La insoportable duda sobre cómo es vivir en Europa Central: Milan Kundera revela los secretos de una región angustiada

El escritor checo analiza la identidad europea en su libro “Un Occidente secuestrado”, que recoge ensayos de los años 60 y 80. Todo lo que dijo hace décadas cobra nuevos sentidos en días de guerra y cancelación.

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Milan Kundera nació en el
Milan Kundera nació en el territorio que fue Checoslovaquia. Tiene 94 años.

Es difícil recordar, releer, lo que tenía para decir el checo Milan Kundera en las décadas del 60 o del 80, cuando su país se llamaba Checoslovaquia, se encontraba bajo un régimen socialista y había quedado al otro lado de la Cortina de Hierro. Y la dificultad no se relaciona con que el escenario haya cambiado tan radicalmente que hoy resulte demasiado trabajoso ponerse en aquel contexto.

No, más bien todo lo contrario: revisar lo que tenía para decir Kundera en ese entonces se parece tanto al presente, a los discursos y escritos actuales, que la incomodidad resulta inevitable ¿Nada ha cambiado? ¿Siempre se vuelve a lo mismo? Como si ciertos debates fueran imposibles de saldarse y no quedara más alternativa que revisar qué se decía para, al menos, sentir que la humanidad ha aprendido algo en las últimas décadas.

Un Occidente Secuestrado (Tusquets) recoge dos textos de Kundera: su discurso en el Congreso de Escritores Checoslovacos, de 1967, y un ensayo de 1983 que lleva el mismo nombre del libro. Los dos están muy emparentados temáticamente. Desde su identidad eslava y centroeuropea, el autor mira a un mundo partido por la Guerra Fría y se pregunta qué ser. Qué es su país, qué es su continente, su cultura, su idioma, su pueblo. Qué es y por qué.

Al fin y al cabo el pueblo checo, como el eslovaco o el polaco o incluso el húngaro, debieron lidiar con esas preguntas al verse rodeados y eventualmente fagocitados por naciones más fuertes ¿Hablar y vivir en alemán no hubiera sido más fácil, más pragmático para un ciudadano cualquiera de Praga? Especialmente un escritor podría haber publicado más y alcanzado a un mayor número de lectores si simplemente hubiera trabajado en un idioma que contase con más hablantes nativos.

Pero los pueblos pequeños, como los llama Kundera, sólo pueden defender su lengua y su soberanía a través del peso cultural de su propio idioma y del carácter único de los valores engendrados con ayuda de este. Y es la misma cultura la que sirve para preservar la identidad nacional, pero también para justificar su existencia. Escribir en alemán tendría beneficios pragmáticos, ¿pero para qué? Si al fin y al cabo la literatura es también propia de su contexto, marca a y es marcada por la identidad y las circunstancias.

La respuesta del autor es cerrarse para proteger y abrirse para expandir. Una apertura al mundo, pero desde su mundo. Abrazarse al ser frente a los embates de la comodidad o de las armas ajenas ¿Cómo no remitirse a la insistencia actual de Ucrania por denominar a su capital Kyiv, en ucraniano, y no Kiev, en ruso?

Claro que también sería válido replicar que, desde hace tres décadas, Kundera escribe sus obras en francés. De todas formas, esto se relaciona directamente con lo que se vivía en 1967, cuando la Checoslovaquia socialista se encontraba inmersa en un clima de represión y censura. En su discurso en el Congreso de Escritores de aquel año, Kundera llamó “vándalos” a los censores que vetan incluso aquello que no entienden, aquello que pone en jaque su propia perspectiva o su estrechez tan cómoda. Vándalo es quien destruye al mundo tan sólo para adaptarlo a una imagen que le sea más sencilla de entender, de digerir.

La verdad, dice el checo, sólo se encuentra confrontando opiniones libres e iguales ¿Cómo no remitirse a la actual cultura de la cancelación, a los discursos de odio en redes sociales, a los encendidos reclamos actuales de censura a lo que sea que no guste? El Congreso de 1967 fue una plataforma de lanzamiento para la Primavera de Praga del año siguiente, cuando las protestas fueron finalmente suprimidas por los tanques soviéticos.

Kundera vuelve sobre su propio discurso para recordar desde dónde habla: desde Europa central, esa región pequeña en donde cohabitan tantos pueblos diversos. La máxima diversidad en el mínimo espacio, define. Una región que ya había pasado por el estalinismo y por el nazismo, dos experiencias de las que nadie salió siendo el mismo que cuando entró. Todo fue transformado y, quizás, las masacres, las censuras, las persecuciones, los acosos, los atropellos permitieran a los pueblos plantearse otras preguntas, tal vez más pertinentes, tal vez más filosas. Incluso la experiencia colectiva traumática puede fluir hacia una creación cultural más rica. Si la cultura defiende y justifica a la identidad, la identidad atropellada potencia y reafirma a la cultura.

