En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, la artista visual y escritora mexicana Verónica Gerber Bicecci es quien cuenta en primera persona la “cocina” del primer libro que escribió, Mudanza, y que ahora, trece años después de la publicación original se puede conseguir en librerías argentinas, editado por Sigilo. La autora de la celebrada novela Conjunto vacío reúne en estas páginas las historias de cinco escritores que abandonaron la literatura —o una idea tradicional de hacerlo—para convertirse en artistas. Es decir, se “mudaron” o expandieron los límites de la creación y los lenguajes y soportes: escultura, performance, instalación. ¿Y el de la autora? A la inversa, de las artes visuales a la literatura.
En este ensayo breve, Gerber Bicecci explora la relación entre la literatura y el arte a través de la indagación autobiográfica del quehacer artístico y del acto de escribir. La mexicana parte de su propio relato, de sus propio árbol genealógico, mapas y exploraciones (cuenta sobre su ambliopía u “ojo vago”) para unirlos con las narraciones de vida de la artista conceptual francesa Sophie Calle; el artista y poeta estadounidense Vito Acconci; Ulises Carrión, el mexicano que abandonó la literatura ortodoxa para dedicarse al arte contemporáneo en Europa; el pintor y poeta sueco Öyvind Fahlström y el poeta, cineasta y artista conceptual belga Marcel Broodthaers.
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¿Cómo se unen los universos del arte y la literatura, ese camino que propone Mudanza? “Lxs personajes [del libro] llegan al nuevo lugar con un montón de trastes empacados en cajas. Vienen con sus lenguajes a cuestas. No huyen, no escapan; elijen la salida de emergencia. Intentan romper una estructura que les resulta cerrada o asfixiante para pensar en otra posible. Hay diálogo, o para ser más justa, la imposibilidad de un diálogo”, dice al respecto la “artista visual que escribe”.
“Cuántas veces al día consideramos dejar todo para seguir el trayecto de un disparate: cómo encontrar esa ínfima molécula en nuestro flujo sanguíneo y hacerla explotar. Cuántas veces al día el mundo ha intentado desistir de nosotros. ¿No son esas las situaciones que suceden solamente en los libros? Escribir es habitar un paralelo, leer es merodearlo”, escribe en Mudanzas para pensar las “cajas” de los dos oficios.
Cómo escribí “Mudanza”
El lugar: Escribí Mudanza entre 2007 y 2009 con una beca de la Fundación para las Letras Mexicanas. Pedí esa beca porque fracasé en mi intento por estudiar una maestría en Artes visuales en Estados Unidos: ninguna universidad me aceptó en sus programas.
El posible origen: la primera vez que vi el trabajo de Ulises Carrión fue en el museo Carrillo Gil, aquí en México, en el año 2002. Tenía 20 años y estudiaba artes plásticas en la Esmeralda. Martha Hellion, artista visual y amiga cercana de Carrión, fue la curadora de esa retrospectiva. No tengo palabras para explicar lo importante que fue para mí esa exposición, estuve ahí muchas horas e incluso volví días después para ver de nuevo algunas piezas y videos. Cuando empecé a escribir Mudanza en 2007, Carrión todavía era una especie de secreto a voces. En ese entonces —y todavía hoy— me parecía que con Mudanza yo estaba haciendo un tránsito inverso al de lxs personajes. Es decir, ellxs se habían mudado de la literatura a las artes visuales y yo –que me formé como artista visual– estaba dando un salto a la escritura literaria.
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Objetivo inicial: Narrar el punto de inflexión. Intentar capturar el momento en que una palabra se convierte en imagen, una letra en escultura, un cuento en una instalación.
Elemento común: El cuerpo es el que hace la escritura. El cuerpo es el que escribe las imágenes y las palabras. Volver visibles las estructuras performativas de la escritura. Los ensayos de Mudanza proponen al cuerpo como el lugar de una sintaxis en la que las disciplinas pierden sus bordes.
