Hay historias de vida tan increíbles que parecen sacadas de una novela o una película. Pero, muchas veces, sucede lo contrario y es la vida misma la que aporta el material que termina convertido en libro. Este es el caso del argentino Horacio Llovet, cuya transformación de empleado a empresario es inspiradora.
En quince años, Llovet pasó de preparar hamburguesas detrás de un mostrador a ser Director de Operaciones de McDonald’s en Chile y posteriormente CEO de la cadena de restaurantes de comida rápida Johnny Rockets. Hasta ahí, su meteórico ascenso en el vertiginoso mundo empresarial ya es sorprendente y digno de ser contado.
Pero lo que más llama la atención de la experiencia de Llovet es que un día, cansado de trabajar para otros, decidió abandonar el mundo de las multinacionales para perseguir su sueño más personal e íntimo: el de emprendedor. Así, junto a Javier Krawicki, creó el exitoso Nawaiam, una aplicación-videojuego que pretende reemplazar al test psicotécnico. Lanzada al mercado en 2020, actualmente Nawaiam es utilizada por más de 370 empresas en 17 países y está valuada en 10 millones de dólares.
La asombrosa historia de Llovet, no sin sus altibajos, la cuenta él mismo en El juego de la vida, libro editado por Lea (cuyo comienzo puede leerse a continuación) en el que el autor parte de preguntas como: “¿Qué habilidades necesito para crecer en mi profesión en el siglo XXI? ¿Puedo renunciar a mi trabajo e iniciar un emprendimiento privado si tengo una familia? ¿Qué debo tener en cuenta si quiero empezar con la creación de mi propia startup?”. Sin soluciones mágicas, la respuesta se encuentra en su propia biografía.
Así empieza “El juego de la vida”
Salida: la gran ciudad
Me desperté casi de un salto cuando el colectivo tomó un pozo, un bache, una loma de burro. O vaya a saber uno que imperfección en el camino. En la gran ciudad, el asfalto suele ser mucho más prolijo, y por eso se sienten tanto los baches, desvíos o imperfecciones. Desentonan y llaman la atención. Nada ni nadie puede entenderse sin su contexto. Cuando todas las calles son lisas, un pequeño bachecito te da la sensación de que dejaste los amortiguadores ahí. Los mismos amortiguadores que van bailando un malambo en otros lugares más imperfectos y sobreviven. El contexto es todo. Ya estábamos llegando.
Me tomé unos segundos para ubicarme en tiempo y espacio. Ese pequeño instante entre que nos despertamos y recordamos quiénes somos, qué hacemos, hacia dónde vamos. En mi caso particular, tenía muy claras esas respuestas. Tenía 18 años, y las cosas súper claras, como todo pibe de 18 años. O al menos eso creía entonces. Era una mañana fría de marzo del 92. Las pequeñas gotas de rocío que se interponían entre el vidrio de la ventana y las inmediaciones de Retiro daban cuenta de que el verano estaba llegando a su fin.
Antes de empezar mi travesía fui por el bolso donde habla guardado toda mi vida, algo de ropa, sueños, objetivos, anhelos, miedos, y por sobre todas las cosas, mucha comida. Latas de atún, de toma te, arroz, fideos. Lo necesario para sobrevivir un par de semanas. Mis viejos me lo hablan metido casi a la fuerza en el equipaje, y aunque no fuera a durar mucho, representaba a la perfección el simbolismo de que hay alguien en algún lado del mundo que se preocupa por vos.
Mi tía, que venia trabajando desde hacia más de treinta años en el Correo, me había conseguido una entrevista en la bien llamada Empresa Nacional de Correos y Telégrafos (ENCOTEL). En la Argentina post-hiperinflación, las empresas públicas estaban en la cuerda floja, y la sensación en la sociedad era de desprestigio. Ella había trabajado ahí toda la vida, y creo que había visto en mi reciente migración a la ciudad la oportunidad de continuar con un legado, además de darme una tremenda mano, ayuda, fuerzas para poder cumplir mi objetivo o más bien mi sueño de ese momento, de cambiar de aires y estudiar medicina en la Universidad de Buenos Aires. Creo que desde los cinco o seis años quería ser médico, lo tenía muy claro. Ese era mi destino.
