Su curiosidad no se apaga nunca, como su energía: su mirada se come el mundo y su sonrisa suena a cascabel. Quien la conoce sabe que no concibe el descanso cuando se trata de responderles a los lectores y que su grado de entrega es absoluta. Encuentros semanales por Facebook, intercambio fluido en todas las redes sociales, conferencias y talleres, firmas de horas en diversas ferias del mundo sin una queja: Rosa Montero viaja constantemente para hablar de sus libros y de todo lo que su obra despierta en los lectores. Su obra es ella y ella es su obra.
Nació en Madrid en el año 1951, en una casa en la que había pocos libros pero, a cambio, se respiraba reverencia a la cultura. Como si su destino literario estuviera marcado por la salud, entre los 5 y los 9 años la tuberculosis no le permitió asistir a la escuela, de modo que mientras ella pasaba sus días en reposo en su cama, su madre le proveía lecturas para entretenerla -buscaba libros de la biblioteca de su tío Miguel- y para que conociera el mundo contado por otros. Así comenzó lo que podría ser una riquísima extensión de su vida porque para Rosa “la literatura es el mundo” y “la gente que lee vive mucho más que quienes no leen”.
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Saliendo de la adolescencia, estudió Psicología porque “tenía ataques de pánico y quería saber si estaba loca” aunque luego cambió de carrera y se recibió de periodista, un oficio que iba a permitirle desarrollar sus curiosidades múltiples por áreas como la cultura, la ciencia, la política, el lugar de la mujer en el mundo y los derechos humanos en todas sus formas.
Escribe en el prestigioso diario madrileño El País desde la fundación del periódico -aún hoy sus columnas semanales son aguardadas con entusiasmo por los lectores- y allí hizo carrera desarrollando un estilo propio en diversos géneros y concibiendo el periodismo como una forma de intervención en el debate público. Llegó a hacer más de dos mil entrevistas, algunas de ellas a nombres clave de la historia del siglo XX como el Ayatolá Jomeini, Yassir Arafat, Olof Palme, Indira Gandhi, Richard Nixon, Julio Cortázar y Malala Yousafzai.
En paralelo a este trabajo, comenzó a publicar sus libros: no hay género o modo de la escritura que Rosa no haya probado -siempre busca algo nuevo, descree de las estructuras fijas- pero son sin dudas sus novelas y, en especial, sus novelas híbridas (inclasificables narraciones que cruzan la ficción con el ensayo) las que le abrieron una ventana singular en la literatura escrita en español y le han valido innumerables premios, tanto en su país como en el extranjero, entre ellos el Premio Nacional de las Letras de España, en 2017 y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (2022).
Como tenemos tiempo y espacio, va una lista de sus libros, que incluye los hasta ahora tres títulos de la exitosa saga de ciencia ficción protagonizada por la detective replicante Bruna Husky, historias que habitan en un mundo creado por su autora para refugiarse en el futuro cada vez que lo necesita, como le gusta señalar.
Son Crónica del desamor (1979), La función Delta (1981), Te trataré como a una reina (1983), Amado Amo (1988), Temblor (1990), Bella y Oscura (1993), La hija del caníbal (1997), El corazón del Tártaro (2001), La Loca de la casa (2003), Historia del rey transparente (2005); Instrucciones para salvar el mundo (2008); Lágrimas en la lluvia (marzo 2011), La ridícula idea de no volver a verte (2013), El peso del corazón (2015), La carne (2016), Los tiempos del odio (2018), Animal Oscuro (un monólogo de Bruna Husky en ebook, 2019), La buena suerte (2020), El peligro de estar cuerda (2022) y La desconocida, en coautoría con Olivier Truc (2023).
También ha publicado el libro de relatos Amantes y enemigos (1999), y dos ensayos biográficos, Historias de mujeres y Pasiones, además de cuentos para chicos y diversas recopilaciones de entrevistas y artículos.
Rosa no tuvo hijos pero sí grandes amores. Estuvo en pareja durante muchos años con el brillante periodista y politólogo Pablo Lizcano, quien falleció a causa de un cáncer en 2009. La travesía por el dolor de la enfermedad y luego la ausencia de su compañero iluminaron uno de sus libros más hermosos y celebrados, La ridícula idea de no volver a verte (2013), en donde disecciona el duelo en dos direcciones. Por un lado, relata la apasionante historia de Marie Curie, la física y química polaca y dos veces Premio Nobel, a partir del diario que escribió luego de la muerte de su esposo Pierre y, por otro, cruza los rieles de su vida por sobre el destino de Curie, para poder narrar su propio duelo.
