Cada 28 de junio se celebra el Día Internacional del Orgullo LGBT+ en conmemoración de la revuelta de Stonewall, una serie de manifestaciones espontáneas en protesta contra una redada policial que tuvo lugar esa madrugada de 1969 en el pub conocido como Stonewall Inn, ubicado en el barrio neoyorquino de Greenwich Village.
Esta revuelta es recordada como la primera vez en la historia de Estados Unidos en que la comunidad LGBT+ luchó contra un sistema que los perseguía, y es también reconocida como el catalizador del movimiento moderno pro-derechos LGBT+ en Estados Unidos y en todo el mundo. Pero, ¿cómo vivían las personas que se alejaban de la heteronorma antes de la organización comunitaria que arrancó en 1969?
En La hermosa habitación está vacía, segunda novela de la trilogía autobiográfica del escritor estadounidense Edmund White, el reconocido autor de Historia de un chico, Estados del deseo y La alegría del sexo gay, narra el cambio que se dio (tanto en él como colectivamente) a partir de los primeros años de la década del 60, cuando pudo asumir su homosexualidad sin tapujos ni vergüenza, dejando de lado la culpa y el autodesprecio.
Desde sus primeros encuentros con artistas y su vida bohemia hasta la importancia del cruising (una práctica sexual que se da en la vía pública gracias a miradas sigilosas y códigos secretos como el uso de pañuelos de distintos colores), White marca una diferencia abismal en comparación con su infancia y su adolescencia, cuando consideraba su homosexualidad como una enfermedad como cuenta en Historia de un chico, primer libro de la trilogía.
Editado por Blatt & Ríos, La hermosa habitación está vacía da cuenta de una potente fuerza liberadora, tanto personal como colectiva, que sentó las bases de lo que luego sería el Orgullo LGBT+.
Así empieza “La hermosa habitación está vacía”
Conocí a María durante mi anteúltimo año de preparatoria. Ella estudiaba pintura en la escuela de arte que quedaba frente a mi instituto, Eton, y tenía siete años más que yo, pero apenas parecía notar la diferencia. Aún puedo verla dando zancadas en sus pantalones negros y una camisa blanca de hombre manchada con pintura, el cabello engominado hacia atrás de las orejas, entrecerrando los ojos bajo el sol del invierno. Lleva zapatillas blancas, también salpicadas de pintura, un piloto de marinero y nada de maquillaje, aunque se ha depilado un poco las cejas. Se ve muy limpia y alemana, pero también ligera mente glamorosa. El glamour se le adhiere como el aroma de Gitanes a la lana. ¿Es el gesto desafiante en sus ojos o simplemente el pelo engominado hacia atrás y el dejo de chica mala de secundaria lo que le otorga esta aura peligrosa?
Hace muchísimo frío, la nieve en el aire es tan excitante como la promesa de Navidad. Subimos apresuradamente los escalones que llevan al museo del instituto de arte, y María tiene un cigarrillo pendiendo de su pequeña mano azul, única mente por su efecto ornamental, porque no sabe tragar el humo. Debe ser domingo porque hay dos damas de mediana edad que han venido a pasar el día desde la fea ciudad grande que queda cerca, arropadas en viejas pieles y posando en los escalones para un hombre envuelto en un sobretodo. Les indica a las damas que se apretujen, luego las invita a sonreír, ahora ajusta el foco y está a punto de disparar… cuando María se desliza entre él y las retratadas murmurando para mí:
—No te preocupes por este hombre. Créeme, no es un artista.
Recuerdo ese momento porque María nunca actuaba de esa manera. En la década del cincuenta en el Medio Oeste norteamericano había pocos fanáticos de la cultura, los expresionistas abstractos aún eran acosados, y esas damas y el fotógrafo estaban a punto de entrar al museo del instituto para ver la exhibición de los estudiantes y, sin dudas, reírse un poco.
—¿Eso es una rueda de la fortuna? ¿Una nariz? ¿O es que alguien tiró sus galletas? —dirían. Los verdaderos excéntricos se preguntarían si la pintura estaba colgada boca abajo por error.
Las cosas eran más simples y más claras en ese entonces. De un lado estaban los pintores, unos pocos muchachos insultados, pobres y esqueléticos, y del otro los filisteos, la mayoría fenicia. Sin duda los pintores se sentían justificados al devolver los ataques de lo que llamaban “la bourgeoisie”, pero María detestaba todo tipo de crueldad, especialmente la crueldad hacia otras mujeres y hacia los animales. Un poco después, apenas uno o dos años después, María no habría insultado a ese fotógrafo de fin de semana. Habría dicho: “¿Quién sabe? Puede que sea un genio disfrazado. Después de todo, el propio Rousseau era un pintor de fin de semana”. María pensaba que se necesitaba una segunda Revolución Americana para distribuir la riqueza, pero rogaba que transcurriera sin derramamiento de sangre.
Un escultor con barba de veintipocos llamado Iván, que diligentemente moldeaba y fundía grandes insectos de bronce, pero que por mucho prefería vivir la vida del artista a hacer arte, me había descubierto en la barbería de Eton. El instituto de arte estaba pegado a la escuela de varones, pero los estudiantes y los profesores de las dos instituciones no se mezclaban jamás, aunque algunos de los artistas más pobres trabajaban en la cocina de Eton. La barbería, la cocina, las películas del sábado a la noche, cuando todos se sentaban en sillas plegables en la cancha de básquet del gimnasio de la escuela de varones… esos eran los únicos lugares en los que las dos poblaciones podían dirigirse la palabra, aunque nunca lo hacían.
Yo lo hice. Le hablé a Iván. No sé qué le dije, pero me invitó a su estudio. Pensó que yo era precoz por alguna razón; tal vez se percató de mis ansias de corroer las restricciones. A través de él conocí a otros pintores y escultores, incluyendo a María.
En las largas tardes de invierno en las que los cielos se tornaban fríos y plateados como escamas de pescado, me sentaba en los estudios de los pintores y olía el espresso calentándose en los hornillos en ollas revestidas de níquel, y trataba de encontrar en sus trabajos lo que ocultaban allí. Al principio me costaba ver cosas, adivinar qué se enmascaraba tras ese empaste denso de caramelo, esa niebla de gotas arrojadas, pero rápidamente descubrí que a los artistas mis interpretaciones –cual quier interpretación– les parecían muy “burguesas”. También aprendí a decir “pintor” en lugar de “artista”.
Tenía tantos deseos de agradar (una extensión de la necesidad de Ser Popular propia de la escuela secundaria) que luego de unas pocas observaciones apresuradas de cómo los pintores reaccionaban a las obras de sus compañeros conseguí dominar su técnica. También yo me sentaba en una banqueta alta de madera, ella misma moteada con salpicones de pintura, y miraba y miraba sin decir una palabra. Ese era el truco: no decir nada, no demostrar nada. Una radio senil murmuraba cosas para ella misma. El aroma del óleo y la trementina (porque aún no se habían introducido los acrílicos) me picaba los ojos y hacía que mi nariz moqueara. Una de las paredes tenía ventanas del piso al techo y a través de ellas podía ver las nubes grises ribeteadas de plata hirviendo y descendiendo como una deidad a punto de raptar a un pastor extremadamente bien dispuesto.
Miraba y miraba las pinturas, intentando entender qué había que ver. ¿Era una suerte de problema de ajedrez a resolver, un acertijo visual? ¿O era una maraña de tensiones (había oído a alguien hablar de “empujar” y “tirar”)? ¿Acaso estaba siendo demasiado “intelectual” (un defecto, como había aprendido)? ¿Debía considerar las pinturas como un rayo X espiritual, un destello del éxtasis o la agonía inconscientes del pintor? ¿O eran algo así como un campo de fútbol americano sobre el que se habían trenzado equipos rivales de pensamientos y emociones, dejando embarradas secuelas de la acción (dado que se hablaba de “action painting”)?
Ahora me doy cuenta de que los pintores mismos no estaban muy seguros. Después de todo, eran estudiantes en una escuela provincial y no tenían nada en lo que basarse más allá de las visitas ocasionales a Nueva York y la lectura de revistas de arte elegantemente inescrutables en las que el genio celebrado del momento intimidaba a todo el mundo con extravagancias desalentadoras (“Si un toro se quiere sentar en mi ruedo, ¡déjenlo!”, había declarado imprudentemente una joven viuda del arte, ella misma pintora).
Uno de los estudiantes de pintura que conocí comparaba su obra con el jazz y yo observaba diligentemente sus telas mientras escuchaba el último bop, esos pitidos melancólicos y fríos y esos toques desorbitados, esas baladas en sordina y esa calistenia alocada. Otro muchacho, un hombre de sonrisa irónica que parecía ser el amante de María, decía:
—Es una danza. Quiero decir, cuando el pintor se mueve hacia el caballete, es como…, esa es la verdadera pintura, ¿sabes?, algo así.
No importaba lo que me dijeran o me mostraran, yo me limitaba a asentir, con aire de entendido. Si llegaba a proferir una opinión, remplazaba mi ligereza original por un lento tanteo en busca de palabras simples pero oblicuas. Ese tanteo era entendido como prueba de sinceridad.
Pero el encuentro con estos hombres y mujeres y sus esfuerzos de explicarse, con su pobreza orgullosa y su soledad compartida, me dio un vistazo de un mundo bohemio en el que las personas tenían metas que mi padre habría despreciado de haberlas conocido. Después de la indolencia de mi niñez –el Medio Oeste próspero de Cadillacs nuevos, sirvientas negras y cenas sin vino a las seis de la tarde– el descaro absoluto de estos pintores que se quedaban despiertos toda la noche y estiraban sus telas como parches de tambores para luego golpearlas con pinceles, crayones, carbón, y finalmen te arruinar su desastre con harapos… estremeció mi tímido corazón.
“Sentido común”. Ese era el nombre que mi padre y sus amigos le daban a su petulancia. Trabajaban todo el día, ahorraban su dinero, se ocupaban de sus asuntos y revestían sus grandes casas con alfombras de pared a pared y pesados muebles prefabricados El peso absoluto de sus muebles y sus desayunos, de sus trajes de lana y sus confusas ideas sostenían sin incidentes sus vidas prosaicas. Pero aquí estaban estos muchachos, también del Medio Oeste, que habían dejado sus granjas lecheras en Wisconsin o los molinos de Indiana y la oportunidad de tener empleos seguros con futuro para venir aquí, a pensar sobre novelas francesas, escuchar cantos gregorianos, cortarse ellos mismos el cabello, tener empleos de baja categoría, y pasar toda la noche pinchando y embadurnando pinturas siniestras e infantiles.
Durante mi primer invierno en Michigan apenas conocí a María. Se me acercó sigilosamente, como el sol, primero un destello sobre el estanque, un resplandor a través de los témpanos, y al final un pedazo de azul excavado del gris de las nubes.
Iván, el escultor que me había descubierto, me dio un extraño libro surrealista, Los cantos de Maldoror, del Conde de Lautréamont. Recuerdo que lo que más me impresionó fue la nota biográfica que decía que el autor no había sido ningún conde sino un uruguayo sin un peso que se había suicidado en París en 1870 a los veinticuatro años. Me sentaba en el estudio de Iván y le leía fragmentos de este libro terrible, leía sobre un largo cabello parlante que brotaba de la cabeza de una puta o sobre un hombre que se había apareado con un tiburón en el mar. Recuerdo una línea que decía: “Soy como un perro con su amor por el infinito”.
Quién es Edmund White
♦ Nació en Cincinnati, Estados Unidos, en 1940.
♦ Es escritor de novelas, biografías y ensayos.
♦ Se especializa en literatura gay y escribió las biografías de Marcel Proust, Jean Genet y Arthur Rimbaud.
♦ Es autor de libros como Estados del deseo, Historia de un chico, La hermosa habitación está vacía y La alegría del sexo gay.
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