire luego del taller de negocios que acababa de dictar. Buscando el silencio, me senté en una banca al lado de una abuelita que leía una revista, la misma señora que ahora me miraba como si yo estuviera loca.
Estaba frotándome las sienes para disolver un repentino dolor de cabeza cuando, de pronto, lo vi.
Alan.
Alan y Carolina. Maldición. ¿Por qué? ¿Por qué? Había dejado de ir a todos los lugares donde podría topármelo. ¿Por qué tenía que aparecer justo ahora y, encima, acompañado de ella?
–Hábleme de algo, se lo suplico –murmuré de nuevo a la abuelita.
Su mirada confusa me observó a través de los lentes antes de mirar a un niño que se columpiaba a unos metros de donde estábamos sentadas.
–¿De qué quieres que te hable? –preguntó con nerviosismo. –De cualquier cosa, de lo que sea. –Incliné la cabeza de modo que el cabello me tapara el rostro. Qué vergüenza; seguro me veía igual que la niñita mala de una película de terror–. Es solo para que no me vean.
Ella siguió la dirección de mi vista y sus ojos cayeron sobre la sonriente pareja que en cualquier momento pasaría al lado de nuestro asiento. Pareció comprender.
–Este… bueno, el niño que está allí es mi nieto –dijo. –Ajá, muy bien. –Se me apretó el estómago al escuchar la voz de Alan. Estaba a metros de nosotras; cerca, muy cerca–. Hábleme de su nieto.
No capté nada de lo que dijo. Solo oí los pasos de Alan y ella acercándose. Dejé de respirar cuando pasaron delante de nosotras. Únicamente volví a tomar aire cuando las pisa das se desvanecieron.
–¿Se fueron? –susurré.
–Sí. No creo que te hayan visto.
Me giré y eché un vistazo furtivo a la pareja que ya se encontraba en la otra esquina. Solo entonces me erguí sol tando una exhalación de alivio. Me aparté el pelo del rostro y agradecí a la señora por su ayuda.
–No hay de qué –respondió ella, dándome una mirada compasiva–; es el deber de una mujer ayudar a otra, especialmente a las de tu estado.
–¿Mi estado? –repetí sin tener idea a lo que se refería. –Estás embarazada, ¿no? –preguntó señalando mi estómago.
¡¿Qué?!
Las únicas maneras de embarazarse eran por acción en la cama (que no tenía hace años) o por gracia divina. Da da mi pésima suerte con los hombres, incluso encontraba más probable la segunda. La pregunta era graciosa de una manera irónica, pero no me reí; al contrario, se me llenaron los ojos de lágrimas.
–¡Uy, perdona! –se apresuró a decir ella, dándose cuenta de que se había equivocado–. Es que yo te miré y pensé… La tranquilicé diciéndole que no importaba, que un error lo cometía cualquiera, pero ambas estábamos horriblemente incómodas. Casi de inmediato ella se despidió de mí, tomó la mano de su nieto y abandonó la plaza. Me puse a llorar tan pronto me quedé sola. Como siempre lloré por Alan, porque aun después del tiempo que había pasado y del daño que me había hecho, todavía no era capaz de superarlo. También lloré por mí. ¿En qué minuto me había descuidado tanto que incluso daba la impresión de estar embarazada?
Cuando era adolescente ya me veía rellenita (o “saludable”, citando a mi abuela), pero a mis veintinueve años pesaba más que en ese entonces. Doce kilos extra tal vez no sean tantos, pero cuando se te acumulan en la zona del abdomen dentro de un escaso metro cincuenta y ocho, la cosa cambia.
Al llegar a mirarme al espejo de mi casa, descubrí que el resto del panorama no era mucho mejor. Mi pelo castaño caía interminable y sin forma como por mandato bíblico y mi piel, antes de un lozano blanco, ahora estaba opaca. Mis ojos cafés habían perdido todo brillo. Increíble que ese fuera el mismo rostro que Alan dijo alguna vez que era precioso.
Lucía, eres muy joven para verte como la versión triste de una panadera de los Alpes, me dije, consciente de que había tocado fondo.
Estaba harta de que la ropa me apretara, de odiar mi imagen en las fotos, de cansarme por cualquier cosa, de sentirme pesada e incapaz de gustar a ningún hombre. Ya había sido suficiente. En ese instante, me prometí volver a sentirme bien conmigo misma. Fue esa decisión la que me llevó a conocerlo a él.
Situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas, me dije para darme ánimos frente a la puerta del gimnasio.
Odiaba los gimnasios. En realidad, nunca me había inscripto en ninguno, pero los detestaba igual. Tanta gente esbelta y sudada, como salida de un videoclip de Enrique Iglesias, me causaba desconfianza. (Y me acomplejaba, para qué negarlo). Aun así, tomé la decisión de matricularme; era la única opción que me quedaba que no fuera hacer dieta. Me negaba a renunciar a las rosquillas. Iban a tener que acusarme de estar esperando trillizos antes de pensar en dejarlas.
Elegí el gimnasio del Parque Araucano, a tres calles de mi edificio, y partí a inscribirme una soleada mañana de primavera. Nadie que no haya visto Santiago despertar después de un día de lluvia sabrá lo bella que puede ser esta ciudad. La cordillera ese día se alzaba imponente y nevada en medio de un despejado celeste. Las hojas de los árboles se mecían al compás de una brisa fresca con aroma a cerezos en flor. La atmósfera era tan tranquila que cual quiera habría podido imaginar que estaba en un encanta dor pueblito cordillerano de no ser por los destellos de los rascacielos que bordeaban el parque.
Al ingresar, pregunté por los programas de entrenamiento a una chica delgada. Ella me condujo a su escritorio y me mostró los planes. Sus precios eran acordes a unos de los gimnasios más exclusivos del país. Por suerte, el dinero no era un problema. Hacía tres años había fundado una exitosa consultora de negocios junto a dos amigos; nos iba tan bien que incluso estuvimos nominados al premio nacional de emprendimiento. Nada nos gustaba más que ayudar a nuestros clientes a llevar adelante sus empresas.
–Espérame un minuto para traer a un profesor que te muestre el gimnasio –dijo la chica, levantándose de su asiento.
Volvió acompañada del hombre más hermoso que había visto en la vida. Y no, no sentí mariposas ni me flaquearon las rodillas, pero sí que me quedé muda de la impresión. Nunca había visto un hombre tan guapo (Chris Evans en Capitán América no cuenta, me refiero a en vivo y en directo). Era alto, altísimo, debía medir por lo menos un metro noventa. Su físico era musculoso y triangular, tipo luchador, pero su rostro era el de un ángel: facciones armónicas, deslumbrantes ojos azules y nada de barba. Solo su cabello rubio cortado al ras, tipo comando, no correspondía con la imagen angelical. Llevaba pantalones negros deportivos y una camiseta de manga corta que se ceñía a su torso.
–Soy Gabriel –se presentó con una sonrisa.
Mmm, “Gabriel”. Qué bello. Hasta nombre de ángel tenía. –Lucía. –Me puse de pie y le tendí la mano. Como era baja y nunca usaba tacones, tuve que reclinar la cabeza más hacia atrás de lo habitual para poder mirarlo. –Acompáñame para mostrarte las instalaciones, por favor –dijo.
El gimnasio era moderno y amplio, con una hermosa cúpula de vidrio que lo dotaba de luz natural. En el primer nivel se encontraban las salas de clase y las máquinas, mientras que en el nivel inferior había dos enormes piscinas climatizadas de veinticinco metros, una para nado en línea y otra equipada con chorros de hidromasaje y jacuzzi.
En medio del recorrido, Gabriel me preguntó de dónde era, qué hacía, esas cosas… Aunque eran preguntas de lo más triviales, hacía tanto tiempo que ningún hombre se interesaba en saber de mí, que me puse absurdamente contenta.
Al finalizar el tour, la mirada luminosa de Gabriel cayó sobre el estampado de mi vieja camiseta.
–Así que te gusta Star Wars –comentó.
Bajé la vista con vergüenza. ¿Por qué justo ese día tuve que ponerme esa camiseta? Era una nerd de la ciencia ficción, pero no había necesidad de gritárselo al mundo.
–Es una de mis películas favoritas –respondí algo cortada. –También de las mías. De niño, soñaba con ser un jedi –dijo como quien hace una confidencia.
Ah, qué encantador. Volví a sentirme cómoda de inmediato.
