“Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos”, Francisco de Quevedo.
“En la tradición judía, un millar de relatos aseguran que la muerte puede perseguirte, pero que existen formas de mandarla de paseo y lograr darle esquinazo. (…) Imagínate que el ángel de la muerte llama a tu puerta para reclamar la vida de un tal Moshe y que tú puedes contestar tranquilamente: lo siento, aquí no vive ningún Moshe. Esta es la casa de Salomón. Y Azrael (el susodicho), avergonzado, pedirá disculpas por las molestias, dará media vuelta y se largará”, escribe en clave de humor una de las tres únicas rabinas que hay en Francia, Delphine Horvilleur, autora de Vivir con nuestros muertos.
Un libro de apenas 192 páginas, que vendió más de 200 mil ejemplares solamente en Francia, y otro tanto por el resto del mundo. Dato curioso que contrasta, y mucho, con los gustos y elecciones del común de la gente que asegura que la muerte no es su tema preferido de lectura. Ni ahí. Por eso esta obra es una perlita en el mar de fiascos y decepciones cuando de leer y encontrar consuelo por la perdida se trate.
Vivir con nuestros muertos es mucho más que un libro de “esos”. Es una delicada estructura de 11 capítulos cuyos personajes (menos en el primer capítulo) son las personas fallecidas y sus deudos (historias reales aclaro) en el momento de la ceremonia de despedida en el cementerio, el Bei Jahim o “casa de la vida” o “casa de los vivientes”, en idioma hebreo.
La naturalidad y belleza del texto, con momentos de complicidad, humor y otros tantos de pura reflexión filosófica, propios de la formación de Hovilleur (rabina, periodista, escritora y filósofa), conmueven e iluminan enormemente el escaso o nulo conocimiento que la cultura moderna occidental tiene sobre los ritos y costumbres del pueblo judío al momento de despedir a sus muertos.
A fuerza de acompañar a los que van a morir o de pasarse la vida en el cementerio, Horvilleur es una experta en la muerte. En parte, su experticia se desprende de ser y de haber sido designada – por los deudos- como kadish: quien recita la oración de los fallecidos durante la ceremonia del funeral.
“En la tradición judía, el kadish no designa solo la oración de los deudos, sino también a la persona que deberá recitarla por ellos”, explica la autora. Por eso la rabina se reconoce como una narradora quien, a través de esa oración final, ayudará a los presentes a recordar en vida al ser querido que ya se fue.
“No contar nunca la vida a partir del final -dice- sino a partir de lo que en ella se creyó sin fin. Saber decir todo lo que fue y lo que podría haber sido, mucho antes de decir lo que ya no será”. Para la autora, cualquier recurso es válido para no quedar reducidos a nuestra muerte y transmitir cuán vivos estuvimos en vida: “El porvenir no está frente a nosotros sino detrás, en las huellas de nuestros pasos en la tierra de una montaña que acabamos de ascender”.
Según Horvilleur, los judíos afirman que no saben lo que hay después de la muerte pero que podrían formularlo de otro modo: “Después de la muerte hay algo que no sabemos. Hay algo que todavía no se nos ha revelado, algo que otros harán, dirán y contarán mejor que nosotros, porque hemos existido”. Se expresa con frescura, espontaneidad y respeto. Es capaz de neutralizar el miedo más grande de la humanidad: dejar de existir. Y lo hace de un modo maestro, capaz de llevar al lector a experimentar alivio, serenidad y aceptación por lo inevitable.
“La biología me inculcó hasta qué punto la muerte forma parte de nuestras vidas. Mi profesión me muestra a diario que lo contrario sea igualmente cierto: también en la muerte puede haber un lugar para los vivos y para ello es preciso que podamos contarlos, encontrar palabras que los preserven mejor que el formol. Por eso cada vez que oficio en el cementerio trato de honrar y ampliar ese lugar mediante la fuerza de unas historias que dejan huellas indelebles dentro de nosotros, la prolongación de los muertos entre los vivos”, escribe.
Vivir con nuestros muertos es un libro lleno de historias de personas que han muerto, de la importancia de su legado, del duelo y del consuelo para los deudos. Del alivio que en ocasiones proporcionan los ritos y ceremoniales propios de cada credo, de como estos ayudan a palear la soledad y la incertidumbre que trae la muerte. Habla de la fe como sostén en momentos en que no la hay. Es un luminoso manual que enseña que morirse es lo más natural del mundo y que estar devastados y rotos por eso, también lo es.
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