Podría decirse que Victoria Ocampo, una de las personalidades más importantes de la cultura argentina del siglo XX, estuvo presa dos veces. La primera, metafóricamente hablando, fue al enamorarse de Julián Martínez Estrada, el primo de su marido, Bernardo de Estrada. Pero la segunda, lejos de cualquier metáfora, fue en 1953, cuando la detuvieron por antiperonista y pasó casi un mes en la cárcel de El Buen Pastor.
Victoria, la primera novela de Mercedes García Ochoa, narra en clave ficcional esta historia de transformación por partida doble. A la par de esos 26 días que Ocampo pasó presa a sus 63 años -en los que tuvo que aprender a sobrevivir sin los lujos a los que estaba acostumbrada en Villa Ocampo, donde vivía- esta novela narra los cambios que esa joven tuvo que afrontar para luchar contra una sociedad y una familia que le imponían sus reglas.
“¿Nunca logramos hablar de lo que amamos? Es sorprendente, pero Victoria Ocampo parece lograrlo al contarnos, a través del talento de Mercedes García Ochoa, cómo de muy joven descubrió las verdaderas dimensiones del amor y luego la pasión de recordarlas”, escribe el español Enrique Vila-Matas en la contratapa.
Victoria, editada por Lumen, es una minuciosa investigación histórica camuflada de novela que “aporta luz sobre una época crucial para Victoria Ocampo”, como destaca Juan Javier Negri, presidente de la Fundación Sur creada por Ocampo en 1963.
Así empieza “Victoria”, de Mercedes García Ochoa
El día en que finalmente saldría de la cárcel, Victoria buscó la soledad del baño y no pudo evitar taparse la cara con ambas manos. No quiso combatir las primeras muecas involuntarias del llanto. Lloró por todo lo vivido durante su encierro, por la posibilidad de salir en libertad. Sin embargo, entre las lágrimas la única imagen que venía a su cabeza era la de Julián. Ansiaba volver a ver a Julián. Era el 2 de junio de 1953. Tenía sesenta y tres años y llevaba veintiséis días presa.
Con el delantal a cuadros azul y blanco se secó un poco las lágrimas. Se sonó la nariz con esas lijas que tenían por papel higiénico y que debía llevar en el bolsillito de su delantal para usar si necesitaba ir al baño. El papel higiénico se repartía todas las mañanas, a cada presa, y debía alcanzarle para todo el día. Victoria había aprendido pronto a ahorrar ese valioso suministro en sus primeras horas de cárcel, cuando se dio cuenta de que la mayoría de las cosas que daba por descontadas en su vida allí no existían o eran un privilegio. Ahora que recordaba esos primeros momentos de su forzoso encierro le parecían muy lejanos, y no pudo evitar sentirse un poco orgullosa: una veterana en cuestiones carcelarias.
No había sido fácil con la comida, por ejemplo, acostumbrada a las delicias que salían de la cocina de Villa Ocampo. Pero aprendió pronto a no dejar nada en el plato. A lo que no pudo habituarse jamás fue al mate cocido. El gusto argentino por el mate vaya y pase, le decía a Irene, que era la encargada de dar esa infusión a las presas por las mañanas.
—Porque tiene esa cosa social, ¿viste? Además del acervo cultural. Aunque chupar todos de la misma bombilla es asqueroso, qué querés que te diga. Pero esta cosa del mate cocido servido así en un vaso de metal horrendo es quitarle el rito que implica cebar y compartir. Pasarlo de mano en mano, charlar. Con lo rico que es el té. Si salgo de acá voy a llenar la fuente del jardín de casa de té earl grey y voy a nadar en él bebiéndomelo.
Sus compañeras no podían imaginárselo, pero en efecto Victoria tenía en su casa una fuente en el jardín. ¿Estaría ahora más cerca de volver a su hogar?, se preguntaba. Se refregó los labios, que estaban rojos por el llanto. Siempre le parecía que su boca cambiaba cuando algo la emocionaba para bien o para mal. Recordó lo rojos que estaban el día en que conoció a Julián. Esa tarde después de que los presentaran, luego de apretar suavemente su mano y de sentir la mirada de él no en sus ojos sino en su boca, fue tremendamente consciente de sus labios. Un rato después, refugiada en el baño de la embajada argentina ante el Vaticano, miró con atónito horror el rojo intenso que había cobrado su boca. ¿Era eso lo que había llamado la atención de Julián? ¿Su boca había delatado su emoción?
Al igual que tantas veces cuando recordaba momentos intensos de su vida, Victoria se quedó de pie inmóvil, como en trance. Su mirada fija en ningún lado ya no veía los azulejos gastados de las paredes del baño. Veía una sala redonda de paredes blancas, grandes arañas colgadas del techo, mozos con copas de champagne, y un grupo de hombres que se daba vuelta al entrar ella en escena.
