En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, es el periodista y docente Leonardo Gentile quien cuenta en primera persona la “cocina” del primer libro que publicó, Satán de los esteros. Crónica de un crimen ritual. Se trata de la obra que Gentile construyó durante los diez años que dedicó a revisar exhaustivamente los detalles del crimen de Moná, un niño de 11 años asesinado en 2006 en Corrientes y cuyo caso se conoció en los medios de comunicación como “Caso Ramoncito”.
En su investigación, editada por el sello Sudamericana, Gentile desentraña el funcionamiento de una organización satanista cruzada también con el narcotráfico y con el abuso sexual infantil. A la vez, investiga cómo el poder político y judicial de la provincia de Corrientes se entremezclan con esos funcionamientos ilícitos, y cuál fue la red en la que fue posible un homicidio aberrante que conmocionó a toda la sociedad.
Cómo escribí “Satán de los Esteros”
Nunca había sentido interés por escribir sobre el abuso y homicidio de un nene de 11 años. Cada vez que veía una noticia en un diario sobre un caso así daba vuelta la página. Eso cambió cuando descubrí el horror en torno al crimen ritual de Moná (o Ramoncito, como lo llamó la prensa), cometido en octubre de 2006.
Llegué al caso por accidente, interesado por la suerte de dos mujeres detenidas en la ciudad correntina de Mercedes por ese asesinato. Creía que estaban presas para encubrir culpas ajenas ya que todo hacía pensar en un prejuzgamiento: el tratamiento mediático alrededor del hecho policial me recordaba al estereotipo de bruja infanticida, una tradición que el historiador Fabian Campagne rastreó en la España del siglo XV y tuvo continuidad en América Latina. Sin embargo la acusación contra ellas tenía sustento jurídico y muchos mercedeños habían sido testigos de su actividad vinculada a la trata de menores con fines de explotación sexual.
Hablé con una de esas mujeres y me contó que había aprendido magia negra, pero negaba el papel que le asignaban los investigadores: liderar un crimen ritual que incluía torturas y otras prácticas atroces. Los detalles que iba conociendo me generaron rechazo y, a la vez, la necesidad de no permanecer indiferente. A pesar del impacto emocional que me causaban, me obsesioné por conocer el caso. Intentaba comprender las razones del homicidio, o simplemente contarlo, aunque no fuera capaz de explicarlo.
Tenía que descubrir el horror para poder narrarlo. Mostrarlo de a poco evitando golpes bajos para que el espanto no cegara la naturaleza profundamente humana de los hechos aberrantes que iba a describir. Si bien la pedofilia y la violencia extrema contra menores son prácticas inaceptables y culturalmente impensables, creo que es hora de enfrentarlas entendiendo que son tan frecuentes entre los humanos como la valentía de quienes lucharon para develar quienes fueron culpables de este asesinato.
La escritura se convirtió entonces en un camino para ingresar en la oscuridad que iba creciendo con cada testimonio y para dejar esa oscuridad atrás. Cintia Mignone, una colega santafecina que leyó Satán de los esteros habló de un texto que no recurre a adjetivaciones para mostrar los hechos: “El horror está ahí y el autor apenas nos va guiando —escribió—, no es necesario conocer sus sentimientos”.
No sé si pude lograr esa distancia en todo el libro. Inicialmente, la conmoción que me generó el caso me impedía escribir. Fueron momentos en los que solo pude avanzar en el trabajo de investigación, analizando material audiovisual, expedientes judiciales, documentos policiales reservados y entrevistando a algunos testigos y sobrevivientes del grupo que mató a Moná.
Una vez que pude superar esa etapa, me planteé el objetivo de verificar los hechos a través de un trabajo de archivo y catalogación que me llevó varios años. Solo cuando tuve la mayor parte de ese material estructurado pude empezar a escribir. Sin embargo, sentía que detrás de toda esa información había perdido al principal protagonista de la historia: Moná.
Intenté singularizarlo. La espectacularización mediática en torno al homicidio había despersonalizado al nene y creía necesario revertir ese proceso en el texto. La voz de sus familiares, sus maestras y sus vecinos no hablaban del pibe chorro que caracterizaban algunos portales. Ellos recordaban su solidaridad, su inocencia y su cotidiana pelea por la supervivencia en las calles de Mercedes.