El orden de escritura: Primero escribí los cinco ensayos centrales: “Papiroflexia” (sobre Vito Acconci), “Telegrama”; (sobre Ulises Carrión), “Equívoco” (sobre Sophie Calle y Paul Auster), “Capicúa” (sobre Marchel Broodthaers) y “Onomatopeya” (sobre Oÿvind Fahlström). Después mis lectores (Jorge F. Hernández, Guillermo Espinosa Estrada, Pablo Duarte) me dijeron que hacía falta algún tipo de prólogo y así fue como escribí “Ambliopía” (un ensayo personal sobre el desarrollo anormal de mi ojo derecho).
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La primera edición: El primer editor de Mudanza fue Marco Perilli, en la editorial Auieo. Se publicó en 2010 con 500 ejemplares. Él me propuso escribir un ensayo más. Un ensayo especular a “Ambliopia”. Fue una sugerencia acertadísima de un gran editor. Así fue como escribí “Ambigrama” y logré cerrar el círculo conceptual que buscaba.
El libro: Rastrear los espacios negativos del lenguaje: el silencio, sí, pero también el secreto, lo invisible, el vacío, lo no dicho, la traducción, la reescritura. Encontrar un camino hacia los límites del lenguaje, hacia su afuera e intentar escribir desde ahí. El libro es lo que resulta de intentar atravesar esos límites, el registro de esa necedad.
El origen invisible: los personajes de Mudanza son una especie de genealogía o al menos una a la que me gustaría adscribirme. Detrás de cada uno de esos personajes hay unx profesorx que me puso diapositivas de su trabajo en clase o me prestó un libro; unx compañerx que lo trajo a cuento en una conversación o pensó que podría interesarme. Esa sería la genealogía invisible de Mudanza: la de los lazos afectivos y de aprendizaje que configuran mi selección de personajes. Hay muchos artistas más que se han sumado a esta genealogía. Por ejemplo, en Conjunto vacío, hay un pasaje que es una visita a una exposición en el Museo Tamayo en México. Se trata de una curaduría ficticia en la que las obras y artistas que aparecen continúan una búsqueda asociada a Mudanza, la de la escritura “ilegible”.
Lo que pienso hoy: Me interesa el lenguaje que se cuestiona a sí mismo. Pienso el lenguaje como una serie de capas de espacio-tiempo que son susceptibles de reescribirse, resituarse, reciclarse y resignificarse. Esas son las estrategias con las que trabajo.
Traducción: Creo que las imágenes hablan otra lengua y como con cualquier otro lenguaje, lo único que podemos hacer frente a ellas es intentar entender y descifrar su idioma. Después, claro, traducimos esa experiencia al lenguaje verbal para conversarlas y entenderlas con otrxs. La traducción de imágenes suele ir de lo visual a lo verbal, y en los textos literarios suele ir de lo verbal a lo verbal. Es ahí donde hay una diferencia. El malentendido de las imágenes sucede a menudo en su relación con el lenguaje verbal.
La primera presentación: Se realizó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Fue una presentación doble: Mudanza y Jaque Mate, de Vicente Rojo, ambos publicados por Ed. Auieo. Yo hablé de Jaque Mate, y Vicente Rojo leyó un texto. El epílogo de Mudanza es ese mismo texto.
Sobre mudar: Lxs personajes llegan al nuevo lugar con un montón de trastes empacados en cajas. Vienen con sus lenguajes a cuestas. No huyen, no escapan; elijen la salida de emergencia. Intentan romper una estructura que les resulta cerrada o asfixiante para pensar en otra posible. Hay diálogo, o para ser más justa, la imposibilidad de un diálogo.
Así empieza “Mudanza” (fragmento)
AMBLIOPÍA
Lee lo que ves. Pero tenía que esperar a que se disiparan las nubes y no había tiempo. Una por una. Las letras estaban fijas y solo veía manchas flotando en el espacio entre la pantalla y mi silla, no dejaban de moverse. Primero hay una E. La letra era grande, las manchas no alcanzaban a taparla del todo. Abajo es F y creo que P. T-mancha-Z. L-mancha-mancha, tal vez E y luego mancha. El oftalmólogo movía los aumentos, iba y venía de uno a otro. Todo parecía igual. Peor, lo que recordaba como una P ahora era un borrón y las letras tapadas bajo las manchas sobresalieron en una escritura manuscrita y vaporosa que tardaba demasiado en tomar forma. Pensé que si esperaba suficiente lograría estabilizarlas, separarlas, hacer un ejercicio de deducción, mentir, pero no funcionó. Mi madre me miraba desde el otro lado del consultorio, sentada en una pequeña silla, con cara de preocupación. Al parecer la situación calificaba para desgracia familiar.
