Habían pasado cinco años desde el casamiento. Fueron sesenta meses, 1.825 días, 43.800 horas de una vida sin anclas, de viajar por el mundo, de bailar hasta el amanecer. Mariela Teitel tenía 34 años. Su marido un par más e iba por su segundo matrimonio. Sentía que era tiempo de afincarse, de buscar un hijo.
Ella le había advertido poco tiempo después de conocerse:
-Mirá que no me voy a meter en una relación a veinte años, porque yo sí quiero ser madre - y él le había jurado que era un deseo en común.
Empezaron a buscar, primero de forma más despreocupada, después controlando las fechas de ovulación para tener relaciones. Pero cada vez que eran los días más indicados él ponía excusas: o tenía que salir con sus amigos, o estaba cansado, o trabajaba hasta tarde.
El embarazo no llegaba. Ella se hizo los análisis y comprobó que todo en su aparato reproductor estuviera bien. Le tocaba a él. Pero él esquivaba los laboratorios como el mejor esquiador de slalom.
Un día Mariela se cansó y dijo: “Basta”. Decidió que él la estaba evadiendo, que no estaba dispuesta a volverse vieja esperándolo y para sus adentros empezó a hacer el duelo de la separación.
Por entonces, un ataque de celos disparó en él un sincericidio y le gritó: “Estaba esperando que se te pasara el cuarto de hora y te dejaras de joder”. E inmediatamente se desdijo: “No mi amor, era mentira, fue un momento de calentura...”. En aquel momento Mariela le pidió que se llevara sus cosas y que desapareciera de su vista. Al día siguiente, se buscó un abogado.
Nueve meses después le salió el divorcio. Se preguntó: “¿Qué voy a estar esperando? Hasta conocer a otro hombre, tener una relación seria y empezar a buscar un hijo voy a estar por jubilarme”. Sabía que su fertilidad corría una carrera contra el reloj biológico y que la calidad de sus óvulos ya habían empezado a deteriorarse, como les pasa a todas las mujeres con la edad. Se dijo: “El príncipe azul no existe, es celeste lavadito ¿Qué mejor que un hijo deseado, buscado, planificado y esperado totalmente? Y se decidió a ser madre sola, con una donación de espermatozoides.
Sabía, también, de los prejuicios de cierta parte de la sociedad que condena esta forma, -mucho más en aquella época, unos diez años atrás -. Se dijo que ella estaba segura, que hay miles, millones de casos de mujeres que quedan embarazadas y el padre desaparece (intuyó la cifras: más de cien millones de madres crían solas a sus hijos, según ONU Mujeres). Decidió: “Que la sociedad se lo fume”. Y empezó a buscar.
Lo intentó entonces con una donación de esperma para ser madre soltera por elección (MSPE), como la mitad de las mujeres que acuden a los bancos de gametos en Argentina (según datos del Centro de Investigaciones en Medicina Reproductiva) y en el mundo.
Su primer tratamiento de fertilidad fracasó. Justo después le extirparon cuatro fibromas del útero y cuando se estaba recuperando de la operación, dejó de menstruar. A sus 42 años le diagnosticaron menopausia precoz; su reserva ovárica estaba “vieja”; sus óvulos no tenían la calidad, ni eran cantidad suficiente, le dijeron.
Fue un golpe. Mariela es muy práctica, no se enrosca, decide según lo que siente, sin demasiada reflexión, pero esa noticia la dejó en shock. A ella el duelo por su maternidad genética que no sería, por el hijo genético que no tendría sus genes, le llevó… una semana. Algo que a algunos nos lleva un año, a otros toda la vida y a muchos les resulta imposible de digerir y ponen un límite.
Pero Mariela lloró, lo pensó, lo procesó y a la semana siguiente decidió encarar la búsqueda de la maternidad con espermatozoides y óvulos donados. (Hay quienes incluso lo aceptan pero en silencio y deciden ocultárselo incluso a sus propios hijos, algo que va en contra del derecho de cada uno a saber sobre su origen).
Entonces volvió a someter su cuerpo a las esperas de los médicos, los análisis invasivos y las pastillas para preparar su útero y su endometrio.
El día de la transferencia, el día en que le iban a transferir con una especie de jeringa en el cuello del útero los embriones fecundados de los óvulos y espermatozoides donados, estaba nerviosa. Terminó discutiendo con su médica que quería implantarle dos o tres embriones. Su médica pensaba en las dificultades económicas de Mariela, en cuánto le iba a costar hacer otro tratamiento si el embrión no prendía. En aquel momento no existía una Ley de cobertura (hoy, si bien existe, se cumple a medias). Pero Mariela no podía arriesgarse a tener mellizos, y cerraron en uno. Tuvo suerte porque el promedio de las mujeres tarda unos tres tratamientos en quedar embarazadas. De esa fecundación, nueve meses después, nació Mindy.
Mariela es adoptada y su papá murió cuando era chica. Siente que la donación y la adopción son actos de amor. Siempre habló con Mindy con la verdad. De muy chiquita le contaba la historia de la pata que tuvo que pedirle a la gallina y al sapo una célula para poder ser mamá, cuento del que la nena se iba apropiando y compartía con sus amigos del jardín. Más tarde Mariela le explicó que ella era como la pata, y que esas personas “tan lindas” que fueron los donantes, hicieron que ella pudiera ser mamá, hicieron posible que estuvieran juntas.
Como le aconsejaron los psicólogos, fue buscando las maneras de reemplazar la figura paterna que no está. Y cría con el apoyo de su familia. Si no puede ir a algún acto del colegio (hoy Mindy tiene 12 años) o cuando festejan el día de la Familia, siempre se aparece alguna prima. Su círculo social se adaptó a las circunstancias y aunque sabe de otras personas que han tenido problemas, para ellas todo fluyó.
A los cuatro años Mindy le pidió conocer a la doctora que hizo el tratamiento. Se encontraron y sacaron muchas fotos. Hace un tiempo le dijo: “Basta mamá, no necesito que me cuentes más”. Pero ya le avisó que va a querer datos sobre sus donantes cuando cumpla 18, que irá ante el juez (la Ley así lo indica, por “razones fundadas”).
“Para mí es re comprensible -dice Mariela- porque si yo tuviera la posibilidad de conocer a las personas que me dieron en adopción (no la tiene porque fue una adopción por fuera de la Ley), también querría. Y eso no cambiaría mi forma de ser con respecto de mi mamá. Entiendo lo que le pasa y no me da miedo”.
Su miedo siempre fue que esos datos se pierdan, por eso hace dos años presentó un recurso de amparo para que el banco de esperma y el centro de fertilidad los resguarden.
Mariela creó un grupo de Facebook de pares (Madres Solteras por Elección Argentina) y coordina otros en la ONG Concebir, de la que forma parte. Un espacio de encuentro entre personas a quienes les costó o les cuesta ser padres y tomaron distintos caminos, con talleres virtuales gratuitos, libros, y que forma tribu.
Una vez un chico en el colegio le dijo: “Vos sos diferente, porque vos no tenés papá”. A lo que Mindy respondió: “Vos sos un ignorante, porque vos no conocés. Yo conozco a Nico, a Malena, a Julia, a Juan que tampoco tienen papá. El problema sos vos que no conocés, yo no soy rara”.
Hoy Mindy se ríe como Mariela, no pronuncia ni la R, ni la L, ni la D, como Mariela. Y cuando se enoja, como su mamá, frunce los labios como en un dos del truco.
Esta historia, contada más extensamente, es una de las once que componen el libro “El deseo más grande del mundo” que puede descargarse gratis clickeando acá.
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