–Apuesto a que tus ganas de ser jedi no eran mayores que las mías.
–Creí que las chicas preferían ser la princesa Leia. –Leia es genial, pero no creo que nada se compare a las habilidades jedi; ya sabes, pilotear naves, usar espadas láser, estar entrenado en combate, mover objetos con el poder de la mente…
No sé cuánto rato estuve hablando antes de darme cuenta de que él me observaba con expresión de humor. Cállate, Lucía.
–Y, sobre todo, no olvidemos el poder de saber cuándo cerrar la boca –agregué abochornada–. Ojalá yo lo tuviera. Él rompió a reír.
–Eres divertida –dijo y me dedicó la sonrisa más encantadora que hubiera recibido jamás.
¡Madre mía! Lo que nunca creí posible pasó en ese instante: la maldición de Voldemort se rompió. Voldemort es un personaje de Harry Potter tan malvado que le dicen “el innombrable”, de ahí que ese fuera el apodo de mi ex. Desde que Alan me había dejado hacía cuatro años, no había vuelto a sentirme atraída por nadie. Nada, ni una pizca…
Tenía terror de que Alan me hubiera dañado tanto que mi corazón hubiera perdido para siempre la capacidad de acelerarse por alguien más, por eso no lo podía creer cuando se estremeció gracias a la preciosa mirada de Gabriel. Y eso que yo no era una mujer impresionable. En mi trabajo, solía tratar con hombres guapos y nunca antes me había quedado hipnotizada. Aunque estaba acostumbrada a sus halagos (“inteligente”, “responsable”, “eficiente”), nunca me habían llamado divertida ni tampoco me habían sonreído así. Para ser honesta, no es que recibiera muchas sonrisas masculinas que digamos.
Podría haber estado horas contemplando a mi angelito, pero una voz masculina a mis espaldas me alejó de mi trance.
–Gabriel, te necesitan en recepción. Llegó tu alumna de las once.
Me di vuelta y dediqué una mirada rápida al dueño de la voz, un guapísimo moreno. Estaba vestido igual que Gabriel, por lo que también debía ser entrenador. ¡Vaya! ¿De dónde contrataban a los profesores de este gimnasio? ¿De una escuela de modelaje?
–Ya voy, Max –respondió Gabriel a su colega sin dejar de mirarme a mí–. Tengo que irme Lucía, pero me ha encantado conocerte. ¿Vas a tomar un plan de personal trainer?
–No lo sé aún. No había pensado en eso, la verdad. –Piénsalo, es la mejor forma de alcanzar resultados rápidos. Para mí será un placer entrenarte –sonrió.
Su sonrisa encantadora me aceleró el corazón. Definitivamente el placer sería todo mío.
–Ya te contaré qué decido –respondí nerviosa–. Hasta pronto y que la fuerza te acompañe –solté antes de darme cuenta.
¡Nooo! ¿En serio acabo de decir eso? Loser.
Para mi alivio, él rompió a reír.
–Que la fuerza te acompañe a ti también, chica jedi. En serio, él era adorable.
Gabriel se despidió de mí con un beso en la mejilla. Me quedé parada sintiendo una exquisita calidez en el lugar que habían tocado sus labios. Tuve que reprimir un suspiro. No es que creyera que un hombre tan hermoso como él podría fijarse alguna vez en una mujer baja y rellenita como yo, pero el solo hecho de que hubiera roto la maldición ya me llenaba de alegría. Necesitaba conocerlo más.
Volví hasta donde estaba la chica que me había atendido y me matriculé de inmediato.
–Tu inscripción da derecho a que uno de nuestros en trenadores te haga una rutina de ejercicios –dijo ella–. ¿Te parece bien reservar una sesión con Gabriel el martes a las siete de la tarde?
–Me parece perfecto.
Verdaderamente perfecto. En menos de tres días, tendría una hora completa junto a Gabriel, solos él y yo. Apenas podía esperar.
Quién es Amanda Laneley
♦ Nació en Chile.
♦ Es escritora, coach, terapeuta de hipnosis, docente y oradora de temas de bienestar.
♦ Es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánicas y posee diplomados en Escritura Creativa, Meditación y Psicoterapia.
♦ Escribió los libros El trato más dulce, Un lugar llamado Etenim y Lo que amo de Dublín.
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