A primera vista, Todos los niños mienten, la nueva novela de Sebastián Basualdo, podría parecer un relato costumbrista. Tres chicos, en algún momento de la década del setenta, juegan en un edificio de departamentos: el sensible Lautaro, su admirado Roitter y Speedy, el compinche de los dos.
Como en ciertos relatos de Henry James, pasan cosas que los chicos no entienden, o entienden sólo a medias, y el lector tiene que adivinarlas. Pero estos chicos tienen, a su manera, un superpoder: el juego. Cuando juegan con sus playmobiles, el mundo imaginario refleja el mundo adulto y, por momentos, lo supera. Hay páginas donde el juego es tan potente que se convierte en la única verdad, y la “realidad” en un mero contrapunto. Somos los adultos, los lectores, los que por esta vez tenemos que mirar a los niños para aprender.
¿Es Todos los niños mienten, en el fondo, una meditación apasionada sobre la imaginación? ¿Y sobre el juego por excelencia de la vida adulta que es la literatura? En lo que duran uno o dos cafés, en una luminosa tarde de otoño en Belgrano, Basualdo considera esa posibilidad y descubre que, de hecho, es más que eso.
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―Hay mucha admiración en tus libros. Lautaro admira hondamente a Roitter. En Cuando te vi caer el mismo personaje admira a su padrastro. ¿Qué lugar tiene en tu vida la admiración?
―En mi caso, la admiración está muy ligada a la construcción imaginaria. Yo nunca supe realmente cómo era mi padre. No quién era, sino cómo era. Y cuando un niño no sabe cómo es su padre, se lo inventa. A tal punto me inventé a mi padre, que entendí que necesitaba cometer un parricidio. La idealización es una construcción imaginaria que termina en el parricidio. Yo lo necesitaba para construir mi masculinidad, para construirme yo. Ahora, ¿cómo se genera un parricidio sobre lo imaginario? Creo que ahí está la clave. Es muy difícil cometer un parricidio sobre lo que uno mismo inventó.
―Pero en esta novela la figura admirada, Roitter, no llega a caer; la admiración se mantiene hasta el final.
―Sí, la admiración y también la ingenuidad. Porque acá Lautaro es un niño. Tiene nueve, diez años. Pero mirá qué lindo lo que me hacés pensar: porque Roitter es casi un genio.
―¿En qué consiste su genialidad?
―En ese universo lúdico que él logra trasladar. ¿Cómo lo logra? Es Borges. Borges es un niño que creció.
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―¿Roitter es genio por la potencia de su imaginación?
―Sí. Pensá cómo vive Roitter: no se sabe quién es la madre, quién es la abuela. Pero el mundo interior de Roitter es tan poderoso que lo arroja con fuerza hacia el universo lúdico. Todo lo transforma en juego. Pero en ese juego hay claves de lo real. Eso no lo puede entender Lautaro porque es muy chico. Para Lautaro el mundo todavía es como una obra de teatro, donde cada cosa tiene su función y es necesaria. Para él es normal, por ejemplo, vivir con su mamá y su abuela, y no haber vivido nunca con su padre. Él cree que todo el mundo vive de ese modo. Que los padres no viven con los hijos, que son casas de mujeres. Lautaro pierde poco a poco la inocencia y, al hacerlo, se reinventa a través del juego. Por eso le resulta tan atrayente Roitter: porque es el que le brinda ese espacio del juego. Hay algo de la condición del niño que me atrae mucho. Es la condición del artista, que quiere seguir jugando.
―Es decir que Roitter inicia a Lautaro en la ficción…
―Claro, por eso mencioné a Borges. Borges es un niño que creció y se pasó toda la vida jugando. Jugando con la literatura, hasta llevarla a un grado sumo. Pero Borges no pertenecía a este mundo; no podía entrar en la norma, y Roitter tampoco. Yo no me imagino a Roitter grande, o qué haría de su vida. Para mí Roitter es el artista puro. Es el incomprendido, a quien la mirada adulta juzga. Es el artista porque incomoda, porque denuncia. En un momento le dice a un pibe que no quiere jugar al juego de la vida.
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―¿Y Roitter, qué juego quiere jugar?
―En parte, el juego es una representación de lo social. Cuando Speedy elige un playmobil para Lautaro, pasa algo muy lindo. Speedy le compra el obrero. Y Lautaro, al principio, se pone mal cuando ve que el muñeco viene con una palita, con un casquito. Hasta que Roitter le dice: “Tiene músculos.” Y entonces Speedy le dice: “¡Te lo cambio!” Fijate que bastó que el artista pusiera algo ahí para que cambiara la mirada de los otros.