Decir que su obra es ella y ella es su obra es saber que en sus libros, más allá de las esferas de la ficción o la biografía, están sus mayores anhelos y las más grandes preocupaciones, las fantasías más imposibles y también el día a día de una mujer de su tiempo. Escribir, dirá en un ratito, la ayuda a conjurar el miedo a la muerte y la salva de la locura y de la disolución, mientras que leer es el oxígeno que la mantiene con vida.
“Dejar de escribir “me destrozaría, me haría pedazos, me quedaría pegada como un moco en el suelo, ¿no? La escritura es un esqueleto exógeno que te mantiene en pie, que te articula y que te mantiene pegada a ti. Y a la realidad. (...) Pero leer, bueno, leer está antes que la escritura. Primero somos lectores y luego lectores que escribimos. (...) Dejar de escribir puede volverte loca, dejar de leer es la muerte instantánea.”
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Mediodía de otoño invernal en Buenos Aires, tarde de primavera con ganas de verano en Madrid. Rosa Montero está en su casa, a metros de El Retiro, sentada frente a su ordenador (así diría ella) y se dispone a charlar con Leamos. Para muchos lectores es su autora favorita; para Infobae es la autora del mes y, como buscamos conocerlo todo, le preguntamos por sus comienzos como lectora y como autora, por su método de trabajo, por sus rutinas, por las razones de sus miedos y de sus nervios y, también, por aquellas cosas que la hacen feliz.
— Voy a arrancar por algo que siempre supe y nunca te pregunté pero ¿qué es eso de que a los 5 años escribiste tu primera novela?
— No, novela no, un cuentecito. Suelo contar que leí en una entrevista de J. K. Rowling que a los 6 años ella había escrito su primera novela, que era una novela sobre un conejito que hablaba, decía ella. Y mi madre guardó el primer cuento que escribí que yo tenía 5 años, casi 6, también, y era de ratones que hablaban, roedores parlantes. Pero esto es muy habitual, novelistas que hayamos empezado a escribir de niños es súper, súper habitual. Y yo no me acordaba pero tengo unas amigas que son dos hermanas y con las que yo estaba cuando teníamos 10 años o algo así, entonces me han contado que yo les contaba cuentos que iba inventando sobre la marcha cuando nos veíamos y claro, se quedaban a la mitad y se quedaban ansiosas de saber el cuento al día siguiente pero yo lo inventaba sobre la marcha. Cuentos fantásticos de príncipes y de princesas, y de dragones y de cosas de esas. No guardo ningún recuerdo de esto pero por eso es más fiable, porque como yo no me fío nada de mi memoria si me lo cuentan ellas dos será verdad (risas).
— No había muchos libros en tu casa.
— Había muy pocos libros, sí. Mis padres eran los dos muy amantes de la cultura, reverenciaban la cultura y tal pero no tenían educación ni formación. Los dos habían ido al colegio pues hasta los 10 u 11 años o algo así. Mi padre leía, a lo mejor había tres o cuatro libros en casa, pero no había más. Pero fomentaban que leyera. Mi madre me enseñó a leer desde que yo era muy pequeña. Quizás con 3 años ya me enseñó a leer con cuentecitos de niños, claro, que no recuerdo. Y desde siempre me fascinó. Así que luego, ya cuando estuve -como sabes- enferma, de los 5 a los 9 años sin ir al colegio con tuberculosis en casa, entonces mi madre tenía dos hermanos pintores, uno todavía vive, y mi madre además era la que mejor dibujaba y tal, pero en aquella época y en su clase social, se casó y se acabó, pero los dos hermanos se hicieron pintores profesionales. Y uno de ellos se fue a Perú a vivir y dejó el piso alquilado aquí con una biblioteca que para esa época y para esa clase pues era grande, 800 libros o algo así. Entonces yo estaba en la cama y leía y mi madre iba a buscar libros de la biblioteca del tío Miguel y me los traía y, claro, traía cualquiera cosa. Yo he leído cualquier cosa, no entendía nada. Por ejemplo, recuerdo haber leído en aquella época quizás con 8, 9 años, Viñas de ira de Steinbeck y no entender nada pero decir “guau, qué maravilla, qué fascinación, qué increíble y complicada la vida de los adultos”. o “qué ganas tengo de ser mayor ya para entenderlo todo”. Luego te haces mayor y te das cuenta de que sigues sin entender nada, que la vida es incomprensible. Y luego ya iba ahorrando absolutamente todo lo que me daba todo el mundo, las abuelas, las tías y tal, para comprarme libros de niños. Y cuando empecé a salir, después de la enfermedad, recuerdo como unos momentos cumbres de mi año cuando iba aquí a la Casa del Libro, que era la librería más antigua que estaba en la Gran Vía y entonces iba justo cuando me daban las vacaciones del colegio, que era el 20 de diciembre, para Navidades. Y era un día maravilloso porque iba con la hucha, me pasaba horas en la librería mirándolo todo a ver cómo distribuía el dinero, qué libros me compraba. Luego me iba con el tesoro a casa. Eso lo recuerdo muy bien.
— Y de ese recuerdo ¿hay algo que quedó hasta el día de hoy? Acabás de terminar la Feria del Libro en Madrid, por ejemplo. Y solés estar en muchas ferias del mundo.
— La Feria me encanta. He ido desde pequeña admirada y maravillada porque para mí el mundo de los libros como lectora era EL mundo. Y además yo creo que leer es una manera de vivir. Cuando la gente hace esas bromas de “ah, es un ratón de biblioteca”, como si esa persona no hubiera vivido nada, yo creo que la gente que lee mucho vive mucho más que los que no leen. Entonces leer es el mundo, ¿no? Pero también aquella época era muy difícil por el franquismo y España era un país súper pobre, no había tampoco bibliotecas públicas, prácticamente. Me acuerdo de que venía solo un bibliobús cada no sé cuánto tiempo a la glorieta cerca de mi casa. En fin, que hacerse con libros era caro y complicado. Y es una de las pocas cosas que siempre he envidiado; he envidiado poquísimo, o sea, no envidio prácticamente nada, me parece muy bien todo lo que he vivido. Pero esa gente que nacía en familias ilustradas y con biblioteca y que sus padres además les iban dando como un mapa, ¿no?, el mapa para entrar en el bosque de los libros... Pues yo creo que me hubiera hecho ganar mucho tiempo. La Feria era otro de esos sitios mágicos que ibas y te paseabas.
Y una de las cosas que te da la falta de libros, o por lo menos a mí me la ha dado, luego fue un ansia total de comprar libros. Total, que me he comprado muchísimos más libros de los que puedo leer en toda mi vida. Y, luego, como me han seguido mandando, ahora ya ha pasado lo contrario y es que ya los libros empiezan a parecerme un virus, no sé cómo explicarte. Porque te echan de casa. Y menos mal que existen los digitales porque claro, la pasión por leer sigo teniéndola aunque no tenga tiempo en la vida pero ya los compro en digital porque realmente es que ya no caben. Pero bueno, los amigos me seguís mandando los libros en papel y yo lo agradezco y esos los guardo, claro.
Decía Picasso si antes de pintar un cuadro ya sabes cómo va a ser para qué pintarlo. Tú tienes que aprender siempre. Se escribe en la oscuridad, se pinta en la oscuridad, se compone en la oscuridad.
— Sos una persona que a lo largo de la vida fuiste sumando pasiones, diría yo, y gustos y curiosidades. Porque, de pronto, los estudios de psicología o tu trabajo con el periodismo siguen teniendo que ver con lo que hacés. Sumás y enriquecés tu propia obra, digamos. ¿Es así?
— Bueno, soy una persona fundamentalmente curiosa. Tengo 360 grados de curiosidad. Me interesa todo, desde el momento en que además no concibo, me parece una mutilación absolutamente absurda y ortopédica, dividir el conocimiento entre letras y ciencias, por ejemplo. Cuando te obligan a escoger, con 14 años escogí Letras porque escribía desde pequeña, pero las ciencias me gustan muchísimo y he seguido leyendo mucha divulgación científica toda mi vida, desde la paleontología hasta la física, a la neurobiología. Absolutamente todo. Es una de las razones por las que decidí hacerme periodista, porque pensé, y acerté, que el periodismo me permitiría seguir aprendiendo toda mi vida en todas las direcciones porque no te encierra en una especialidad. Soy el anti especialista. Entonces pensé que el reporterismo, que es a lo que yo quería dedicarme y no especializado en algo, sería un buen vehículo para seguir aprendiendo y es verdad, ha sido en ese sentido absolutamente maravilloso.
A estas alturas del siglo XXI no tienen sentido los géneros. Cajitas. Después de que nuestras madres y nuestros padres literarios se han batido el cobre por romper las convenciones, por romper las paredes del mundo, lo que nos permite ser tan libres ahora para escribir y te vas a encerrar en una cajita de un género.
Psicología estudié porque tenía ataques de pánico y pensé que estaba loca. Y como entonces no te llevaba nadie al psiquiatra, pues para saber qué me pasaba. Es lo que yo creo que lleva a muchísima gente a estudiar psicología, que creen que están chiflados, lo cual, como digo siempre, no es necesariamente malo porque te da más empatía con el paciente. En el resto siempre he sido como muy abierta, también soy abierta en mi camino narrativo, es decir, detesto los géneros. Creo que a estas alturas del siglo XXI no tienen sentido los géneros. Cajitas. Después de que nuestras madres y nuestros padres literarios se han batido el cobre por romper las convenciones, por romper las paredes del mundo, lo que nos permite ser tan libres ahora para escribir y te vas a encerrar en una cajita de un género. Cuando todas esas cajitas tienen además las fórmulas ya hechas. Hay algo que no soporto que son los estereotipos, los tópicos. Y eso llevado a las fórmulas también del género. Es que me parece para qué escribir, si vas a repetir cosas que ya han repetido 27.000 más… Decía Picasso si antes de pintar un cuadro ya sabes cómo va a ser para qué pintarlo. Tú tienes que aprender siempre. Se escribe en la oscuridad, se pinta en la oscuridad, se compone en la oscuridad.
— En esa línea, La loca de la casa o La ridícula idea de no volver a verte o El peligro de estar cuerda son tus obras más libres en cuanto a género, me parece.
— Yo creo que es un sub, sub, subgénero que creo que he inventado yo, de hecho. O sea, creo que no hay exactamente ese sonido del libro, esa reunión, esa mezcla yo no la había visto nunca antes. Ahora, a lo mejor, estoy viendo algo parecido, pero vamos, creo que de alguna manera lo he inventado yo. Un sub, sub, sub, pequeñito, pequeñito subgénero. Una manera de expresión que es muy híbrida. Pero hago lo mismo con las novelas, eh; en las novelas yo intento también salirme de los límites. La única novela de género que he escrito es La desconocida, este experimento a cuatro manos que hicimos con Olivier Truc, un autor francés. Es una nouvelle, una novela corta de ocho capítulos y esa es una novela negra. Bueno, porque eso era un juego. Era un juego con las cartas marcadas lo que teníamos que hacer. Pero yo tengo, por ejemplo, tres novelas de ciencia ficción. Pues son de ciencia ficción pero por otro lado son thrillers también, son novela negra. Pero por otro lado son novelas políticas. Especialmente son novelas existenciales porque lo más importante de esas novelas es el marcador de muerte que tiene la protagonista, que eso lo une con el resto de mi producción, que está muy marcada por la muerte. O sea que en todos los libros yo intento realmente hacer algo nuevo, aunque sea muy poquito. Porque solamente los grandes creadores son capaces de crear universos nuevos, pero yo intento crear algo nuevo aunque sea pequeño.
— Hay varias cosas en lo que estás diciendo que me despiertan preguntas. Una, yo ya no me acuerdo si cuando empezaste a escribir sobre Bruna Husky pensabas que ibas a continuar en otros libros con ella como protagonista o se fue quedando. ¿Cómo fue?
— Mira, la gente normalmente cuando se hace mayor, pasa de los 50, se acerca a los 60 y entonces, si tienen posibilidades, un poquito de dinero, muchos de ellos se compran una segunda casa en la sierra, una segunda casa en el mar, ¿verdad? Entonces, yo pasé los 50, me iba acercando a los 60, y en vez de eso dije. “Pues yo, en vez de comprarme una casa en las sierras lo que voy a hacer es construirme un mundo (risas)”. Construirme un mundo imaginario al que poder ir, al que poder viajar, visitar cuando quiera. O sea, lo que me interesó hacer cuando creé a Bruna es hacer un mundo estable, un mundo propio que fuera creciendo con el tiempo y que yo pudiera acercarme a hacer una novela de Bruna cuando me dé la gana. Ese era el atractivo.
Por otro lado nunca jamás fue una trilogía en el sentido de que yo tuviera una historia tan ambiciosa para la que necesitaba tres libros o cuatro, o siete, nada, nada, cada historia de Bruna acaba en sí misma. No, yo quería un lugar que pudiera visitar. Un lugar al que retirarme cuando quisiera a vivir una aventura con unos personajes que se mantuvieran y que yo pudiera ir haciendo vivir. Convivir con ellos a lo largo del tiempo. Entonces eso es súper excitante. Yo creo que todos los novelistas ansiamos crear ese mundo propio. Y es tan maravilloso… Yo creo que, de hecho, las novelas de Bruna que suceden dentro de 100 años son las más realistas que he hecho porque normalmente en mis libros soy muy poco descriptiva de lo ambiental. Soy muy psicologista y poco descriptiva. Pero en las de Bruna, como tengo que crear un mundo, hay una descripción minuciosa de todo. Entonces son súper realistas y es tan fascinante, en cada libro vas añadiendo cosas a ese mundo que cada vez está más poblado, es más grande, más complejo. Es genial. Ahora voy a hacer la cuarta Bruna.
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— Ay, qué bien.
— Sí. Sí. Bueno, ahora mismo tengo la sensación de que no voy a ser capaz de escribir nunca más pero es de puro agotamiento porque llevo año y medio sin parar. Así que creo que tengo que pasar una etapa de descompresión, así, sin pensar en nada. Lo más asceta posible (risas). Sentada en el sofá viendo malas series durante una semana o algo así, durmiendo mucho. Para que se me pongan las neuronas en orden, ¿no? Pero sí creo que voy a hacer la cuarta Bruna, ya tengo notas, y será probablemente la última. Ésta sí que será la última.
— Todo el tiempo hablas del agobio, de la idea de la muerte y al mismo tiempo sos una persona con una energía envidiable. ¿De dónde creés que sale esa energía? ¿Es realmente un combate contra la muerte?
— Pues es verdad que soy súper energética, es tremendo. No sé, debe haber una configuración fisiológica de base. Soy hija, por parte de mi madre, de gente muy longeva. Pero, por otro lado, cuando he hecho El peligro de estar cuerda, que es un libro sobre creación y locura, y que para mí es uno de mis mejores libros, he estudiado tanto todo esto… Cómo se construye la personalidad artística, dicho con minúsculas. La personalidad de la gente que nos dedicamos a cosas creativas, hagas cosas buenas o hagas cosas malas, la calidad de la obra no tiene que ver. Pero cuando te pones a estudiar cómo se construye esa personalidad, uno de los ingredientes en los que absolutamente todos los expertos están de acuerdo es en una energía tremenda. Luego están, claro, las energías legendarias de los Picasso, por ejemplo. Pues tienes que tener una energía tremenda para soportar el impulso de la obra. El acarreo de la obra que es siempre muy pesado, sabes, porque sentarte en una esquina de tu casa a solas a inventar mentiras durante años. Es algo absurdo que la gente no va a confiar ni te va a tomar en serio. La energía que tienes que meter para seguir, y seguir y seguir haciendo eso, eso es tremendo. Lo que me ha hecho pensar que debe haber muchísima gente con una capacidad creativa exactamente igual, pero a lo mejor lo que les falta es la energía, que tal vez es algo físico. Y por eso no llegan a la obra, punto. Porque realmente se necesita una energía bestial.
¿De dónde sale? Pues yo creo que mucho tiene que ver con lo físico. Por ejemplo, te aseguro que este año y medio que me he pegado yo no se lo pega una persona normal de 30 años. Se mueren. O sea, yo misma me asombro. Y cuando tenía 30, 40 años, iba con los fotógrafos por ahí a trabajar y tal, yo hecha un alfeñique así de pequeña con 50 kilos apenas, y con unos tiarrones todos deportistas que eran los fotógrafos, oye, se morían. Yo no comía, no bebía y tiraba, tiraba. Como el conejito de Duracell, sabes, tiraba y tiraba. Y ellos, muertos, agotados. Sí, siempre he tenido esta energía.
Yo tengo la sensación de que sin escribir me destrozaría, me haría pedazos, me quedaría pegada como un moco en el suelo
— Estamos hablando de todo lo que te da la literatura. ¿Alguna vez te preguntaste si la literatura te quitó cosas?
— Nada. Nada de nada de nada. La literatura en sus dos vertientes, la lectora y escritora, pues me ha dado todo. Es decir, es la magia de la vida y es la magia de mi vida. Ya te he contado alguna vez ese juego que se inventó la escritora catalana Nuria Amat en un libro que se llama Letra herida hace como 30 años y que es un juego cruel para escritores, decía “si por alguna catástrofe tuvieras que escoger entre no volver a leer nunca más en tu vida y no volver a escribir nunca más, ¿qué harías? Y claro, es realmente una catástrofe porque yo creo que todos los escritores tenemos la conciencia de que escribir nos salva la vida. Por lo menos nos la salva de la locura, nos la salva de la disolución. Yo tengo la sensación de que sin escribir me destrozaría, me haría pedazos, me quedaría pegada como un moco en el suelo, ¿no? La escritura es un esqueleto exógeno que te mantiene en pie, que te articula y que te mantiene pegada a ti. Y a la realidad.
Pero leer, bueno, leer está antes que la escritura. Primero somos lectores y luego lectores que escribimos. Entonces le fui planteando esta pregunta a 400 o 500 personas a lo largo de estos 30 años. A escritores de todas partes del mundo. Y todos, menos dos, contestamos que escogeríamos seguir leyendo. Porque si bien dejar de escribir puede volverte loca, dejar de leer es la muerte instantánea. Es como vivir sin oxígeno. Entonces imagínate, yo no le veo nada malo. Nada. Ni a la lectura ni a la escritura.
— ¿Pero nunca te pasó que alguien en tu vida privada, por ejemplo, sentimental, te dijera “yo no puedo seguir porque para vos es más importante la literatura que lo nuestro”, por ejemplo?
— Ah, bueno, sí, me lo pueden haber dicho así o demostrado. Sí, pero eso me parece otro logro de la escritura porque me ha librado de alguien que no merece la pena.
— (Risas).
— Me parece otro punto positivo para la escritura.
— Trabajaste como periodista muchísimos años. ¿Extrañás eso de ir de pronto como curiosa profesional a preguntarle cosas a personajes que te llamaban muchísimo la atención o que te resultaban fascinantes?
— Cero, nada. No. Empecé a trabajar como periodista con 19 años. He estado trabajando como 50 años. Bueno, sigo haciendo artículos pero ya no hago reportajes y no hago entrevistas. He hecho como dos mil entrevistas, para mí es una etapa que se ha pasado. Porque me queda poco tiempo y quiero hacer cosas nuevas. Lo que decíamos de hacer cosas que las tenga menos vistas. Entonces sigo teniendo curiosidad y si quiero preguntar pregunto, ¿entiendes? Pero no tengo que hacerlo obligatoriamente ni me tienen que llamar del periódico y decir “oye, agárrate las maletas que mañana te tienes que ir a la Unión Soviética”, como me pasó. Pues no, no extraño. No necesitas vivir así al dictado de los otros. Ningún interés.
— Recién hablabas de lo que significa acarrear una obra, llevar una obra. Sos una persona que que tenés tu orden, tus necesidades. ¿Cómo es un día de Rosa Montero en Madrid? Un día normal, digo.
— Es que no tengo muchos días normales porque soy muy claustrofóbica entonces detesto las rutinas y hago lo posible en mi vida para no tener rutinas. Yo planteo cada día, bueno, ahora con este caos de vida tengo agendas de año y medio y dos años, pero aun así intento plantear el resto de tiempo libre. Pero bueno, a pesar de que intento hacer las cosas no rutinarias,se van acomodando las cosas de alguna manera. Como yo trabajo mejor por la tarde, tarde/noche, le dedico la mañana si puedo, si tengo tiempo, a hacer gimnasia. A contestar los e-mails y esas cosas que te juro que hay entre mínimo media hora y desde luego puede que sea hora y media de contestación de mails. Luego, si tengo que hacer cosas que son, yo qué sé, cuestionarios, incluso artículos y tal, pues lo hago por la mañana, si puedo. Y si tengo tiempo y realmente puedo hacerlo, como poco y a las cuatro me pongo. Si estoy escribiendo en la etapa de escritura de ordenador, me pongo a escribir hasta las once o doce de la noche. Entonces ahí ya lo dejas, cenas a esa hora espantosa, lees algo, ves una serie, descomprimes porque durante ese tiempo has estado muy concentrada y me acuesto a las dos o tres de la mañana. O sea que un desastre de vida. Ah, entre todo esto tienes que añadir tres sacadas de perros a la calle, paseos por el parque, y bueno, más o menos eso es.
— Dijiste “la etapa de ordenador”. ¿Esto es porque hay un tiempo previo en el cual te dedicas a tomar notas, a leer?
— Exactamente. Durante año, año y medio o algo así, me dedico a tomar notas siempre con pluma porque detesto los bolígrafos, las biromes esas que llamáis, y luego con cuadernos, que tengo unos cuadernos súper maravillosos. Me regalan y compro unos cuadernos extraordinarios. Tengo aquí una pila, una torre. Bueno, entonces voy tomando notas y voy desarrollando la novela y luego lo paso todo a un cuaderno grande del tamaño como ése que te he enseñado y luego, cuando ya lo tengo todo más o menos claro, entonces empiezo a hacer mapas de la novela en grandes cartulinas, organigramas, mapas de los elementos de la novela. Entonces luego termino esa etapa haciendo combinaciones de capítulos. Eso es como hacer un puzzle porque puedo hacer una decena de combinaciones de capítulos. Y cuando ya me gusta una combinación, tengo claro que la novela va a tener cuarenta y seis capítulos y lo que va a pasar en cada capítulo, es cuando me siento al ordenador. Entonces esa primera parte es más libre físicamente. Es decir, porque escribes en la cabeza puedes permitirte estar entrando y saliendo, viajando y tal porque puedes escribir itinerante, escribir, pensar, desarrollarla itinerantemente. Con la locura de viaje que he tenido este año y medio, no. O sea, si estás así, no. Pero en una vida normal, con un poco de movimiento, sí puedes pensar. Luego me siento al ordenador y me paso como otro año, año y pico, y vuelve a cambiar, no tiene cuarenta y seis capítulos sino cincuenta y cuatro y pasan cosas. Menos mal porque si no sería un aburrimiento, ¿no? La novela es un bicho vivo hasta el final. Pero cuando te sientas, como te digo, y empiezas la etapa del ordenador, entonces deberías realmente disciplinarte y sentarte todos los días aunque sea una hora para no perder el contacto porque en esa etapa tienes que vivir dentro de la novela. Vivir todos los días, estar ahí. Aunque no escribas, sentarte, mirar, pensar, estar ahí. Y eso es lo que hace mucho más complicado mezclarlo con cualquier otra cosa.
