Por 16 años, Angela Merkel se desempeñó como canciller de Alemania. De 2005 a 2021, la física y política fue la persona encargada de dirigir el país germano antes de ser sucedida por el también socialdemócrata Olaf Scholz. Pero, ¿es posible volver a llevar una vida normal tras llevar las riendas de una de las naciones más poderosas del mundo por más de una década y media?
En Miss Merkel. El caso de la canciller jubilada, el exitoso escritor alemán David Safier regresa con una novela tan atrapante como desopilante en la que, tras mudarse a un pequeño y sospechosamente tranquilo pueblo rural, la ex canciller encuentra un cadáver que pondrá su vida patas para arriba.
Acostumbrada a la vida ajetreada, los opulentos banquetes de Estado y el enfrentamiento a diario con los más duros líderes mundiales, la vida relajada en el campo no es algo fácil de procesar para Merkel en la nueva novela del autor de Maldito karma, debut que llevó a Safier a ser un autor de renombre mundial y que cuenta con más de 60 ediciones en español.
Junto a su esposo, su guardaespaldas y su fiel perro Putin -nombre que le puso por una broma pesada que le jugó el presidente ruso-, Merkel se transformará en una especie de Miss Marple alemana en esta novela que homenajea al recordado personaje de los libros de Agatha Christie.
Con la misma mano firme con la que dirigió el país, la ex canciller dejará la paz de la Alemania rural cuando, después de encontrar el cadáver de un noble, una nueva chispa se encienda en su vida. Una vez más, Miss Merkel tiene, por fin, un problema que resolver.
Así empieza “Miss Merkel”
—Primero voy a tener que sentarme —afirmó Angela, y primero se sentó. En un banco de madera descolorida que se encontraba en un caminito pedregoso y ofrecía unas vistas fantásticas del lago Dumpfsee. Se enjugó el sudor de la frente dándose unos toquecitos con el pequeño pañuelo de tela que le había regalado en su día el dalái lama.
Le habría gustado decir que llevaba ya varias horas de caminata bajo un insoportable sol estival, pero lo cierto era que había estado paseando tan solo veinticinco minutos bajo el agradable sol de mayo. Después de todos los años que había pasado en Berlín, en el curso de los cuales solo había llegado a recorrer diez mil pasos al día durante la crisis del coronavirus, arriba y abajo por su enorme despacho, su forma física suscitaba tristes manifestaciones de pesar. A su cuerpo, que había soportado aproximadamente tres mil banquetes de Estado, le llevaría algún tiempo recuperar algo parecido a una buena figura.
Angela contempló la pequeña masa de agua. Era hermosa a su modesta manera, justo lo que le gustaba a ella. Los juncos tenían la longitud perfecta y el suave airecillo tibio que soplaba los mecía con elegancia. El agua era de un azul también perfecto, y, en bandadas, los pájaros volaban con más elegancia que cualquier compañía de ballet que ella hubiera visto nunca. Y Angela, gracias a las invitaciones que había recibido durante sus visitas de Estado por todo el mundo, había visto muchas cosas. Uno de los grandes triunfos de la voluntad de su vida había sido no quedarse dormida junto al presidente de China en una ópera china de siete horas de duración pese al jet lag.
Allí, sentada en ese banco a orillas de ese lago, con ese tiempo, no extrañaba nada de Berlín, aunque todavía no se había acostumbrado del todo a vivir en la pequeña localidad de Klein-Freudenstadt, situada precisamente junto al lago Dumpfsee. ¿Y cómo iba a haberse acostumbrado? Solo llevaba allí seis semanas.
Aunque había salido a dar algunos paseos por ese lugar, asimismo hermoso a su modesta manera, eso no bastaba para sentirse ya como en casa. ¿Llegaría a sentirse así algún día? ¿O después de unas pocas semanas echaría en falta su antigua y ajetreada vida en Berlín, como se temía su marido, y en el fondo también ella? Y eso que le había jurado y perjurado disfrutar la vejez con él, tranquilamente. ¿Qué pasaría si rompía esa promesa? ¿Lo soportaría su matrimonio, en el que tanto había tenido que transigir su marido?
—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó Achim, que en realidad se llamaba Joachim, pero en su época universitaria había decidido que Achim era un apodo más desenfadado. Siendo como era químico cuántico, ni siquiera conocía el verdadero significado de la palabra desenfadado. Achim estaba delante de ella con su camisa de manga corta blanca, sus bermudas azules, que dejaban a la vista sus cortas y velludas piernas y sus botas de senderismo grises, que le había endosado una joven dependienta aduciendo que eran modernas.
