Entre la distopía tecnológica de Matrix y la locura como forma de procesar la realidad de Alicia en el país de las maravillas, Píldora roja, el nuevo libro del británico Hari Kunzru, se planta como una novela clave para entender la crisis de la mediana edad de la Generación X.
“Es el momento en que te das cuenta por primera vez de que tu condición –física, intelectual, social, financiera– ya no es del todo mutable. Lo que ya pasó determinará, en gran medida, el resto de tu historia. Lo que hiciste no se puede deshacer, mucho de lo que pospusiste ya no lo podrás concretar. En suma, ahora sabes que el tiempo es un recurso finito y escaso”, escribe Kunzru al comienzo del libro.
Píldora roja, editado por Caja Negra, cuenta la historia de un escritor académico de poca monta que recibe una beca para participar de una residencia creativa a orillas del lago de Wannsee, en Berlín. En un principio, esta invitación resulta ideal para alejarse un tiempo de su esposa y su hija con las que vive en Nueva York y avocarse en su segundo libro, una investigación sobre la construcción moderna del yo en la poesía lírica.
Pero a medida que transcurren las semanas sin ningún avance, es el yo del narrador el que comienza a desmoronarse. Las estrictas políticas de productividad de la fundación que lo aloja, la cercanía con el edificio donde los nazis planearon la Solución Final y el conmovedor relato de una ex punk que había sido asediada por la Stasi durante la Guerra Fría van alimentando un estado de paranoia y ansiedad que complica su plan de escritura.
¿Está perdiendo la razón? ¿O está tomando conciencia de una verdad inquietante que a diario preferimos ignorar? Adentrarse en esa madriguera de conejo implicará poner en crisis la frágil estructura de certezas que hasta ese momento había sostenido su vida y reconocer que la estabilidad del mundo no expresa más que la calma antes de la tormenta, el claroscuro monstruoso entre un viejo orden que muere y el nuevo que tarda en nacer.
Así empieza “Píldora roja”
Creo que es posible rastrear el momento exacto en que llegaste a la mediana edad. Es ese momento en que examinas tu vida y, en vez de encontrar un mundo lleno de posibilidades que se abren más y más, te sobreviene la sensación de haber despertado de un sueño o haber llegado a tierra firme, a un lugar nuevo, después de un naufragio. Así que aquí estamos, te dices a ti mismo. Me convertí en esto.
Es el momento en que te das cuenta por primera vez de que tu condición –física, intelectual, social, financiera– ya no es del todo mutable. Lo que ya pasó determinará, en gran medida, el resto de tu historia. Lo que hiciste no se puede deshacer, mucho de lo que pospusiste ya no lo podrás concretar. En suma, ahora sabes que el tiempo es un recurso finito y escaso. De ahora en más, lo que sea que hagas, sea cual sea la satisfacción, la felicidad o la agitación que experimentes, nunca podrás sacarte de la cabeza esa sensación casi imperceptible de estar cayendo por una leve pendiente hacia la oscuridad.
A mí, esta conciencia de la mortalidad me llegó, de forma bastante convencional, una noche en que estaba acostado junto a mi esposa en nuestro departamento en Brooklyn. Mientras retozaba ahí, concentrado en su respiración, supe que mi fuerza y mi ingenuidad tenían un límite. Pude sentir que, en algún momento, iba a necesitar descansar. Cómo llegué a sentir eso no lo sé. Fue una sorpresa para mí. No podría describir la cadena de eventos que me llevaron a estar en ese dormitorio un tanto calefaccionado de más, junto a una mujer que, si las cosas hubieran sido distintas, nunca habría conocido o nunca habría concebido como la persona con la que quiero pasar el resto de mi vida. Después de cinco años de matrimonio, seguía enamorado de Rei y ella seguía enamorada de mí. Eso estaba fuera de discusión, era un hecho feliz. Nuestra hija de tres años dormía en la habitación de al lado.
Lo que me tenía inquieto era nuestra felicidad. Fue una reacción perversa, lo sé. Me sentía un tacaño preocupado por perder su riqueza emocional. Sin embargo, esos laberintos mentales en los que vigilaba mi habitación y la de mi hija traían aparejado algo verdadero. Estábamos en una época en que los medios se llenaban de imágenes de niños heridos o huyendo de la guerra. Muchas veces terminaba el día encorvado sobre mi computadora, mirando la pantalla con los ojos llenos de lágrimas. Lo que veía me angustiaba, pero también me acechaba una idea egoísta: si el mundo cambiaba, ¿sería capaz de proteger a mi familia? ¿Podría trepar un cerco con mi hija en brazos? ¿Podría sujetar la mano de mi mujer cuando la balsa se diera vuelta? Nuestra vida era frágil. Un día algo podría quebrarse. Uno de nosotros tendría un accidente o se enfermaría, o el mundo se llenaría de guerra y caos, y nos tragaría como lo hizo con tantas otras familias.
Tenía poco de qué quejarme. Vivía en una de las ciudades más grandes del mundo. Salvo por algún achaque menor, tenía salud. Y estaba enamorado, lo que me protegía de las más penosas consecuencias de la llamada “crisis de la mediana edad”. Tengo amigos que, sin mediar palabra, se embarcaron en aventuras sexuales sin sentido o, en un caso en particular, uno que adquirió una adicción destructiva al crack, un vicio que pudo esconder hasta que un día lo encontraron a las tres de la mañana en Elizabeth, Nueva Jersey, fumando sentado al volante de su coche y lo arrestaron.