Siempre tuve la impresión de que el oculista era un farsante: por más que cambiaba las lentes y sacaba extrañas herramientas, mi ojo parecía inmutable. Ves mejor con este o… con este. Nada. A ver… aquí o… aquí. La variación era mínima. Creo que es mejor el segundo. En realidad, me parecían idénticos. Solo había manchas moviéndose tan despacio como una mezcla de cemento a punto de cuajar. Mi ojo derecho seguía un camino errante e indescifrable, como si no fuera mío, como si no fuera yo quien lo controlaba.
Más que una lente para corregir, necesitaba un ventilador que se llevara los cúmulos emborronados. Lo que veía era tan inestable, tan desigual, que terminó por asustarme. No tenía idea de que había un extraño alojado en mi córnea. Nací con un solo ojo y lo había ignorado por completo. Cómo saber qué es ver bien si siempre has visto igual, si no hay referente alguno ni punto de comparación. En esa visita al consultorio descubrí que al tapar mi ojo izquierdo podía ver como a través de un caleidoscopio, pero obstruido y monocromático, defectuoso.
Finalmente, el doctor diagnosticó ambliopía: el síndrome del ojo flojo. Aunque no había mostrado déficit de atención, ni mi desempeño escolar se había visto mermado, mi madre se dio cuenta de que, cuando más concentraba la mirada, cuando el esfuerzo visual era importante, uno de mis ojos miraba justo al lado contrario, hacía lo que le venía en gana. Era bizca, aunque no de forma constante: mi ojo paseaba repentinamente y nunca me llevó con él. Un individuo aparte, un desconocido.
Un ojo vagabundo que se quedó en algún punto antes de alcanzar la madurez visual; es decir, tengo un ojo que mira como una niña de entre dos y siete años. Cumplí nueve poco antes de la primera consulta y a esa edad no queda mucho por hacer, pues el sentido de la vista se ha fijado por completo. El único camino habría sido forzar al ojo vago para no cansar al otro que había asumido la responsabilidad –que debió ser compartida– de ver por los dos.
Cuando la imagen que produce cada ojo no se refleja en el mismo eje, es decir, cuando esas dos imágenes no coinciden en el vértice visual o no se encuentran, se produce visión doble. Antes que mostrarme ese mecanismo engañoso que hace posible una imagen, mi cerebro decidió ignorar uno de mis ojos, dejó la potestad de mi visión en el izquierdo. El derecho quedó a su suerte, con absoluta libertad de hacer cualquier cosa; sin obligación alguna, se perdió en un grave autismo. La ambliopía es la ley del hielo.
Quién es Verónica Gerber Bicecci
♦ Nació en Ciudad de México en 1981.
♦ Es una artista y escritora mexicana, que se define a sí misma como una “artista visual que escribe” y es graduada de la Licenciatura en Artes Plásticas.
♦ Su obra ha sido expuesta en muestras colectivas e individuales en México en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, el Museo Universitario del Chopo, Casa Vecina, Galería Aldaba Arte, Museo de la Ciudad de México, Centro Cultural de España en México, Museo Carrillo Gil, así como en Alemania y Uruguay.
♦ Entre sus publicaciones se encuentran los ensayos Mudanza (2010, 2023) y Palabras migrantes (2018); las novelas Conjunto vacío (2015) y La Compañía (2019); los ensayos visuales Los hablantes (2014), El vacío amplificado (2016) y Las palabras y las imágenes (2018); y la antología En una orilla brumosa. Cinco rutas para repensar los futuros de las artes visuales y la literatura (2021)
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