El filósofo Santiago Kovadloff invita a repensarlo todo: desde el odio y el fracaso hasta la soledad y los secretos

En su nuevo libro, “Temas de siempre”, el intelectual argentino escribe sobre todo aquello que “insiste en no perder actualidad” y traza un recorrido por cuestiones que afectan a los seres humanos desde tiempos remotos hasta hoy.

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En "Temas de siempre", el
En "Temas de siempre", el filósofo argentino Santiago Kovadloff propone "repensar lo que en un primer momento se presentaba como bien sabido".

“La verdadera filosofía consiste en aprender de nuevo a ver el mundo”, dice una frase del pensador francés Maurice Merleau-Ponty, con la que el argentino Santiago Kovadloff eligió abrir su último libro. Temas de siempre está formado por ensayos literarios que se ocupan de asuntos familiares que esconden, detrás, una enorme complejidad. Por eso el subtítulo del libro es “Notas sobre lo que insiste en no perder actualidad”.

“Se impone, entonces, el imperativo socrático de volver a preguntar por lo que parecía sabido y a descubrir las asperezas, las evasivas y las íntimas adversidades con las que tropieza quien se disponga a repensar lo que en un primer momento se presentaba como bien sabido”, escribe el autor.

En sus páginas, el ensayista hablará, entre otras cosas, del odio, de los amigos, del fracaso, de la alegría, de estar solo y de encontrarse, del miedo, del amor, de los hijos, de la impaciencia. Y del secreto. Ese último es el tema de este capítulo de Temas de siempre que compartimos a continuación:

Temas de siempre (fragmento)

"Temas de siempre", de Santiago
"Temas de siempre", de Santiago Kovadloff, editado por Emecé.

El secreto, lo secreto

El secreto siempre es bifronte. En eso consiste su paradoja: alguien debe saberlo y alguien lo debe ignorar. Sin ese contraste, sin esa interacción entre opuestos, su consistencia se pierde. Si es cierto que exige reserva, no menos lo es que pide alguna difusión. Su valor se afianza si no prospera el número de sus participantes. Con cada nuevo depositario de lo secreto, se vulnera la estricta privacidad de aquello mismo que a la vez ese recién iniciado se compromete a resguardar.

El secreto llega a ser especialmente inquietante donde se intuye su existencia aunque se ignore su contenido. Si se lo presiente de algún modo, ya se lo ha descubierto por más que se lo desconozca. De lo contrario, carece de realidad para quien ha quedado excluido del círculo de sus oficiantes. Ocurre, en tal caso, con él lo que Jorge Luis Borges aseveraba con respecto a la originalidad: «Si algo es del todo nuevo, es de algún modo invisible».

Computemos además como no menos relevante lo secreto de nosotros para nosotros mismos. Ya no se trata de lo que conscientemente no confesamos, sino de aquello que ni siquiera sospechamos y que, traído a la luz, viene a decirnos algo esencial, inédito, insospechado, acerca de quiénes somos.

Hay secretos de alcoba, secretos de Estado, secretos profesionales como los que se reservan el clínico, el gobernante o el psicoanalista. Los semblantes del secreto son inagotables, pero a todos ellos los enlaza una misma naturaleza: siempre son lo sabido por unos pocos, lo ignorado por muchos y lo presentido por algunos.

Es cierto también que hay secretos «a voces», es decir, hechos o informaciones que pierden privacidad y ganan estado público, ya sea por una infidencia o bien por algún tropiezo por parte de quien creía estar preservándolo adecuadamente. Aun así, nadie se empecina en propagar lo secreto «a voces» para no potenciar el descrédito de aquel que ha quedado expuesto.

Quien se reconoce víctima de un secreto, es decir, de una verdad que lo afecta esencialmente, accede a esa dolorosa marginalidad: la que se le imponía con lo que se le ocultaba. Al unísono, el secreto develado deja caer, sobre quien lo preservaba en la sombra, un intenso descrédito, otra significación que la que hasta allí tenía para su víctima. Doble derrumbe, entonces, en el corazón del engañado: cae lo que se creía ser para otro y cae lo que ese otro valía para uno. El engaño, la mentira, la traición desploman la confianza hasta entonces imperante. Ya nada será igual. Aun cuando el dolor padecido llegue a remontarse, la evidencia de que el otro pudo proceder a nuestra espalda como lo hizo habrá herido para siempre la confianza depositada en él. Podrá haber perdón, pero no habrá olvido.

