Ya el nombre del río donde buscan a Cecilia Strzyzowski hace encoger el alma: Tragadero.
Porque los nombre de los lugares, la toponimia, suele contar historias que preferimos olvidar o fábulas con las que intentamos conjurar nuestros miedos: La Matanza, Indio Muerto, Venado Tuerto. Tragadero.
De algo de esto hablaba el escritor Mariano Quirós en septiembre de 2017, cuando ganó el Premio Tusquets por su novela Una casa junto al Tragadero. Algo oscuro ya veía.
La novela había surgido, en realidad, de la experiencia de un amigo que se tuvo que mudar de la ciudad a un caserío junto al río donde sólo se oían los sonidos de la naturaleza. Estaba perturbado. “Entonces -contó Quirós- quiso trasladarme parte de su angustia y me sugirió que escribiera algo a partir del nombre del río: Tragadero. Y me inventó una historia que nunca quise saber si es verdad o pura imaginación suya: que el Tragadero se llama así porque es un río que traga cosas, traga el ganado, se traga a las personas, y en alguna época, peón que perdía una vaca en el Tragadero, peón que la pagaba hundiéndose en el río... o quedaba enloquecido, perdido en ese monte áspero y bello que tiene el Chaco”.
El resultado fue Una casa junto al Tragadero, la historia de un hombre que vive solo con su perra cerca del río. Había dejado la ciudad buscando calma, se siente inquieto en la selva. Lo llaman “El Mudo”. Como los nombres de los lugares, los apodos siempre dicen una verdad.
Encontramos al Mudo apuntándole a un mono por jugar, “por hinchapelotas”, dice, y volándole la cabeza por error. Antes tiraba más, parece: nos dice que dejó de hacerlo porque le reclamaban “gente de acá y gente de la ciudad”. En nombre de la ecología se lo dicen. Total, él puede comer otra cosa.
Años atrás él ha visto, en la zona, chicos jugando con cadáveres de mono, un vínculo cotidiano y duro con los animales y su muerte. Ahora en la casa de enfrente -del otro lado del Tragadero- se han instalado unos muchachos que vienen de otro lado. La inscripción en su camioneta explica todo: “Vida silvestre”. Se han venido de la ciudad a vivir entre ramas y barro, sin electricidad. Él los mira, oculto.
Ahí va a pasar algo, seguro.
¿Y el río? Siempre presente. El Mudo lo cruza en el “cachiveo”, un sistema que han armado con un palo a cada lado de la orilla, una soga y un bote en el que se va y se viene tirando de la soga (he visto eso mismo cerca de Buenos Aires, en el Tigre, sobre el arroyo Abra Vieja).
El río siempre, hasta en los sueños del Mudo: “Yo estaba en el cachiveo y no tenía soga de acero para tirar. Tampoco había corriente ni nada que me moviera. Estaba quieto nomás, en medio del agua. Entonces se me venían los yacarés. Dos yacarés, exactamente, y se ponía uno en cada lado del cachiveo.”
No es raro que inquiete ese río. Un vecino le ha hablado al Mudo de su nombre: “El Tragadero, por lo menos eso me explicó Insúa, es mucho más peligroso de lo que parece. Tiene mucho barro en el fondo, un barro que te chupa, que te empuja para abajo. Por eso se llama Tragadero: porque traga las cosas y las personas.
Ese nombre, dice en el libro, se lo pusieron los peones que iban y venían y, para acortar camino, lo cruzaban a pie en las épocas de bajante. Y ahí ese río, que parecía tan manso, sacaba los dientes:
“Resulta que, llegado el momento, los paisanos que se mandaban a cruzar el Tragadero de ese modo querían de repente alzar un pie y no podían. Es el barro, que te succiona. Como si te comiera. Arranca por los pies, sube por los tobillos, para entonces uno se desespera y hace movimientos que no conviene hacer. Hace fuerza para liberar un pie, pero esa misma fuerza no hace más que hundir el otro pie. Y si se da el caso de que uno consiga zafar, supongamos, el pie derecho, es el mismísimo movimiento de liberación lo que acaba por hundir aún más al pie izquierdo. Por una cuestión de peso: de un lado se empuja para arriba, y del otro, un poco sin querer, para abajo.”
El vecino avisa: “El Tragadero es un río maldito”. Una vez que tenés el barro a la rodilla, le dice, no hay salvación. Y si alguien te quiere ayudar, se hunden los dos. “‘Al Tragadero no le gusta que le quiten lo que es suyo», agregó Insúa. «Si algo, una persona, se mete en el agua, inmediatamente el río la considera suya.’”
La amenaza ahí, a metros de la casa. Ahí el hombre va a aprender a cazar, a limpiarse y saciar su sed en ese mismo río del peligro, a sobrevivir.
Y ahora llegan los muchachos ecologistas.
Mariano Quirós ahora vive en Buenos Aires pero nació en Resistencia en 1979. Antes de esta novela había publicado Robles (Primer Premio Bienal-CFI), Torrente (Premio Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio “Laura Palmer no ha muerto”), Tanto correr (Premio Francisco Casavella) y No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache y Premio Memorial Silverio Cañada, de la Semana Negra de Gijón).
“El Chaco, tan cruento y poético, tiene un paisaje ideal para martirizar a un personaje en conflicto consigo mismo”, dijo cuando ganó el Premio Tusquets. Algo de eso hay en Una casa junto al Tragadero. Pero hay más.
Cuando las cosas se vayan de las manos, cuando los jóvenes de la ciudad se asusten, cuando el río se cobre una presa, se les irán los buenos modos y los sentimientos nobles y podrán ser crueles y brutales. ¿Quién es la civilización, quién la barbarie? Con el calor y el barro, con el poder del Tragadero, esas cuestiones serán puestas en duda.
Este lunes, el Instituto de Medicina y Ciencias Forenses de Chaco consideró que los huesos hallados en el río Tragadero, en el marco de la búsqueda de Cecilia Strzyzowski, son humanos y se corresponden a falanges de una mano y de un pie.
Uno de los imputados, Gustavo Obregón, había contado: “Bajamos con las bolsitas, cada uno llevaba una bolsa, y bajamos por un camino, que es como un sendero, que está al costado izquierdo al Campo Rossi, que baja hacia al río (Tragadero). César desata una y larga todo el contenido de la bolsita, en el límite del agua y la costa, y después con la otra bolsita, lo mismo”.
Una casa junto al Tragadero da cuenta de un ambiente oscuro, cargado, acechante. La selva, sus terrores y el espanto que llega desde la ciudad. Quirós nunca debe haber imaginado cuánto.
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