Yo no estaba a punto de acostarme con la niñera o jugarme todos nuestros ahorros en el casino, pero, a la vez, sabía que muy en el fondo algo estaba ligeramente mal, había algo urgente que debía atacar cuanto antes, algo que no podía resolver despertando a Rei de madrugada o yendo con la computadora al baño en puntas de pie o tomando un tranquilizante. Tenía que ver con los cimientos mismos de la realidad, con cosas que me pasé la vida pensando y escribiendo, con muchas de mis convicciones más profundas. Y, casualidad o no, todas me acosaban justo cuando me encontraba a punto de irme de viaje.
Una de las razones por las que estaba despierto, preocupado por el dinero, el cambio climático o el ejército desplegado en la frontera en Macedonia, era que tenía reservado un coche para llevarme al aeropuerto a la cinco de la mañana. Nunca pude dormir bien la noche previa a un vuelo. Siempre me preocupa la posibilidad de quedarme dormido y perder el avión.
Cansado y preocupado llegué a Berlín al día siguiente para empezar una residencia de tres meses en el Centro Deuter, en el extremo oeste de la ciudad, en el suburbio de Wannsee. El año acababa de empezar. Las ruedas del taxi crujían sobre la fina capa de hielo del asfalto congelado. Logré entrever la silueta del edificio detrás de una cortina de pinos cubiertos de nieve. El lugar me pareció un correlato perfecto de mi estado emocional: una casa ubicada en un lugar profundo, melancólico, dentro de mi cabeza. Era enorme pero anodina, una construcción sobria con un techo de tejas de un gris neutro y una fachada pálida llena de ventanas alargadas. Lo único notable era un anexo construido después, más moderno, que se extendía hacia uno de los costados, un cubo de vidrio que parecía funcionar como oficina.
Le pagué al taxista y me planté en las escaleras con mi equipaje. Ni siquiera llegué a acercarme para llamar a la puerta que sonó un zumbido eléctrico y esta se abrió hacia un largo pasillo desierto. Avancé sintiéndome un príncipe que entra al castillo de un ogro, pero en vez de encontrarme con una bella durmiente me topé con un conserje vestido como un campesino británico. Su ánimo jovial desentonaba con el ambiente sombrío. Todo su ser centelleaba hospitalidad, tenía los ojos bien abiertos y el pecho inflado, como si mi llegada le produjera placer. ¿Había tenido un buen vuelo? ¿Quería un poco de café?
Me tenían preparada una carpeta con una tarjeta magnética y varios documentos que tenía que firmar. El director y el resto del personal estaban ansiosos por conocerme. Por lo pronto, había agua mineral y toallas listas esperándome en mi habitación. Si necesitaba algo, cualquier cosa, solo tenía que pedirlo. Le aseguré que lo único que necesitaba era cambiarme y echarle una mirada a mi estudio.
–Por supuesto –me dijo–. Por favor, permítame que lo ayude con su equipaje.
Tomamos el ascensor hasta el tercer piso y me guio hacia una especie de buhardilla de lujo. La habitación era luminosa, moderna y estaba impecable. Tenía muebles de pino y sábanas blancas tirantes sobre una cama ubicada justo debajo de las vigas del tejado. El sistema de calefacción salía de unos rectángulos impolutos y las ventanas tenían doble vidrio. En una esquina, había una pequeña cocina, con un calentador y un refrigerador. Tras otra puerta, estaba el baño equipado con todo lo necesario. A pesar de sus detalles, la habitación emanaba un aire austero que me gustaba. Era un lugar de trabajo, de contemplación.
Cuando el Centro Deuter me escribió para ofrecerme la beca, me sentí como el “poeta pobre” de una pintura del siglo XIX que una vez vi en Múnich. El poeta está sentado en la cama con un gorro de dormir de hilos dorados, tiene unos lentes colgados de la nariz, también dorados, y entre sus mandíbulas sostiene una pluma como hacían los piratas con sus sables curvos. Su buhardilla tiene agujeros en las ventanas y obviamente hace frío, dado que está metido en la cama vestido con un traje tan viejo que tiene un parche en el codo. Ha estado usando páginas de su propio trabajo para avivar el fuego, ahora ya extinto.
Sus posesiones son nimias: un sombrero, un abrigo y un bastón, una vela sobre una botella vacía, un lavabo, una toalla deshilachada y un paraguas estropeado que cuelga del techo. A su alrededor solo hay pilas y pilas de libros. Tiene las piernas dobladas para sostener un manuscrito y con su mano libre presiona el pulgar contra el dedo índice en un extraño gesto de aprobación. ¿Está revisando un verso? ¿Está aplastando una pulga? ¿O está haciendo un círculo? ¿Estará contemplando la ausencia, la nada misma de la existencia, el vacío? Al poeta no le interesa el mundo físico que lo rodea, y si le importa, trata de sobrellevarlo de la mejor manera. Está absorto en su labor artística. Así quería estar yo. Quería ser él al menos por un rato.
Quién es Hari Kunzru
♦ Nació en Londres, Inglaterra, en 1969.
♦ Es escritor y editor, y como periodista ha colaborado en medios como The New York Times, The Guardian y Wired, entre otros.
♦ Ha obtenido las becas de la Guggenheim Foundation, de la New York Public Library y de la American Academy en Berlín.
♦ Sus novelas han recibido prestigiosos premios y han sido traducidas a más de veinte idiomas. Algunos de sus títulos son: El transformista, Dioses sin hombres, Leila.exe y White Tears.
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