Hace varias columnas, al reseñar un libro de H. H. Munro, el escritor inglés nacido en Birmania, hice algunas referencias a la peculiaridad del humor en la literatura británica. Suenan los nombres de Jerome K. Jerome, P. G. Wodehouse e incluso el de Gilbert K. Chesterton, más vinculado con la novela policial a partir de las andanzas de su inefable Padre Brown, cura y detective.
Creo haber mencionado al pasar a quien, para mí, es el máximo representante de esa ironía sutil y permanente, que no desencadena nunca la carcajada, pero que hace que el lector de sus novelas tenga una permanente sonrisa en su rostro: David Lodge, felizmente todavía vivo a sus 88 años, que combinó una carrera académica como muy serio profesor universitario y conferencista con la escritura de novelas que, personalmente, desearía no haber leído antes para poder disfrutar ahora por primera vez.
Hoy me referiré a El mundo es un pañuelo (título original: Small world) publicada en inglés en 1984 y traducida a un castellano muy aceptable a pesar de llevar el sello de Anagrama, en 1996. La edición más reciente es de 2006. Y lo que diré de este libro sería aplicable a casi todas las novelas del autor: Terapia, ¡Buen trabajo!, Noticias del paraíso y siguen las firmas.
Podría ser cualquiera de ellas. En ¡Buen trabajo! se relatan las desventuras de una profesora universitaria, especialista en la narrativa relacionada con la Revolución Industrial, que debe investigar a un empresario con pocos intereses culturales, haciendo un seguimiento de su actividad cotidiana, para enorme disgusto del investigado. El enorme Anthony Burgess (La naranja mecánica entre sus muchas obras) se refirió a esta novela como “una obra de inteligencia desbordante, informativa, perturbadora y muy divertida que confirma que Lodge tiene derecho a ser considerado uno de los mejores novelistas de su generación”.
O Terapia, en la que un exitoso guionista de comedias para televisión, que recurre a diversos tratamientos para superar sus conflictos, asediado por un dolor en su rodilla, emprende un peregrinaje a Santiago de Compostela en el que su vida dará un vuelco total
Umberto Eco, que no solía ser generoso en el elogio, escribió sobre Small world: “Uno de los libros más ingeniosos, más auténticos, más condenadamente divertidos que se han publicado en los últimos cien años”. Una valoración que comparto sin reticencias.
Estos juicios, entre muchos otros similares, tienen la virtud de que no relegan la literatura de humor a una especie de “Primera B” como existe en el fútbol. Esto sucedió hasta cierto momento con los libros de Roberto Fontanarrosa, hasta que “la Academia” (no el Racing Club) comenzó ubicarlos entre la literatura pura y dura. Y también muchos de los estupendos cuentos de Isidoro Blaistein, cuya obra, inencontrable durante bastante tiempo en librerías, comenzará a ser reeditada próximamente por el nuevo sello Hugo Benjamín Editor (fundado por el antiguo luchador del gremio Hugo Levin): comenzará con La felicidad, su primer libro de cuentos.
Volviendo al libro que nos ocupa, diré que mi padre, que había cruzado tres veces los océanos emigrando de su Odessa natal a la Argentina con su madre, tenía justificados reparos a viajar. Lo del triple recorrido en tercera clase requiere una explicación que no daré ahora porque sería muy extensa. Pero su inicial resistencia a viajar desapareció cuando empezó a asistir a congresos médicos en el extranjero, especialmente de Pediatría, su especialidad.
Esto viene a cuento de que la novela a la que me refiero versa sobre los congresos internacionales o locales de Literatura, que convocan a escritores y profesores de diversas nacionalidades. Ellos, por unos días, y con todos los gastos pagos por los organizadores, conviven, leen ponencias y escuchan muchas otras y se aburren o se divierten y viven breves aventuras eróticas. En muchos casos, la misma ponencia es leída en diversas reuniones similares, en la confianza de que los oyentes no se repetirán o habrán olvidado haber escuchado previamente esas palabras.
Sobre ese cañamazo del que sin duda tiene un conocimiento directo, Lodge teje una trama desopilante, llena de matices. No me resisto a citar un párrafo que tiene que ver con la comida en común en uno de esos encuentros, que se celebra en el derrengado edificio de una institución imaginaria.
“Para los veteranos de congresos celebrados en universidades provinciales británicas, estas eran incomodidades ya familiares y, hasta cierto punto, estoicamente aceptadas, como lo era el más que mediocre jerez servido en la recepción (una marca poco conocida, que parecía pregonar con exceso su origen español mediante la vistosa representación de una corrida de toros y una bailarina de flamenco en la etiqueta), y como lo era la cena que les esperaba después -sopa de tomate, rosbif y dos verduras, tarta de compota con crema- y en cada uno de cuyos ingredientes se había eliminado concienzudamente todo vestigio de sabor mediante una cocción a altas temperaturas”.
Para muestra, basta una comida. Porque la descripción satírica de cada momento de estos encuentros y de las características de los personajes (desde atildados profesores ingleses hasta la ponente italiana ferviente comunista) se extiende con felicidad durante las cuatrocientas veinte páginas que tiene el volumen en la colección de bolsillo “Compactos” de Anagrama.
Los eventuales lectores que, tentados (ojalá) por esta columna, se adentren en esta novela de Lodge, desarrollarán, no lo dudo, una sana adicción trasladable a sus demás libros.
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