— ¿Qué hacés con esos cuadernos previos de cada novela?
— Pues, estúpida de mí porque los primeros los fui tirando pero ahora los guardo todos.
Como no tengo hijos, ya he hecho parte de la donación a la Biblioteca Nacional de España. Daré todo mi archivo, todos los cuadernos, todos los papeles, los manuscritos, todas las cartas
— Claro, claro.
— De Temblor no tengo. De Amado amo tampoco. Fíjate, te estoy hablando de la quinta, la sexta novela. De La hija del caníbal en adelante, quizás. Pero vamos, los de las seis o siete primeras novelas los tiré. Y entonces de estos ahora guardo todo el material, guardo las cartulinas, guardo todo. Y como no tengo hijos, ya he hecho parte de la donación a la Biblioteca Nacional de España. Ya he dado bastantes cuadernos, me he quedado con los más bonitos, y lo daré todo. Daré todo mi archivo, todos los cuadernos, todos los papeles, los manuscritos, todas las cartas. He hecho ya dos donaciones y al final daré todo.
— Hablamos de la muerte y de la felicidad, pero son ideas que van cambiando a lo largo de la vida, ¿no? ¿Qué cosas te hacen feliz hoy?
— Te advierto que me hacen feliz cosas muy parecidas, eh. Evidentemente cuando tienes 17, 18, 19, 20 años estás que te sales; yo tenía tanta energía que salía a la calle y me ponía a correr. Disimulaba, iba a coger un autobús para no llamar la atención de la pura energía. Pero bueno, entonces estás como más enloquecida por la cosa de buscar un tío para enrollarte. No para casarte sino la cosa del amor, el sexo, la emoción de la carne, del encuentro y tal, ¿no? Eso no se me ha perdido pero ya no estoy en esa locura.
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— En ese ritmo.
— En ese ritmo, para nada. Pero fuera de eso, la verdad es que creo que sigo teniendo gustos muy parecidos. Me sigue gustando muchísimo la música. La música en vivo de todo, música moderna, música clásica, ópera. Tengo abonos y voy. Antes no tenía abonos porque eran carísimos y no tenía dinero, pero me gustaba. O sea, quiere decir que ahora puedo hacer las cosas mucho más cómodamente. Pero me gustaba muchísimo estar con los amigos, me sigue gustando comer y hablar con ellos. Me encantaba la naturaleza y me sigue gustando muchísimo ir al monte a pasear. Lo único es que, como te digo, si voy al monte, antes iba a un sitio súper cutre y ahora voy a un hotelito rural precioso. O sea que ahora lo hago en mejores condiciones y como una señora, pero los gustos son parecidísimos.
Todos los libros que he escrito son un intento de ayudarme a perder el miedo a morir. Y, como decía Woody Allen, yo no tengo nada contra la muerte, lo único que, cuando venga, no quiero estar ahí.
— ¿Y los miedos son parecidos o son otros?
— Los miedos son parecidísimos pero he mejorado respecto al miedo a la muerte, por ejemplo. Porque por eso tuve ataques de pánico cuando desde los 16 hasta los 30 años. Aunque yo no sabía que era miedo a la muerte, luego lo aprendí. Es un pánico absoluto que no sabes a qué se debe pero es en definitiva miedo a la muerte. Y cuando yo tenía 20 años miraba por el rabillo del ojo a la gente mayor de 60. Los miraba horrorizada porque primero me parecían viejísimos. por supuesto, pero además de que me parecían viejísimos es que yo me decía “míralos, tienen más de 60 años y están entrando y saliendo de casa tan tranquilos y se arreglan, y se pintan, se van a tomar un café y se van al cine y ahí los ves riendo en un café comiendo tan contentos cuando están tan cerca de la muerte” (risas). Yo pensaba con 20 años que si yo tuviera su edad estaría metida abajo de la cama aullando de pánico. Y ahora tengo bastante más que 60 y no estoy debajo de la cama aullando de pánico, por el momento por lo menos, entonces creo que algo bueno he hecho. Yo creo que escribo para perderle el miedo a la muerte, realmente. Hubo una cosa preciosa que me dijo un lector, de las más bonitas, cuando saqué Historia del rey transparente en un chat del diario El Mundo, hubo un lector que me dijo bueno, me gusta mucho la novela por esto, por esto, por esto, dijo, pero lo que más me gusta es que después de leerla tengo menos miedo a morir. Y me encantó porque yo también, yo la escribía para eso y a mí también me ayudó esa novela. Entonces todos los libros que he escrito son un intento de ayudarme a perder el miedo a morir. De todas maneras no me hace ninguna gracia.