Aun el mejor preservado de los secretos siempre termina escapando a quien presume tener su control. Quien de lo que sabe nada dice sabe que hay alguien más que conoce lo que él calla. El secreto, por eso, es siempre algo que se comparte aun involuntariamente: con un amigo, con un amante, con un cómplice. Bien lo advierten los violadores que presumen tener a buen resguardo su delito hasta el día en que los denuncia quien los ha padecido o se descubre el crimen del que han sido autores. Una excepción podría ser la del asesino de León Trotsky. Guardó el secreto de su identidad hasta el momento en que lo convirtió en un hecho consumado. Hay que imaginarse la horrorosa perplejidad del pensador en el instante en que, quien fuera durante años su secretario y confidente, descargó sobre su cabeza el primer hachazo.

Quien dice tener un secreto pero no poder revelarlo juega a las escondidas y, en ese juego, deposita la ilusión infantil de ganar un protagonismo con el que compensar o exorcizar otro secreto que lo atormenta: el de la propia irrelevancia. La necesidad de darse importancia suele recurrir, entre otras, a esta forma de la estupidez. Quienes se llevan su secreto «a la tumba» han guardado invulnerada su fidelidad a lo indecible. Esa actitud inconmovible, sin embargo, no suele ser sin costo. Lo inconfesado no deja de ahogar a quien lo preserva intacto. Quien se empeña en que nadie sepa lo que él sabe se convierte en alguien que soporta más de lo que se puede soportar sin consecuencias. El cuerpo, las pesadillas, un profundo desasosiego suelen conformar la cosecha lacerante a la que conduce esa puerta clausurada por quien se siente obligado a callar.

Kovadloff recibió galardones como la
Kovadloff recibió galardones como la Faja de Honor en Poesía y Ensayo por la Sociedad Argentina de Escritores (1986 y 1987) y la Pluma de Honor por la Academia Nacional de Periodismo (2010), y fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires (2019).

Los que aseguran no guardar ningún secreto, si no mienten, se equivocan, pues reducen el alcance de lo secreto a lo que mantienen fuera del registro de los demás. En todos, siempre hay deseos inconfesados o inconfesables, fantasías que sobrepasan el límite de lo convencionalmente aceptable en la comunicación, y eso basta para dar entidad a un secreto.

¿Sabía o no la madre de Hamlet que alentaba en su cuñado y amante el deseo de consumar el asesinato de su esposo? ¿Es erróneo decir que Yocasta promueve con su silencio la conducta incestuosa de su hijo?

El motivo por el cual Edipo estaba llamado a ser quien fue es un secreto de los dioses. La tragedia griega nos advierte incansablemente sobre la existencia de secretos como ese. Todos ellos traducen la supremacía de la fatalidad sobre la voluntad y el deseo de discernimiento.

Hay secretos que, confesados o descubiertos, resultan inaceptables, ya sea porque exceden la credibilidad de quien los escucha, ya porque violentan su tolerancia a lo innegable.

Los nazis contaron largo tiempo con la complicidad involuntaria de quienes no creían que se pudiera proceder como ellos lo hicieron. Lo mismo ocurrió en la Argentina con los crímenes cometidos por la dictadura militar a partir de 1976.

Quienes supieron relatar con belleza sus miserias personales como Montaigne, Borges o Pessoa infundieron a esa indigencia el valor de testimonios imperecederos sobre lo que nos caracteriza a todos los seres humanos. Convirtieron esas pobrezas en plenitud expresiva al hacer de ellas la materia prima de su genio creador.

El ocultismo acata con deleite lo secreto y con él convive sin ningún empeño en develarlo. Reconoce su invicta supremacía y se rinde ante la imposibilidad de descubrir su naturaleza, tanto como se deja subyugar por las manifestaciones de su vigencia. Lo sirve, en suma, con devoción.

La vivencia mística tampoco se interesa en despejar la naturaleza de lo que la arrebata. La unión que ella depara con lo insondable disuelve en el éxtasis que brinda toda posibilidad de comprensión subjetiva. Cuando esta reaparece, el secreto que guarda la esencia de lo ocurrido permanece incólume. Lo que el místico ha vivido está muy lejos de las palabras con que lo busca cuando lo evoca. La evocación habla sobre y no desde la extrema intensidad alcanzada. Paga así, con la insuficiencia de su elocuencia de comentarista, lo que conquista como emoción plena al comulgar con lo racionalmente impenetrable.

¡Todo san Juan lo ilustra y qué bien lo reconoce! El universo solo guarda secretos para el astrofísico cuando le niega acceso a las leyes que gobiernan los fenómenos que él alcanza a reconocer como existentes, pero no como comprensibles causalmente. Asimismo, las regiones del universo que permanecen insospechadas por él no conforman un secreto para su ciencia. Para que ese secreto se constituya, es preciso que los hechos que encubre terminen por desnudar su presencia, aunque no manifiesten por el momento los principios que gobiernan su estructura.

