La historia real (y no tanto) del Hospital Israelita abandonado por el que pasaron Einstein y Maradona

En su nueva novela, Sergio Saposnic vuelca a la ficción uno de los mayores misterios del barrio de su infancia y mezcla un grupo de ex comunistas convertidos al judaísmo, zombies, policías corruptos, un casino clandestino, una joya salvadora de Juana Viale y un linyera millonario.

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Un histórico hospital abandonado, un
Un histórico hospital abandonado, un plan secreto para restaurarlo y un casino clandestino que lo complicará todo: así es la nueva novela de Sergio Saposnic, "Hospital Israelita Z".

Es viernes y ya salió la primera estrella sobre el cielo de Avenida Gaona. A través del ventanal de Nacha Café se ven hombres de negro cruzando la calle en dirección a la esquina de enfrente. Vienen caminando desde Nazca, Avenida Avellaneda o cualquier punto de la misma Gaona, sus cabezas adornadas con sendos mechones al lado de las orejas y cubiertas con el tradicional kipá o con un sombrero redondo de piel, “una moda entre los relis” –señala Sergio Saposnic, autor de Hospital Israelita Z–. Son judíos ortodoxos que se dirigen hacia un moderno templo-escuela sobre la calle Artigas para celebrar el Shabat.

Saposnic basa su novela en observaciones de la vida cotidiana en el barrio que habita desde la infancia. Sobre ellas reflexiona, exagera, ironiza e inventa, pero siempre manteniendo hacia sus personajes un grado de afecto que descoloca cualquier lectura sarcástica sobre las personas y los espacios. “Vivo en Gaona, es como el zaguán de mi casa”, declara.

A unos doscientos metros de la vivienda de Saposnic, en Gaona entre Nazca y Terrada, llegando por el contrafrente hasta la paralela Luis Viale, se levanta el edificio donde hasta principios de los 2000 funcionó el prestigioso Hospital Israelita Ezrah, hoy vacío pero aún en pie. Inaugurado en 1916, pasaron por sus instalaciones personalidades como Albert Einstein y los médicos Jonas Salk y Albert Sabin, históricos investigadores de la vacuna contra la poliomielitis. En el sector de Kinesiología se llegó a atender Diego Armando Maradona y encabezaba el área de Dermatología el prestigioso Doctor Aaron Kaminsky.

En el jardín lateral, indiferentes a los vaivenes del tránsito y de la medicina, crecen dos grupos de tres palmeras cada uno que casi superan en altura los siete pisos del edificio principal. En sus copas converge cierto aire a Medio Oriente con toques sudamericanos que se estiran hasta Miami, aunque para la madre de uno de los protagonistas remitían más bien a la leyenda hebrea del Chol, un ave parecida al Fénix que resurge de las cenizas con cada generación y que reposaba en las ramas más altas.

Saposnic imagina a cinco judíos que supieron militar en la Federación Juvenil Comunista. Ahora se han vuelto religiosos y forman un grupo para restaurar el viejo Hospital Israelita bajo absoluto secreto. Reciben donaciones, no todas voluntarias, a las que se agrega una joya que aporta Juana Viale con la condición de que una de las alas del futuro hospital adopte el nombre de su abuelo, Daniel Tinayre. Pero cuando los fondos escasean, el dinero de un linyera pasa a ser la principal fuente de financiación.

Sergio Saposnic: “Siempre estuvieron Villa
Sergio Saposnic: “Siempre estuvieron Villa Crespo, Once, incluso ahora Belgrano y la calle Avellaneda, pero Gaona no aparecía antes como un sitio judío de la ciudad”. (Verónica Kanonicz)

Mientras el grupo va sumando personajes –entre ellos, un galán, un viudo escultor, un “MacGyver jasid”, un arquitecto bon vivant y un campeón de krav magá (el arte marcial israelí) – por Avenida Gaona desfilan los linyeras del barrio, que un mozo de Nacha apodó “zombies”, a la vez que transitan vecinos, comerciantes, dealers y una murga barrial que organiza la comparsa todos los carnavales y a veces, también, el tránsito de vehículos.

Durante cierto tiempo, la restauración secreta del Israelita avanza sin inconvenientes, pero en un punto se vuelve inocultable para vecinos y transeúntes. Despiertan entonces las fuerzas vivas del barrio, con la murga cooptada por un puntero político y una constructora que generan discusiones, peleas, malentendidos e incluso especulaciones y reacciones antisemitas: pretenden echar a los judíos y quedarse con el predio de casi una manzana, ideal para mega proyectos inmobiliarios.

“Al principio, yo me preocupaba por aclarar que el libro no se trataba sobre la historia del hospital, sino que era una novela, un invento. Pero ahora, cuando me dicen ‘qué interesante, escribiste la historia del hospital’, respondo, ‘sí, cómpralo’. ¡Es que, en la misma solapa, donde figura mi trayectoria, ya hay chistes! No tendría sentido ese tono para un libro histórico”. De todos modos, el autor destaca que ya desde el título el libro convoca a personas que lamentan el cierre y que espontáneamente aportan sus propias experiencias en el lugar, aparentemente ignorando la letra “Z” en el centro de la cubierta del volumen.

En la esquina de Gaona y Nazca, la pizzería Comacchio, escenario de importantes encuentros y desencuentros a lo largo del relato, comparte manzana con el predio del Israelita. A la vuelta, en dirección a la calle Luis Viale, está el Café Martínez donde Cobi, el galán judío, consigue citarse con Juana Viale. El autor cuenta que un día, desde su auto, vio a la actriz saliendo por una puerta misteriosa frente al hospital, sobre la calle Terrada. Este hecho, sumado al descubrimiento de Causalidad (2021), una película que utiliza como locación los antiguos consultorios y pasillos recreados como “Hospital Metropolitano” y con la misma Viale encarnando a la víctima de un malvado médico, contribuyó para que la nieta de Mirtha Legrand se convirtiera en uno de los personajes de la ficción.

-¿Y la calle Luis Viale tiene algo que ver?

-Lo pensé, pero la verdad que no. El hospital es una especie de locación para películas, igual que el Bar El Balón, en Gaona y Bolivia. Y es muy seguido: te diría que Gaona y Nazca es una especie de polo cinematográfico de la ciudad.

Pero el libro se encarga a su vez de agregar la avenida al mapa judío de Buenos Aires: “Siempre estuvieron Villa Crespo, Once, incluso ahora Belgrano y la calle Avellaneda, pero Gaona no aparecía antes como un sitio judío de la ciudad”.

Lugar en el que, según
Lugar en el que, según señala Saposnic, se encuentra el casino clandestino que nombra en "Hospital Israelita Z". (Verónica Abdala)

La gastronomía ocupa un lugar central en la construcción de los personajes. En el tabernáculo, el Sanctasanctórum donde se reúne el grupo de judíos, por ejemplo, uno de ellos lleva pepino, pastrón y pan de pita en lugar de pletzalej, dando pie a las burlas de sus compañeros. Si bien cada grupo gestiona su alimentación según sus propios usos y costumbres, es también cierto que los unifica la necesidad de alimento y supervivencia. Y de su coexistencia en el territorio van surgiendo formas de mestizaje que, en algunos casos, facilitan la interacción entre los bandos aunque no siempre resuelven los conflictos: hay, por ejemplo, un policía que acepta carne kosher a cambio de favores, un coreano que se ha convertido al judaísmo y un evangelista que discute temas bíblicos con los ortodoxos.

El lenguaje también construye identidad: el castellano de los judíos aparece constantemente salpicado de expresiones en yiddish y hebreo escritas en su transliteración al castellano porteño. En una discusión, los judíos del hospital asignan a los trabajadores de construcción la nacionalidad paraguaya, más allá de su país de origen real. “No rompas las pelotas: si son albañiles, hablan en guaraní y toman tereré ¿qué son? –rezongó Jimmy”.

-¿Hay entonces un mestizaje entre las culturas importadas de Europa y las tradiciones más locales o latinas?