— (Risas) Por eso, no, no hace ninguna gracia.
— No me hace ninguna gracia y, como decía Woody Allen, yo no tengo nada contra la muerte, lo único que, cuando venga, no quiero estar ahí.
— Claro, exactamente. Ahora, hay algo que tiene que ver con la muerte o con la desaparición de los seres queridos y también de los personajes. ¿Dónde quedan esos personajes y qué relación tenés con tus muertos? Son dos preguntas que de algún modo tienen cosas en común.
— Bueno, oyéndote se me estaba ocurriendo algo. Es verdad que una de las cosas terroríficas que sí que conoces con la edad es algo que no llegas a entender cuando eras joven, aunque lo puedes imaginar y aunque hayas estado tan obsesionada por la muerte. Y es cómo va desapareciendo la gente, claro, aunque yo he tenido por desgracia muchos muertos muy tempranos. Me acuerdo de uno de mis mejores amigos, que se murió cuando yo tenía 20 años. Se mató en un accidente de coche. O sea que ya desde tan temprano se ha ido muriendo gente, mucha gente a mi alrededor. Y, entonces, pese a eso no tienes esta idea de lo que es esta especie de diluvio de muertes, que es algo verdaderamente muy difícil de soportar. Yo creo que es lo peor de la muerte, la muerte de los otros. Porque ahora ya no solamente se mueren montones de gente muy querida, todo el rato. A mí se me han muerto dos muy queridos en los últimos tres meses. Pero es que se muere un montón de gente que ni siquiera es muy querida pero que han sido compañeros tuyos de la escuela, en la universidad, que empezaron a trabajar contigo en no sé qué periódico. Entonces es tu paisaje. Como siempre digo, están talando el bosque del que soy árbol y entonces caen pam, pam, los árboles alrededor y es un destrozo. Es tan desolador, es tan tremendo. Eso es muy difícil de soportar. Y eso es un miedo o una pena. Oye, un miedo, un miedo a esa soledad de la vejez del superviviente, sabes. Pero un miedo y una pena muy grande que, de nuevo, tú decías ese miedo es nuevo con la edad porque no te llegas a dar cuenta de lo que significa. Y es súper terrible, sí.
Cuando eres joven no tienes esta idea de lo que es esta especie de diluvio de muertes, que es algo verdaderamente muy difícil de soportar. Como siempre digo, están talando el bosque del que soy árbol
— ¿Y dónde quedan tus personajes?
— Pues los personajes se me van olvidando, como gente a la que dejo de ver.
— ¿En serio? Qué increíble.
— Sí. Pero igual de esa manera tienes esa sensación con ellos, para mí son gente con la que he convivido y que ya la he dejado de ver y a medida que pasa muchísimo más tiempo cada vez te acuerdas menos. Depende de la importancia que han tenido para ti, también, y tal. Hay personajes secundarios, muy secundarios, de los primeros libros, que no te acuerdas nada, te los recuerdan y dices “ah sí, claro”, te suenan vagamente. Pero para mí son gente. Gente con la que he vivido, que se han ido y que se han separado en el tiempo.
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— Rosa, ¿qué cosas te ponen nerviosa hoy?
— Pues las mismas que siempre. Es que parece que se aprende pero no se aprende. Desarrollas más armas pero sigues teniendo una inseguridad absurda por cosas. Sigues teniendo la obsesión del perfeccionismo que hace que te agobie muchísimo todo; por cosas estúpidas que no han salido y que me agobian igual. Una tendencia a la angustia total. Sigo siendo, como me llamó un novio breve que tuve, “María Angustias”. (Risas) Me reconozco tremendamente en todo lo que fui, lo que pasa es que, ya te digo, de la misma manera que no tienes ataques de pánico pues todo lo intentas si puedes manejarlo un poco mejor, ¿no? Porque cuando ya se empieza a armar la misma angustia y dices “lo voy a hacer fatal”, dices “bueno, esto te ha pasado ya como cien veces en tu vida y no has quedado tan mal, venga”. Te das más ánimos y tal. Pero sí, me siguen consumiendo mucha energía los pensamientos negativos y de falta de seguridad, como nos pasa a tantos. O la sensación de impostura. Todas esas cosas son constitutivas de la personalidad, son difíciles de erradicar.
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