¿Pero de qué debe defenderse? En ese pedazo de tierra entre Rusia y Alemania, pasaron el estalinismo y el nazismo, pero también la ofensiva soviética sobre Budapest en 1956 y sobre Praga en 1968. Una Europa central inconexa, partida, ligada mítica y culturalmente al occidente continental, pero enlazada políticamente al este desde 1945. El final de la Segunda Guerra Mundial significó que Checoslovaquia quedara al otro lado de la Cortina de Hierro, que la idiosincrasia y la tierra checa fuera arrebatada del conjunto al que tradicionalmente pertenecía para pasar a formar parte de otra cosa. En el medio, una barrera infranqueable.

Philip Roth (a la izquierda)
Philip Roth (a la izquierda) fue una de las personas que más hizo por difundir la obra de Kundera.

El nuevo escenario de Pacto de Varsovia, socialismo y Guerra Fría implicó replantear la identidad para los pueblos de la zona. Un replanteo forzoso, como se vio en las revueltas de 1956 o 1968. Un replanteo resistido. Y hasta tal punto que no se trató tan sólo de una resistencia a la censura o a la represión, sino al saberse en el lado del continente que por historia y afinidad cultural no correspondía. De un lado, la civilización anclada en la antigua Roma; del otro, Bizancio y el cristianismo ortodoxo. De un lado, alfabeto latino; del otro, cirílico. Kundera plantea esta incomodidad como un choque de civilizaciones, aquel concepto que reformularía y popularizaría Samuel Huntington en 1993.

¿Acaso Rusia no es Europa? Geográficamente sí, por supuesto, al menos una parte. Pero desde un punto de vista cultural y político, no sólo Kundera la define como algo diferente. Aleksandr Duguin, alguna vez apodado como el filósofo de Vladimir Putin, plantea que Rusia es otra cosa, otra civilización. Pero el checo dice que Rusia también está (en 1983) perdiendo su identidad a partir de una burocracia soviética profundamente anacional. Si Europa central era la máxima diversidad en el mínimo espacio, la Rusia soviética (¿y por qué no también la Rusia imperial e incluso la actual Federación de Rusia?) apuntaba a la mínima diversidad en el mayor espacio.

La lógica expansionista lleva a que el autor se pregunte si entonces el comunismo no es más bien la culminación de la historia rusa en lugar de su negación. Una vez más, es difícil no remitirse a la actualidad y a una Ucrania que reafirma haber quedado históricamente a un lado del continente que no le correspondía. Más difícil aun resulta cuando Kundera refiere a las “viejas obsesiones antioccidentales de Rusia”. ¿Escribe en 1983 o en 2023?

Si de un lado está Rusia, del otro aparece Europa occidental y, en el medio, ese botín conformado por el centro del continente, vale preguntarse qué unificaría a cada espacio. Hoy podría hablarse de la Unión Europea, de la OTAN y no faltará incluso quien hable de valores democráticos opuestos a autocracias. Las fronteras políticas son muchas veces inauténticas, impuestos por invasiones y ocupaciones. Entonces, dice el autor, la unidad de Europa central radica en las grandes situaciones comunes, en las experiencias compartidas y en una vulnerabilidad quizás demasiado explícita.

“Una pequeña nación es aquella cuya existencia puede ser cuestionada en cualquier momento, aquella que puede desaparecer, y lo sabe”, define el autor. Y recuerda que esto no sucede en Francia o Alemania, pero sí en Polonia, cuyo himno inicia con el verso “Polonia aún no ha perecido”. Es una región más de vencidos que de vencedores y allí radica la originalidad de su cultura, su espíritu plebeyo y la burla a la grandeza. Para Kundera, su país forma parte del gran foco cultural del continente, una Europa en miniatura que por entonces se encontraba sometida a un poder ajeno y que se estaba perdiendo.

¿Qué tan distinto es el mundo actual? Europa está nuevamente en guerra, nuevamente partida, con fronteras bloqueadas y trincheras y tanques. Alguna vez la unidad de la identidad europea se basó en la religión, luego pasó a basarse en una cultura ligada a ciertos valores. ¿Y después? El autor planteaba esa duda en 1983 y no encontraba respuesta a una unidad que se daba por cierta, pero que tendía a desaparecer. Se preguntaba si podría ser el mercado, los medios de comunicación o alguna política en particular aquello que encarnara y materializara los valores supremos de una supuestamente común identidad europea.

Zelenski, titular del Poder Ejecutivo
Zelenski, titular del Poder Ejecutivo de Ucrania, encarna la necesidad de un país de sostener y cultivar una identidad, según el autor de esta nota. (Photo by Andreas SOLARO / AFP)

No hay respuesta a esa pregunta, pero quizás Kundera dejara alguna pista: dice que el Occidente moderno se funda en el ego que piensa y que duda. Al otro lado hay un totalitarismo que acalla y una lógica que se impone. Hablaba entonces de la Unión Soviética y del comunismo y de Europa y de la Guerra Fría. Pero hoy (¿cómo no remitirse al hoy?) puede que esa sea la gran división entre una cultura y otra. Sean estas las culturas que sean, no necesariamente europeas. Las dudas permanentes enfrentadas a las certezas absolutas. La censura y la cultura de la cancelación enfrentada a eso que nunca dijo Voltaire pero le atribuyen: que estoy en desacuerdo con lo que dices pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.

Las certezas son más sencillas que las dudas, vetar puede ser más fácil que permitir y escribir en un idioma más popular seguramente sea lo más útil y pragmático. Pero a veces estalla una guerra o se forma una grieta entre un ellos y un nosotros. A veces se imponen lógicas ajenas y quedamos asociados a lo que no nos corresponde o creemos que no nos representa. Y entonces lo más sencillo, lo más fácil, lo más útil, lo más pragmático quizás, simplemente, no sea la mejor opción.

Un Occidente Secuestrado (fragmento)

¿Qué es Europa para un húngaro, para un checo, para un polaco? Desde el principio, esas naciones pertenecen a la parte de Europa arraigada en la cristiandad romana. Participan en todas las fases de su historia. La palabra “Europa” no representa para ellas un fenómeno geográfico, sino una noción espiritual que es sinónima de la palabra “Occidente”. En el momento en que Hungría ya no es Europa, es decir, Occidente, es expulsada más allá de su propio destino, más allá de su propia historia; pierde la esencia misma de su identidad.

La Europa geográfica (la que va desde el Atlántico hasta los Urales) siempre estuvo dividida en dos mitades que evolucionaban por separado: una vinculada a la antigua Roma y a la Iglesia católica (seña particular: alfabeto latino), y la otra anclada en Bizancio y en la Iglesia ortodoxa (seña particular: alfabeto cirílico). Después de 1945, la frontera entre esas dos Europas se desplazó unos pocos cientos de kilómetros hacia el Oeste, y algunas naciones que siempre se habían considerado occidentales se despertaron un buen día y constataron que se encontraban en el Este.

Como resultado de ello, después de la guerra se formaron tres situaciones fundamentales en Europa: la de Europa occidental, la de Europa oriental y la de esa parte de Europa situada geográficamente en el centro, culturalmente en el Oeste y políticamente en el Este, la más complicada de las tres.

Esa situación contradictoria de la Europa que yo llamo central puede hacernos comprender por qué es ahí donde, desde hace treinta y cinco años, se concentra el drama de Europa: la grandiosa revuelta húngara de 1956, con la sangrienta masacre que hubo después; la Primavera de Praga y la ocupación de Checoslovaquia en 1968; las revueltas polacas de 1956, 1968, 1970 y la de los últimos años. Ni por su contenido dramático ni por su alcance histórico, nada de lo que ocurre en la Europa geográfica, ni en el oeste ni en el este, puede compararse con esa cadena de revueltas centroeuropeas.

Cada una de esas revueltas era alentada por la casi totalidad del pueblo. Si no hubieran sido apoyados por Rusia, esos regímenes no habrían podido resistir allí más de tres horas. Dicho eso, lo que sucedía en Praga o en Varsovia no puede ser considerado en su esencia como el drama de Europa del Este, del bloque soviético, del comunismo, sino precisamente como el de Europa central.

En efecto, esas revueltas, apoyadas por la totalidad de la población, son impensables en Rusia. Pero son impensables incluso en Bulgaria, país que, como todo el mundo sabe, es la parte más estable del bloque comunista ¿Por qué? Porque Bulgaria forma parte, desde sus orígenes, de la civilización del Este, gracias a la religión ortodoxa, cuyos primeros misiones fueron, por cierto, búlgaros. Así pues, las consecuencias de la última guerra significan para los búlgaros un cambio político, desde luego considerable y lamentable (los derechos del hombre no son menos pisoteados allí que en Budapest), pero no ese choque de civilizaciones que representa para los checos, para los polacos, para los húngaros.

Quién es Milan Kundera

♦ Nació en Brno, Checoslovaquia, en 1929. Perdió su ciudadanía en 1975 y desde 1981 es ciudadano francés.

♦ Ha publicado diez novelas, seis de ellas originalmente en checo, incluyendo a La insoportable levedad del ser y La Broma.

♦ Es también ensayista, dramaturgo y ha escrito dos libros de poemas.

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