Siempre me intrigaron los secretos que mis abuelos, mis padres y mis tíos ponían, sin disimularlo, a salvo de mi curiosidad. Esos secretos se configuraban cuando, reunidos, me veían irrumpir donde estaban y abruptamente pasaban del empleo del castellano al ídish para seguir diciéndose aquello que los chicos debíamos ignorar.

Y están —¡cómo olvidarlo!— los secretos que uno agradece desconocer. Son aquellos que nos involucran y cuya brutal confesión no soportaríamos y que, piadosamente, guardan quienes los tienen. Presentimos su existencia, la sospechamos. Si los descubriéramos, despedazarían nuestro amor propio. Borges accede a ellos, involuntariamente, en El aleph al leer las cartas encendidas que Beatriz Viterbo le escribe a Carlos Argentino Daneri.

El culto de lo secreto en Fernando Pessoa estuvo unido a su pasión por el ocultismo, pero el dolor de lo indecible, de lo temido y angustiante para él, lo tradujo en un poema que potencia su expresión de lo secreto: «Señor, puesto que es nuestro el dolor / y la pena que lo crea, / danos al menos valor / para que nadie lo vea».

Herméticos y ocultistas son apólogos, al igual que el místico, de lo secreto que el cabalista judío también cultiva. Todos ellos han aprendido a leer lo tácito en lo explícito sin que lo inabordable pierda, en esa lectura, nada de su inquietante atractivo ni de su inagotable misterio.

Y sumemos a ellos al mago, al brujo y al adivino. Los tres se complacen en exhibir su maestría para operar con los secretos que celosamente guardan. Fascinan o atemorizan dejando ver que algo encubren en el modo como publicitan lo que son capaces de hacer. Esos poderes son infranqueables para su público cautivo. Y solo y gradualmente accesibles para quienes, de su mano, se inician en las artes de lo secreto.

Si algo emparenta las facultades del brujo, el mago y el adivino, es el talento con que ocultan las raíces del saber que exhiben. Custodios celosos del secreto, ejercen sus facultades con la gracia superlativa de la que están investidos para escenificar los efectos de lo que no revelan. En este sentido, Hermes Trismegisto, Teofrasto o Paracelso quedan hermanados más allá de las diferencias que pueda haber entre lo que se propuso cada uno.

De los secretos que dolorosamente dejaron de serlo para mí, el que más me apenó en la niñez fue el que depuso mi fe en los Reyes Magos. Y el que mayor turbulencia me causó en esos años fue el que, al disolverse, me llevó a descartar la creencia de que los niños venían al mundo traídos por una cigüeña.

El hombre ignora. Solo él. Ninguna especie, salvo la suya, adolece de lo que a ella le falta. Todas cuentan con un saber suficiente. Inscripto en su estructura, ese saber les permite responder con eficacia a los imperativos de la supervivencia. El hombre carece de un saber semejante. Por eso ignora y, porque ignora, se ha visto obligado a aprender. ¡Y cuánto ha aprendido! Ha aprendido infinitamente. Y no solo a transformarse, sino también a transformarlo todo. A veces, para bien; otras, para mal.

¿Qué lo distanció de los que saben sobrevivir sin necesidad de aprender? ¿Qué lo convirtió en el que ignora y se ve llevado a aprender? ¿Qué secreto guarda el salto que lo arrancó a un destino colectivo —el de contar con un saber visceral y sin autoconciencia—, aislándolo en una singularidad inconfundible?

Somos quienes somos por obra del salto al que dio forma ese secreto que nadie conoce y que a todos nos interpela. Somos, a raíz del impulso que nos ha dado lo que él retiene, la única especie que ingresó al tiempo como experiencia de la conciencia, la única que se sabe mortal.

Preguntamos por qué. Y no hay respuesta. Y el último, el siempre actual, el secreto indeclinable que me acompaña y me envuelve, me cautiva y desampara desde que ingresé a la adolescencia, es el de estar en este mundo. El de haber sido posible. El de existir. El secreto de lo que llamamos, quizá aventuradamente, azar. El de haber sido uno por una única vez; el de ser consciente de mi existencia, testigo de la luz y la oscuridad, del infinito en lo finito que presentimos y palpamos en el cielo y en la tierra y que, a fuerza de ser tanto y estar en todo, se nos hace irrealidad. Secreto que es de nadie y que, no obstante, se nos impone a todos como el silencio mayor que guarda el misterio de la vida.

Quién es Santiago Kovadloff

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1942.

♦ Es filósofo, ensayista, poeta, traductor de literatura portuguesa y autor de relatos infantiles.

♦ Recibió galardones como la Faja de Honor en Poesía y Ensayo por la Sociedad Argentina de Escritores (1986 y 1987) y la Pluma de Honor por la Academia Nacional de Periodismo (2010), y fue declarado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires (2019).

♦ Escribió libros como La aventura de pensar, ¡República urgente!, ¿Quién sos? y Natalai y los queluces.

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