Claro que Moná no era el único protagonista de esta historia. En la investigación del crimen participaron personajes que no encajaban en los moldes tradicionales de la novela policial: una nena que presenció el homicidio ritual y se animó a contarlo; un juez primerizo, y tal vez un poco ansioso; un antropólogo cultural que cambió el estudio de reliquias guaranías por el análisis de estigmas en el cuerpo del nene; y una mujer policía con conocimientos en satanismo y en religiones afrobrasileñas.
Abordar el contexto mágico-religioso del caso fue interesante, sobre todo por los prejuicios que rodean a las creencias populares no institucionalizadas como la del Señor de la Muerte o el kimbanda. La magia, esa certeza de obtener el dominio de fuerzas sobrenaturales para lograr un propósito usando ritos y fórmulas, también estaba presente en una racionalidad compleja y extraña que guió al grupo criminal. Una racionalidad que yo pretendía mostrar alejado de una mirada condenatoria y también de la explicación paternalista.
Es que el móvil de este asesinato ritual no fue la fe en la religión ni en la magia, pero ambas fueron usadas como un andamiaje simbólico para sostener la cruel convicción de que todas las vidas no valen lo mismo. Algunas merecen ser vividas disfrutando de privilegios y otras, como la de Moná, son apenas un insumo para conquistarlos.
“Satán de los Esteros” (fragmento)
El hombre mira otra vez hacia el portón de salida mientras acepta el atado prometido y el encendedor. Limpia el banco de madera descascarado y se le pegan pedacitos de pintura verde a la yema de los dedos.
—Cuidado con los clavos esos, que están oxidados —me invita a sentarme y se acomoda recién cuando yo elijo un lugar.
—Yo le vi —confirma. Con dos dedos, rasca el plástico, abre el paquete y enciende el primer cigarrillo. El temblor se lo hace difícil—. Por favor no me nombre, no ponga ni la marca que fumo.
Dice que parecía un fantasma.
—Se movía más rápido que la luz mala. En un momento le veías y ahí nomás, desaparecía pues —mira las cruces que forman hileras hacia los esteros.
Dice que se escondía entre los muertos.
—No le podían encontrar. Y eso que ellos eran como seis y todos más grandes. ¿Qué tendría? ¿Once, doce años el gurí? Yo varias veces pensé que le cazaban, pero se les iba. Una lagartija era. Y los otros cogoteaban entre los árboles. Le llamaban. Pero se ve que era callejero él… ¿Cómo le decían? Mono, Moni… ¡Moná! Le buscaban entre las lápidas, se tropezaban con los floreritos y los desparramaban. ¡Después tuve que andar juntando yo! —rezonga y se guarda el atado en el bolsillo de la camisa de trabajo—. Él escondía la cabeza, espiando con sus ojos torcidos, porque tenía uno medio así, como para un lado. Esperaba que los grandotes pasaran de largo y se hacía más flaquito de lo que era. ¡Ojo! Si le agarraban, yo no me iba a meter. ¿Para qué? No, a esos los conozco, sé lo que hacen. Además, no sé cómo explicarle, yo ya estoy grande. El trabajo de funebrero a uno lo va jodiendo por la espalda. Piense que esos son todos jóvenes. La que no era joven era esa mujer que les traía en los remises.
Te puede interesar: “Satán de los esteros”: la historia del niño decapitado en un crimen ritual relacionado al narcotráfico y la pedofilia
Cierra los ojos.
—¡Muy arreglada venía ella con una guainita! —la imita balanceándose—. Esa guainita era un poco más grande que Moná. Las dos peinadas iguales, la nena y la mujer, con el pelo atado y una colita tirante y bien lisa.
Pega una pitada larga, interminable.
—¿Para qué venían tanto?
—Mire, acá adentro se ven cosas raras. Algunos saben meterse por el fondo y roban placas de bronce, hay gente que viene y saca fotos. Pero lo que hacían estos, nunca. Iban a las tumbas, les ponían globos, cintitas negras y velas, pero no de difuntos: velas de cumpleaños. Algunas decían “felices quince”. Elegían tumbas de chicos que murieron mal, les rezaban y anotaban en un cuadernito. Se sentaban a almorzar entre las cruces. Comían milanesas con ensalada rusa, tomaban gaseosa, ponían un grabador con música.
Quién es Leonardo Gentile
♦ Nació en Buenos Aires en 1969. Estudió Ciencias de la Comunicación y Escritura.
♦ Fue maestro en escuelas semirrurales y periodista en El Cronista y Perfil, y en el noticiero de Telefé.
♦ Satán de los esteros. Crónica de un crimen ritual es su primer libro.
Seguir leyendo: