Eran principios de los 90, tenía 20 años, vivía en la Ciudad de México y estudiaba periodismo. En uno de los últimos semestres, el profesor de Literatura nos encargó escribir la biografía de algún escritor. Elegí a Julio. Aunque de él sólo había leído Historias de cronopios y de famas, creí que sería suficiente. La propuesta era que los alumnos leyéramos los perfiles en voz alta.
Así lo hicimos, pero mi texto era un relato cronológico, anodino. Sobre todo, sin corazón. El maestro me retó y me dijo que debía rehacer la tarea; y para rehacerla, era indispensable leer más libros de Cortázar. En especial, la famosa Rayuela. No sabía de qué se trataba y el nombre no me decía nada, porque en México al juego de la rayuela lo llamamos “el avión”. Era un misterio que ya iba a descifrar.
En esa época ya trabajaba en un diario y estaba a punto de cumplir mi anhelo infantil de vivir sola y dejar de compartir espacio, habitaciones y camas con mis siete hermanas. Era tanta mi urgencia por irme de la casa familiar que alquilé un departamento que todavía no tenía luz, ni cama, ni tele. Nada.
Mis únicas y escasas pertenencias eran unas cajas de ropa y de libros, entre ellos una edición crítica de Rayuela que el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de México acababa de publicar ese año (1992), coordinada por Julio Ortega y Saúl Yurkievich. Haroldo Campos participaba en la introducción. Además de las 466 páginas de la novela, incluía otras 330 con el Cuaderno de Bitácora que escribió Julio; capítulos del manuscrito que dejó en Austin; la historia de su obra, lecturas y un dossier con textos de Carlos Fuentes, José Lezama Lima, Rosa Montero, Osvaldo Soriano y Milagros Ezquerro, entre otros. Una belleza editorial. De colección.
Comencé a leer el libro la primera noche que pasé en mi casa nueva, acostada en un saco de dormir que me había prestado una amiga, e iluminada con la luz de las velas, porque tardaron varias semanas en conectar la electricidad. El encantamiento fue instantáneo. El tablero de dirección me hizo sonreír. Nunca había sentido que un autor me invitara a jugar de esa manera.
En esa lectura iniciática, seguí sus indicaciones. Luego la releería de todas las formas posibles. Rayuela se convirtió en mi compañía justo en el momento en que empezaba a crecer, a ser independiente, a descubrir el mundo. Por las noches llegaba a mi semivacío hogar, cenaba cualquier cosa y leía hasta la madrugada las aventuras de Oliveira, la Maga, Traveler y Talita.
Me enamoré de Julio. Cómo no hacerlo. Deseé ser parte del Club de la Serpiente y hablar gíglico. Soñé con el beso del capítulo 7. Subrayé frases e hice anotaciones casi en cada página. La tarea de la clase de Literatura pasó a segundo plano. Ya era intrascendente. Rayuela y Julio se habían transformado en mi libro y en mi autor favorito; y París y Buenos Aires, en destinos soñados.
Años más tarde estudié un posgrado en Madrid. Al terminar los cursos regulares podíamos postularnos a prácticas en otros países. Elegí trabajar en Radio Francia Internacional, en París, porque París era Rayuela. Llegué a la ciudad en vísperas de lo que sería un gélido invierno. Una amiga que sabía de mi devoción me regaló Marelle, una de las tantas traducciones francesas de la novela, editada allá por Gallimard.
El ritual de lectura que había hecho por primera vez en México, lo repetí en el cuarto minúsculo de un banlieue parisino. Además, sumé los recorridos rayuelianos por puentes, calles, cines. También pasé al cementerio de Montparnasse para dejarles flores a Julio y a Carol Dunlop. Ahí, frente a su tumba, le agradecí que me hubiera invitado a soñar y a viajar, que fuera tan querible y amoroso con su escritura, tan cercano. Tan amigo, aunque no nos hubiéramos visto nunca. No importaba.
La aventura europea terminó. Ya de vuelta en México, me inscribí en un club de admiradores de Cortázar que encontré en Internet. Ahí conocí a un tal Martín que vivía en un barrio llamado Almagro. Chateamos durante meses. En noviembre de 2001, con declaraciones de amor mutuo de por medio, me invitó a venir a Buenos Aires. Estaba feliz. Iba a conocer el lado de acá, a vivir mi propia historia rayueliana con un cortazariano confeso.
Por supuesto, era una ficción. El espejismo amoroso se desvaneció muy pronto, pero ese encuentro me alcanzó para descubrir que Buenos Aires era mi lugar en el mundo. Porque la cita, en realidad, no era con Martín, sino con la Buenos Aires que Julio me había convocado a conocer a través de sus cuentos y novelas, en sus entrevistas. Sentía que era mía antes de haber venido.
En ese primer viaje, sólo estuve dos semanas en Buenos Aires. Luego volví en abril de 2002, ahora supuestamente para trabajar y reportear la crisis. Había engañado a mis editores, porque lo único que quería era estar en la ciudad. A pesar de las protestas, de la desazón que invadía las calles, me ilusionaba andar por aquí.
El regreso a mi país fue duro. Empecé un largo penar por Buenos Aires. Me sentía triste, incompleta. Mi cuerpo deambulaba sin mi espíritu en las calles de la ciudad de México. Al pasar por los ventanales de la colonia Roma, esperaba escuchar los acordes de un bandoneón. Compraba y leía todos los libros de y sobre Julio. En los diarios mexicanos buscaba noticias sobre Argentina. Añoraba el olor de los asados callejeros. Comía en los restaurantes argentinos de mi colonia. Caminaba por Paseo de la Reforma y esperaba que, por arte de magia, se convirtiera en la Avenida Santa Fe. Eso sí que hubiera sido un milagro cortazariano.
No sabía qué hacer. Hasta que una noche lo supe: si quería estar en Buenos Aires, me tenía que ir a Buenos Aires. Nada me detenía en México, salvo los miedos. Sin pensarlo demasiado, renuncié al diario, junté mis ahorros y compré un boleto de avión. A fines de octubre de 2002, aterricé aquí por tercera vez en menos de un año. Me sentía tan feliz, tan libre. No tenía amigos, ni familia, ni trabajo. Pero tenía a mi Rayuela edición especial en la maleta. Era más que suficiente.
Mi plan era estar aquí sólo tres meses, hasta que se me terminara el dinero. Pero de eso ya pasaron 20 años, y sigo del lado de acá.
De tanto traqueteo y lecturas, mi Rayuela, que sigue y seguirá conmigo, se rompió y ya no tiene tapa. Pobrecita. Debería llevarla a encuadernar. Lo que sí tiene son mis subrayados y mis anotaciones escritas al fin de cada capítulo, en los márgenes. El fin de semana la hojeé y me dio ternura ver los signos de interrogación que ponía en las páginas en las que Julio hablaba de la melancolía porteña, el truco, el bondi, la guita, la yerba, los chinchulines, la Richmond, la General Paz… no sabía qué era todo eso.
Ahora, ya sé. También encontré una foto en la que aparezco brindando, emocionada, en una muestra sobre Julio, y el recorte de la crónica que un amigo escribió cuando Julio murió en París. Un póster suyo ocupa la pared destacada de mi sala. Todos sus libros, algunos en ediciones raras, agotadas, incunables, están en el mejor lugar de mi biblioteca.
Cada tanto abro alguno al azar pero el más querido siempre es Rayuela, ese librito que, de manera impensada, sin planearlo, ni esperarlo, me hizo tomar decisiones que cambiaron mi destino y me ayudó a construir la hermosa vida que tengo ahora en Buenos Aires. Solo siento cariño y gratitud. Cada vez que salgo a recorrer las calles de la ciudad, sé, siento que el enamoramiento está intacto. Y suelo recordar el verso de Julio:
Vos ves la Cruz del Sur
Y respirás el verano con su olor a duraznos,
Y caminás de noche
Mi pequeño fantasma silencioso,
Por ese Buenos Aires,
Por ese siempre mismo Buenos Aires.
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