Trabajar era una condición fundamental para dejar Pergamino. La hiperinflación de fines de los 80 había dejado a mi familia bastante mal económicamente, achicándose, vendiendo campos y ganado, y mis padres no podían darse el lujo de ayudarme a sostener un alquiler a 200 kilómetros en la ciudad más cara del país.
Desde el otro hombro, en esas noches frías de principios de abril se escuchaba un “No te entregues”. Con una mezcla de tozudez y de tener claro que sin esfuerzo no hay recompensa, me repetía esa frase como un mantra, y es el día de hoy que cierro los ojos y la escucho. Todos en la vida nos aferramos a algún tipo de propósito.
En el libro El hombre en busca de sentido, Viktor Frankl, psiquiatra y sobreviviente de los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial, relata cómo habla, en ese contexto horroroso, personas que lograban sobrevivir y otras que no podían aguantar más y se iban dejando morir. La diferencia entre ambas, según Franki, no era ni la fuerza física, ni lo alimentados que estuvieran, ni nada por el estilo, sino más bien su capacidad de identificar un propósito. Un sentido para todo ese horror que velan alrededor.
Desde luego que lo último que quiero es comparar ambas situaciones. Pero si por un momento dejamos de lado los contextos y pensamos en el concepto que hay de fondo, veremos que puede aplicarse para muchas otras situaciones en la vida: quienes logran encontrar un sentido y un propósito, probablemente tengan mejor suerte que quienes no. Y en ese momento yo logré encontrar un propósito que me impulsaba a seguir adelante a pesar de que las circunstancias no eran las mejores.
“No te entregues... esto va a pasar”.
Visión y misión
En la Facultad me enseñaron que la misión, la visión y los valores son lo primero que tenemos que pensar cuando vamos a empezar un negocio. Pensadores como Simon Sinek dicen que más que por misión, visión y valores, tenemos que empezar con el ¿por qué?, y que ese por qué nos va a orientar todo lo demás.
El escritor británico usa como ejemplo de una organización que exitosamente empezó por el por qué a Apple. Todo lo que hace Apple tiene de alguna manera u otra el objetivo de desafiar el status quo. De salir de la caja y pensar diferente. De hecho, Think Different fue uno de los eslóganes publicitarios más recordados y exitosos de la marca de la manzanita. La simpleza es otro de los núcleos funda mentales del por qué de Apple.
Queremos hacer productos diferentes y simples. Y eso se nota cuando entramos a un Apple Store: mesas de madera sobre fondo blanco. Fin. Sinek argumenta que si Apple hubiera empezado por el “qué” en lugar del “para qué”, su mensaje publicitario sería algo más bien como: “Hacemos grandes computadoras, fáciles de usar y con bonito diseño”. Pero el producto no es tan importante como el concepto. Muchas veces las personas no compran productos por sí mismos sino por lo que representan. Durante muchos años en Argentina McDonald’s, la compañía donde trabajé un poco más de 20 años y de la que ya hablaremos más tarde, fue sinónimo de felicidad. De darse un gusto. De estar conectados con el mundo.
Usualmente en esas clases de administración, o algo por el estilo, nos pedían que inventemos una empresa y redactemos su misión, su visión y sus valores. De la nada. Imagínense a un par de docenas de chicos recién salidos del secundario tratando de darle una carga valorativa y una mirada de largo plazo a empresas ficticias que acaban de inventar con el objetivo de aprobar una materia: “Ser los referentes en el retail latinoamericano”, “ser la empresa que más venda en la industria cosmética francesa”. Y así podemos seguir.
En esos primeros días en la ciudad entendí, aunque en ese momento no me daba cuenta, que la visión y la misión no se elaboran racionalmente, no se construyen en un aula universitaria leyendo bibliografía ni se razonan en una sala de reuniones vidriada. Sino que se siente en las entrañas.
El “no te entregues”.