―¿La literatura puede redimirte de un destino de clase trabajadora, de laburante pobre?
―Sí, pero sin el romanticismo banal. La condición de la clase social no opera tanto ahí. Por la misma razón que la literatura no es un trabajo.
―¿Por qué la literatura no es un trabajo?
―Porque uno nunca puede vivir de lo que ama, en todo caso vive para lo que ama. Y porque la literatura es un espacio de libertad. ¿Qué pasa en el caso de un escritor de la clase media trabajadora, como soy yo? Tiene que pagar un precio más alto para comprarse su propio tiempo. Esto no significa que la clase acomodada no pague también un precio. Quizá sea menos, o quizá lo pueda pagar en cómodas cuotas. Pero en un sistema como el nuestro, el artista siempre tendrá que pagarse su propio tiempo.
“Mi sueño, entonces, es que mi literatura le salve la vida a otra persona, no ganar plata”.
―¿Cómo es eso?
―No puede nunca ser una prestación y contraprestación. No se puede entender la literatura como trabajo, porque al sistema no le interesa ese espacio de libertad. Se puede argumentar que los escritores de best-sellers hacen un trabajo y que Setenta veces siete, de Dalmiro Sáenz, fue un best-seller. Pero Dalmiro pagó un precio muy alto en lo personal: se alejó bastante de su familia, de sus hijos. Y encima el sistema literario de esa época no lo tomaba muy en serio; hubo un desprecio que vino incluso de otros escritores de clase obrera. Por eso creo que la literatura nunca puede ser un trabajo.
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―Entiendo tu punto, pero podría retrucarte que ese espacio de libertad es justo lo que hace atractiva a la literatura como producto de consumo.
―Está bien, pero ¿vos te imaginás a Kafka o a Dostoievski yendo a inscribirse al Premio Clarín de novela? El problema no es, en última instancia, si la literatura se transforma en mercancía, porque eso es inevitable. El problema es desde qué lugar se enuncia. Si yo siento que a mí la literatura me salvó la vida, soy coherente con eso; mi sueño, entonces, es que mi literatura le salve la vida a otra persona, no ganar plata.
―¿De qué forma te salvó la vida la literatura?
―Yo tenía ocho años y leí por primera vez Mi planta de naranja lima, de Vasconcelos. Me lo regaló mi abuela. Y un día, a la mañana, vi en la terraza a mi abuela; ella no sabía que la estaba mirando. La vi regar las plantas y hablarles. Eso generó un vínculo afectivo entre lo que estaba leyendo —donde alguien, en efecto, le habla a las plantas— y lo que estaba viviendo. Esa sensibilidad femenina a mí me acercó a la literatura. Después entran otros elementos. Yo vengo de una clase trabajadora y ahí pesa la idea de construirse a sí mismo. Un escritor aspira a no escribir más, a convertirse él mismo en literatura. Y eso es Roitter también. Y eso soy yo.
―¿Por qué?
―Porque Roitter y Lautaro se enamoran de un personaje de ficción. Lautaro se identifica con Tony, un playmobil, que en un momento está con Dee Dee, otro playmobil. No sabe qué es hacer el amor, como es lógico a esa edad, pero no importa: yo sentí que esa experiencia que había vivido en el plano imaginario me convirtió en escritor. Es decir, ahí yo viví algo tan intenso que no pudo ser suplido por la realidad. Fue mucho más poderoso para mí que hacer el amor en la vida real.
―Pero a veces el juego se vuelve doloroso. Por ejemplo, cuando Roitter decide que es el playmobil Tony, o sea Lautaro, el que va a hacer el amor con Dee Dee. En ese momento Speedy siente tanto despecho como si de verdad lo hubiese rechazado una mujer.
―Es que en la infancia no hay una gran distancia entre lo real y lo lúdico. Lo lúdico irrumpe. El juego a veces confunde los planos de lo real. No al punto de enloquecer, pero casi.
―Hay personas que padecen eso que Piglia llamaba el bovarismo: imitar la literatura en la vida real. ¿Sos de esas personas?