-Y además entre las generaciones más recientes y las más nuevas… Un poco me recuerda a la escuela pública donde estábamos todos. Ahora no sé si ocurre. No lo digo con una nostalgia penosa, es así. Muchos judíos que vivían en Villa Crespo se fueron a Belgrano o a los countries. Pero en los barrios como este, sobrevive. Al mismo tiempo, podemos ampliar la mezcla y considerar que participan de la conversación los vivos y los muertos, siendo el yiddish, claramente, el idioma de las generaciones pasadas.

La convivencia no deja de darse en un clima de “tensa calma”, que se visibiliza sobre todo ante las acusaciones que sufren los relis al producirse un incidente de tránsito. Desde el primer capítulo, queda establecido que algo falló en los planes para restaurar el hospital. Sin embargo, y sin ánimo de arruinar la intriga, puede afirmarse que esta circunstancia tampoco derivará en un final pesimista. Después de todo, los judíos confiesan que, si derrotaran a sus rivales, solo querrían desfilar con su propia comparsa durante el carnaval.

Saposnic señala una puerta cuya madera oscura contrasta con una pared pintada de fucsia sin ventanas a la calle y cuenta que imaginó que por ahí se accede a un casino clandestino. “Mis amigos me dicen que es todo verdad, excepto esto –afirma–. Sin embargo, a ciertas horas de ciertos días, hay autos caros estacionados acá. Una vez pregunté por qué y me dijeron que será ‘por el casino’. Empezó así”. El supuesto casino se transformará hacia el final en el epicentro del acuerdo entre dealers de droga y agentes inmobiliarios.

Entre las personas que quisieron aportar su propia experiencia sobre el hospital, a Saposnic le escribió “un italiano que saca fotos de templos” para ver la posibilidad de entrar con él al Israelita y le contó también sobre un pariente que se atendió ahí. Pero hay a su vez quienes aportan testimonios de primera mano. En la última presentación que organizó la editorial Milena Caserola en la Feria del Libro, un colega escritor con apariencia de oficinista se acercó para contar la suya: “A mí se me caía el pelo de joven y fui a ver al Dr. Kaminsky. ¿Sabés lo que me dijo?”

-¿Qué te dijo?

-Que no hay solución.

“Hospital Israelita Z” (fragmento)

"Hospital Israelita Z", de Sergio
"Hospital Israelita Z", de Sergio Saposnic, editado por Milena Caserola.

La novia del escultor

Casi de noche, Salmen enfiló hacia la farmacia de la cuadra del taller del amigo. Había olvidado que estaba cerrada hacía años. Por tercera vez cruzaba el vestíbulo que olía a Fisher, mezcla de tabaco, cal y viejos tiempos. Entró como siempre, sin avisar. Había partículas blancas suspendidas en el aire como en las bolas de cristal que encierran casas en miniatura con árboles nevados al costado. Los estantes colmados de réplicas de obras griegas y romanas lo hacían ver como una maqueta del Coliseo con las tribunas expectantes de una batalla entre gladiadores que, en cambio, encontraban dos amigos escarbando una bolsa de cakes. Sobre la mesa había una laptop cerrada con huellas digitales blancas, moldes de plástico, bolsitas de cakes vacías, un mohicano, un buda campechano y el busto sin terminar del rebe, encargo de una familia agudera.

En el cuarto vecino estaba Fisher inclinado como el rabino Loew de Praga sobre el golem, empastando el cuerpo de una mujer, fumando bajo la luz ambarina y canturreando la canción de los Quilapayún, legado de militancia en la Federación Juvenil Comunista (la FEDE): “Me mandaron una carta /en el correo temprano”.

-Una maravilla casi humana –dijo Salmen haciéndose notar y señalando que la mujer de yeso tenía rasgada la rodilla derecha.

-Le di un martillazo para saber si era real –contestó Fisher sonriendo y se echó hacia la pared para que la pudiera apreciar:

-¿Qué te parece amigo?

-No sé qué decir –respondió Salmen con los ojos clavados en el prodigio–. Dan ganas de acariciarla. ¿Quién es?

-Mi novia –dijo el escultor, entre risas.

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