Había sido todo tan rápido, tan corto, pero recordaba cada segundo. Un auténtico cliché, pero no menos cierto. Fue una sensación casi instantánea desde que lo vio de espaldas entre varios funcionarios a los que habían acudido a conocer. Monaco y ella habían sido invitados por el tío de él, el embajador Ángel de Estrada, a un cóctel en la embajada argentina ante la Santa Sede a las siete de la tarde del 4 de abril de 1913. ¡Hacía ahora cuarenta años! “Qué vieja soy, qué joven era”, se dijo al recordar perfectamente, a pesar del tiempo pasado, cómo se sentía esa tarde de abril en que conoció al hombre al que más profundamente amaría. “Casualidades de la vida”, pensaría muchos años más tarde, un 4 de abril fue también la última vez que lo vio.
Esa tarde se sentía resplandeciente. A Victoria le encantaba presentarse segura en una sala y atraer todas las miradas. Había entrado como solía hacerlo, con el mentón bien en alto, del brazo de Monaco. En la sala habría unas veinte personas, la mayoría hombres. Entre las cabelleras canosas de ellos y los tocados en las cabezas de ellas, vio una prolija melena negra peinada hacia atrás, con mucha gomina. Una cabeza morena que sobresalía entre las demás. Hablaba con otra persona, ambos vestían traje y sostenían sendos cigarrillos, exhalando el humo hacia arriba. El hombre de espaldas llevaba un anillo de oro en su dedo anular, y al hablar movía la mano que sostenía el cigarrillo con gesto muy elegante, muy masculino. Esa era la primera imagen que Victoria tuvo y la que tendría siempre de Julián. No sabía si era un recuerdo genuino o uno inventado tras volver y volver durante tantos años sobre ese momento. Pero genuino o inventado, era real. Julián fumaba así, hablaba así, se movía así. Elegante y masculino.
Victoria y Monaco fueron anunciados, y un sonriente embajador se acercó a recibirlos, con mucha pompa y artificio. Sin embargo, Victoria no tardaría en darse cuenta de que era un hombre muy llano y cercano.
—¡Bienvenidos! Al fin llegaron. Mis más sinceras felicitaciones, aunque viendo a la señora, las felicitaciones se las daré solo a Monaco —dijo el embajador entre risas, bamboleando su largo y amarilleado bigote canoso.
Tío y sobrino se abrazaron, pero había algo de forzado en ese contacto. Al menos eso notó Victoria en su momento, aunque no le dio mayor importancia. Acostumbrada a esos ámbitos diplomáticos, de alto vuelo, ya sabía que a veces not all that shines is gold, como ella misma solía decir.
—Tío, tengo el enorme placer de presentarle a Victoria—dijo Monaco, él sí con forzada solemnidad, y con un gesto que Victoria odiaba a rabiar. Cuando Monaco la presentaba, tan orondo y orgulloso, ella se sentía como parte de su patrimonio. “Tío, le presento mi casa, mis terrenos, mis caballos, mi esposa”. Se veía entonces obligada a sonreír, así que lo primero que solía ver el interlocutor era un gesto muy típico de Victoria, no una sonrisa plena sino un fruncimiento del costado de la boca. Era involuntario muchas veces, pero ese gesto (con el que había sido fotografiada en tantas ocasiones) le confería un aire de misterio.
Sobre todo, si era lo primero que una persona veía de ella. Porque no se sabía si esa media sonrisa era de felicidad, de sospecha, de ironía, de seducción; podía ser de cualquier cosa. Lo cierto es que esa noche el embajador quedó prendado de ese rostro y de ese gesto, y casi tan enamorado como lo estaría su sobrino el resto de su vida. Su otro sobrino.
Distintos personajes se fueron acercando a la pareja de recién casados y al embajador. A pesar de su naturaleza reservada y bastante tímida, Victoria solía tener bastante más participación en las conversaciones de lo que las mujeres acostumbraban. Conocía los temas de interés muy propios de los hombres de la época (economía, política, tanto nacional como internacional, arte) y eran muchos los que se le acercaban en busca de algo más que conversación. Su belleza, sin ser extraordinaria, llamaba la atención. Tenía “ese no sé qué” especial que poseen algunas personas.
Ese 4 de abril de 1913 Victoria estaba a tres días de cumplir los veintitrés años. Era alta (“uno no es ni alto ni bajo, what nonsense, siempre depende de cuánto mida el que tenés al lado”, le respondía a Julián cuando él le decía que era “petisita”). Medía un metro sesenta y nueve y era delgada.
Era morocha, aunque de tez más bien pálida, a diferencia de su madre, a quien todos llamaban “la morena”. Le gustaban el sol en la piel y la imagen saludable que le parecía que daba el color quemado. Para su desesperación, ese abril estaba muy blanca ya que había encadenado el invierno argentino del año anterior con el invierno europeo de ese año. Lo solucionaba con bastante maquillaje, pero por esos días de abril ya estaba ávida de escapar de Roma hacia la costa italiana en busca de sol.
Quién es Mercedes García Ochoa
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina.
♦ Es escritora y periodista.
♦ Trabajó en El Cronista, en las radios Splendid y América y en televisión. Ha realizado corresponsalías para los diarios brasileños O Globo y Folha de São Paulo.
♦ Victoria es su primer libro.
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