―Sí. Yo leí a Tobías Wolff y fui el chico ése. Y Truffaut con Los 400 golpes y toda la saga, yo era Antoine Doisnel. Yo nunca me identificaba con el superhéroe o el antihéroe, sino con la carencia, con el sufriente. Algo que contrasta mucho con mi vida real, donde yo tengo un excelente sentido del humor, donde no me tomo en serio para nada a mí mismo. Pero a la hora de escribir es como si me pusiera una especie de disfraz de actor con un guión que yo ya lo tengo, y de esa manera juego.
―¿Estás diciendo que la literatura te enseñó menos a vivir que a ser escritor?
―Sí, porque en realidad a mí la vida en sí no me interesa, me interesa el plano imaginario. Es como Cora, la madre de Lautaro: a ella le interesa más organizar una cena, poner la mesa para una cena, las velitas, los cubiertos, los vinos, que la cena en sí misma. Porque la cena va a defraudarla siempre.
El título de esta novela se parece a una paradoja griega: si un niño afirma que todos los niños mienten, y tiene razón, entonces la afirmación es mentira. O dicho en los términos de la novela: si todo es un juego, entonces nada es un juego.
Es exactamente eso. Ningún niño miente.
Así empieza “Todos los niños mienten” (Fragmento)
1. El encuentro
El edificio: tres pisos por escalera, antiguo, silencioso durante los días de semana, pero ya desde las primeras horas del sábado, los pasillos son ruidosos y vibrantes como cajitas musicales. El último piso está destinado a la terraza y un lavadero de paredes blancas. En la terraza, las parcelas están bien diferenciadas con sogas para que los vecinos cuelguen sus ropas recién lavadas y es bastante frecuente encontrar carteles pegados a un costado de la puerta: «Por favor, devolver sábana de Mickey Mouse al 2° F». O «Si alguien encuentra entre sus ropas un toallón verde, es mío. PB C».
Por lo general, las ropas extraviadas aparecen con intercambio de bromas al cabo de un tiempo. Lo único que por una especie de acuerdo general no se cuelga en las sogas de la terraza es la ropa interior. Y es muy divertido lo que sucede cuando cambia el viento y se embota el cielo poco después de dejar traslucir sus heridas violáceas, señal de una inminente tormenta: corren los timbrazos junto a la voz de alarma. «¡Se viene la lluvia!».
Hoy es una hermosa mañana de verano y no es necesario encender la luz para subir el último tramo de la escalera. Cuando Lautaro entra en el lavadero, se encuentra de frente con los dibujos que ocupan toda la pared. Se acerca sorprendido: no es lo que había imaginado. Se alegró de que una mujer creyera que había sido él porque jamás hubiera podido dibujar algo semejante.
Contempla cada una de las escenas detenidamente: el parque de diversiones con la vuelta al mundo, la playa y los veleros, la casa de techo a dos aguas entre arboledas, los autos y una plaza con tres chicos andando en bicicleta, todo en perspectiva y en diferentes trazos de crayones y lápices. Es fascinante. Justo cuando Lautaro se asombra al leer su nombre en uno de los márgenes, escucha:
—¿Te gusta?
Ahora los ve parados detrás de la puerta del lavadero. Serios, los dos. A uno lo reconoce enseguida: es el mismo chico que vio unos días atrás. Solo que le resulta muy diferente, mucho más grande. Es alto —por lo menos dos cabezas más que el chico que está parado a su lado— y robusto.
Está vestido con un short de jean gastado y una musculosa negra que hace más notoria la redondez de sus hombros. Tiene los brazos largos y da la impresión de ser pesado —aunque Lautaro no tardará en descubrir que es ágil y lento, pero al mismo tiempo frágil—. Tiene ojos azules y el pelo muy corto, de un color ligeramente cobrizo, y la frente amplia, una nariz puntiaguda y labios muy rojos. Hay algo femenino y a la vez duro, rígido, en sus gestos. Intimida.
Quién es Sebastián Basualdo
♦ Nació en Buenos Aires en 1978.
♦ Es escritor y periodista. Fundó y dirigió la revista literaria Los Inútiles de Siempre.
♦ Es autor de los libros La mujer que me llora por dentro, Fiel, Mañana solo habrá pasado y Cuando te vi caer, declarada de Interés Cultural por la Comisión de Cultura de la Nación Argentina.
♦Varios de sus cuentos y poemas han sido traducidos al inglés, al francés y al portugués, y recogidos en revistas literarias como Proa, Luvina (México) y La Raíz Invertida (Colombia).
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