Aprender a volantear
Los meses transcurrieron con la rapidez y la intensidad de los veinte años. El trabajo en el Correo me consumía doce horas por día, seis días a la semana, pero eso no me impedía disfrutar de las maravillas de la gran ciudad. Por casualidad -o no- habla aterrizado en una pensión estudiantil repleta de artistas, actores y estudiantes de todos los rincones del país, por lo que las invitaciones a obras de teatro under no se hicieron esperar. Las fiestas tampoco, pero rara vez había plata para eso. Lo que quedaba del tiempo se lo dedicaba al CBC (Ciclo Básico Común) para ingresar a la carrera de Medicina y, muy poco frecuentemente, a dormir.
Una mañana de 1994 entramos a un salón enorme del edificio central, sobre la calle Paraguay. Los murmullos entre mis compañeros se hacían cada vez más fuertes, y acompañaban las caras de preocupación y expectativa. Era la primera clase de la temible materia Anatomía. De repente, cuando ingresó el profesor, nos invadió un silencio sepulcral. Con una mirada burlona, ese hombre alto y vestido con un largo ambo blanco comenzó quitándose despacio el reloj. Metódico y lento. Como si nadie lo estuviera mirando. Tras apoyarlo en una mesa, se dirigió a una especie de piletón que se encontraba en el centro del salón. No era el único. Mientras se arremangaba esbozaba como una sonrisa medio burlona. Sin levantar la mirada lanzó una premonición socarrona.
-Hoy vamos a ver quién se la banca -dijo mientras hundía su brazo en el agua turbia del piletón. ¿Quién me ayuda a sacarlo? -agregó levantando una figura humana sin vida casi literalmente de los pelos, o lo que quedaba de ellas. Algunos se acercaron a ayudarlo y colocan en la camilla. Era el día crucial de la carrera.
No lo dudé e inmediatamente salí del salón. Mis piernas fueron mucho mas rápidas que mi cerebro. No sabía muy bien adónde me dirigía, pero lo fui decidiendo mientras bajaba las escaleras del imponente edificio estilo monumental. Crucé la plaza Houssay que separa a las facultades de Medicina y Ciencias Económicas y me frené en un teléfono público de esos que tenían forma de hongo y un color verde limón, pertenecientes a la recién llegada Telefónica.
Clin clin clin El sonido de las fichas cayendo una detrás de otra, daba cuenta de que estaba por hacer un llamado al interior del país. En ese momento, las fichas de larga distancia eran bastante caras, por lo que me comunicaba con mi familia en Pergamino una vez por mes.
-Horacio ¿Cómo estás?-del otro lado la inconfundible voz de mi -Mama... madre sorprendida por el llamado a esa hora. -Quería decirte que voy a dejar la Universidad. No voy a estudiar más Medicina.
La llamada se cortó antes de que pudiera profundizar mucho en los motivos y dar a mi madre las explicaciones del caso. El pitido intermitente del teléfono público me despertó de esa especie de trance que habla iniciado en el salón cuando todavía era estudiante de Medicina, solo unos minutos atrás. Si hubiera sido hoy, mi mamá me hubiera bombardeado con mensajes de WhatsApp hasta entender el porqué de mi decisión, pero en lugar de eso hubo silencio. Antes había mucho más silencio. Y por sobre todas las cosas intriga. La tecnología, o más bien la ausencia de ella, nos obligaba a ser más pacientes.
Me fui caminando por Avenida Córdoba pensando en el peso de encina que me habla sacado, pero también preocupado por lo que iba a hacer. Habla llegado a Buenos Aires para estudiar, y eso me daba un rumbo, una meta. Las metas son ordenadoras. Si seguía bancándome el trabajo en el Correo era porque sabía que eso me permitiría estudiar, ser médico en algún momento y tener una vida mejor. Pero cuando la meta se esfuma en una mañana, nos permite replantearnos otras cosas. Cambiar.
Quién es Horacio Llovet
♦ Nació en Argentina.
♦ Es empresario.
♦ Trabajó en locales de comida rápida, fue Director de Operaciones de McDonald’s en Chile y posteriormente CEO de la cadena de restaurantes de comida rápida Johnny Rockets.
♦ Fundó la empresa Nawaiam, valuada en 10 millones de dólares.
Seguir leyendo: