Bailar en Auschwitz para Josef Menguele le salvó la vida

Edith Eger bailó “El Danubio azul” para el “Ángel de la Muerte” y se salvó de la cámara de gas. Tenía 16 años y recién llegaba al campo de concentración y exterminio de la Alemania nazi.

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“El mayor campo de concentración
“El mayor campo de concentración es la propia mente”, escribió Edith Eger, psicóloga que se salvó de morir en las cámaras de gas por bailar para el "Ángel de la Muerte", Josef Menguele.

Bailar en el infierno. “El doctor Menguele es un asesino refinado y un amante de las bellas artes. Por las noches, busca en los barracones presas con talento para que lo entretengan (…) Pequeña bailarina -me dice- baila para mí. Indica a los músicos que empiecen a tocar. Los ojos de Menguele me miran fijamente. ¡Baila! – ordena de nuevo. (…) Mi corazón se acelera. Y en la oscuridad privada de mi interior oigo las palabras de mi madre, como si estuviera aquí, susurrando por debajo de la música: recuerda que nadie puede quitarte lo que pones en tu mente”.

Entonces, aquella adolescente de apenas 16 años imaginó que el suelo de ese lugar inmundo era el escenario de la Ópera de Budapest y bailó sin parar. Bailó por su vida. Y fue la mejor decisión que tomó. Menguele le dio la orden. Y ella no dudó. Fue un segundo nomás, entre la vida y la muerte. El segundo que cambió su existencia y la de miles de personas que -años después de la tragedia- sanaron gracias a la asistencia psicológica que Edith les brindó.

“Entendí a la experiencia en Auschwitz como la oportunidad para descubrir qué había dentro de mí, ya que nada viene de afuera. Las peores experiencias pueden ser nuestras mejores maestras”, escribió Edith Eger en su novela autobiográfica La bailarina de Auschwitz, editada por Planeta. Y la pequeña bailarina bailó, se salvó, fue rescatada, regresó a su pueblo natal, emigró y formó una familia. Y el horror del campo de exterminio, la pérdida de sus padres en la cámara de gas y de toda esperanza de sobrevivir se transformó- años más tarde- en la profesional que rescató del trauma a miles de pacientes en Estados Unidos, lugar donde se doctoró en Psicología y se convirtió en discípula de Víctor Frankl.

Prender la luz. Primero fue lo que le dijo su madre y más tarde la lectura de El hombre en busca de sentido. Es así. Pueden arrancarte de cuajo todo menos lo que pones adentro de tu cabeza. Tu mundo interior es tuyo y de nadie más. No podemos decidir hacer desaparecer la oscuridad, pero sí podemos decidir prender la luz.

"La bailarina de Auschwitz", de
"La bailarina de Auschwitz", de Edith Eger, editado por Planeta.

“En Auschwitz, en Mauthausen, en la marcha de la muerte, sobreviví recurriendo a mi interior. Encontré esperanza y paz dentro de mí, incluso cuando estaba rodeada de hambre, tortura y muerte.” Eso y bailar para Satanás, en el mismísimo infierno, le salvó el pellejo. Y a pesar de haber sufrido lo inenarrable, salió y no para cualquier lado. Se dedicó a contar su experiencia para salvar a otros de sus propios martirios.

“¿Y si escribir mi historia me liberara en lugar de atraparme más? ¿Y si hablar del pasado pudiera curarlo en lugar de calcificarlo? ¿Y si el silencio y la negación no son las únicas opciones tras una pérdida catastrófica?”, se cuestiona la escritora que, después de sobrevivir un campo de exterminio nazi, quedar huérfana a los 17 años, regresar a su tierra tomada por los comunistas y finalmente radicarse en Estados Unidos, descubre que todo aquello no era nada más que la antesala de su verdadero destino: transformarse en una terapeuta de prestigio, especializada en cicatrices indelebles.

“Cada momento es una elección. Por muy frustrante, aburrida, limitadora, dolorosa u opresora que sea nuestra experiencia, siempre podemos decidir cómo reaccionar. Y así por fin empiezo a entender que yo también puedo decidir. Darme cuenta de eso cambiará mi vida”.

La bailarina de Auschwitz narra, en primera persona y sin filtros, su experiencia en los campos de la muerte. Es audaz, valiente. No guarda rencores. Y perdona. Dice que “nadie se cura en línea recta”, porque el camino de sanación es sinuoso y lleno de obstáculos. “Sobreviví para poder realizar mi trabajo. Me refiero al trabajo interno de aprender a sobrevivir y prosperar, de aprender a perdonarme a mí misma y de ayudar a los demás a hacer lo mismo. Y cuando realizo ese trabajo (…) soy libre”.

Asegura que no es el tiempo lo que te cura sino lo que decidís hacer con ese tiempo. Porque curarse solo es posible – dice -cuando decidimos asumir la responsabilidad, cuando decidimos correr riesgos, y por último, cuando decidimos liberarnos de la herida, dejar a tras el pasado y la pena.

La bailarina había sido seleccionada
La bailarina había sido seleccionada para participar en los Juegos Olímpicos de Berlín pero quedó afuera por ser judía.

Lo que hay que saber. Edith Eger nació en 1928 en Kosice, Hungría, donde vivió hasta los 16 años con sus padres y hermanas. Antes del espanto, la escritora fue una bailarina adolescente, seleccionada para participar en los Juegos Olímpicos de Berlín. Quedar afuera por ser judía fue la primera señal de lo que se venía.

En marzo de 1944, la familia es capturada por los nazis y trasladada como ganado a los centros de confinamiento nazi, hasta terminar en Auschwitz. Se salvó de morir en las cámaras de gas cuando ya casi era piel y hueso. Fue rescatada por soldados americanos. Con su hermana Magda - con quien compartió el infierno- vuelven a la ciudad natal para empezar de nuevo.

Casada y con un hijo, emigra a Estados Unidos en 1949. En Nueva York trabaja como obrera en una fábrica y empieza a estudiar psicología hasta conseguir el doctorado. Leer y conocer al psiquiatra Viktor Frankl, quien también sobrevivió a Auschwitz, la hace reflexionar: “¿para qué estoy viva?”. Preguntarse “¿para qué sobreviví?” le permite resignificar su vida.

Entonces decide especializarse en su profesión y dedicarse a la atención de pacientes graves, que hayan pasado por situaciones traumáticas. Años más tarde, en un viaje de trabajo, decide volver a Auschwitz para enfrentar los fantasmas del pasado y es ahí donde se da cuenta de que “el mayor campo de concentración es la propia mente”. Aún vive, rodeada del afecto y la atención de sus hijos, nietos y bisnietos. Lo demás es historia.

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