Angela quería a su Achim, entre otras cosas porque no tenía la menor idea de lo que era chic y lo que no. Y porque era honrado a carta cabal, incapaz de mentir. Cuántas veces había pensado: «¿Por qué no son todos los hombres como mi Achim?». Y siempre acababa respondiéndose de la misma manera_ «Si todos fuesen tan buenos, la humanidad no sobreviviría»—. Cariño, te he hecho una pregunta —insistió él, que siempre se preocupaba por ella.
—Estoy bien, bizcochito. Solo tengo algo de calor —repuso Angela.
Achim sacó de la mochila, que tenía desde los tiempos de la RDA, una cantimplora de la que ya bebía su padre antes de los tiempos de la RDA y que confería al agua cierto sabor metálico, pero que aun así refrescó a Angela.
—Quizá sería buena idea que no te pusieras siempre la misma ropa —sugirió Achim.
En efecto, Angela, como cuando ejercía su profesión, llevaba pantalones de vestir negros y un saco, que tenía en distintos colores; la de ese día era verde. La ropa para hacer senderismo, que había comprado hacía cinco años, le quedaba estrecha y seguía en una de las numerosas cajas de cartón que aún no habían abierto desde que se habían mudado.
—El fin de semana, cuando vayamos a Templin, me compro algo adecuado —aseguró Angela. Hacerlo por internet le resultaba impensable. Gracias a los expertos digitales, de los que había recibido multitud de informes en su antigua vida, Angela sabía demasiado sobre lo que se hacía con los datos que facilitaban quienes compraban por internet. Y, además, ¿qué le importaba a Amazon qué talle tenía?
—Como quieras, cariño —repuso Achim. Una frase que utilizaba muy a menudo, ya que le facilitaba considerablemente la vida. Y también a Angela.
—Putin lo ha hecho —informó una voz detrás de ellos.
Hacía seis semanas esa frase habría provocado que Angela contuviera la respiración durante días, si no semanas, pero ahora significaba únicamente que tenía que sacar una bolsita para recoger cacas del bolsillo del saco. Con la bolsita de plástico negro en la mano, fue hacia un hombretón de dos metros con el pelo cortado a cepillo. Llevaba un traje negro y anteojos de sol. Era Mike, su guardaespaldas; tenía cuarenta y cinco años y nunca se desabotonaba la chaqueta porque quería ocultar la incipiente barriguilla.
Junto a Mike se hallaba sentado Putin. No el presidente ruso, sino un pequeño carlino de pelo claro con una mancha negra alrededor del ojo izquierdo que Achim había sacado de un refugio de animales y había regalado a Angela el día que se jubiló. La idea era que, con la ayuda del animalito, Angela superara de una vez por todas el miedo que tenía a los perros. Y puesto que en una ocasión, Putin —no el carlino, sino el de verdad— había dejado que el perrazo negro que tenía corriera suelto cerca de Angela, precisamente porque estaba al tanto de su miedo, ella le había dado el nombre del presidente ruso al simpático carlino.
—La puedo recoger yo —se ofreció Mike.
Angela sabía exactamente cuándo era sincero el ofrecimiento de un interlocutor y cuándo no. Estaba bien claro: Mike confiaba para sus adentros en no tener que agacharse para recoger la caca.
—Es muy amable por su parte —contestó ella con socarronería, y le tendió la bolsita.
—Ejem, no es nada —replicó el fortachón, pero la voz le vibró un poco en vista de lo que tenía que hacer. Con toda seguridad, un terrorista islamista lo habría sacado menos de quicio: Mike era capaz de convertir a alguien así en un ser babeante utilizando tan solo dos dedos.
Cuando el hombre se disponía a agarrar la bolsa, la excanciller se inclinó y dijo:
—Bah, déjelo, estoy acostumbrada a recoger la porquería que deja Putin. —Después echó un vistazo a su alrededor: nunca hay una papelera cerca cuando la necesitas.
—¿Quieres que me encargue? —inquirió Achim, al que nada causaba repugnancia fácilmente, ni las arañas ni Donald Trump.
—Ya la llevo yo —contestó Angela, risueña.
—«Quien quiere a la mascota, carga con la cacota.»
—¿Qué te he dicho de tus jueguecitos de palabras, Achim?
—¿Que los deje?
—Exactamente.
—Está bien. Si es lo que quieres, dejaré de hacerlos...
Angela le acarició la mejilla con la mano que tenía libre y dijo:
—Y con este bonito propósito, nos vamos a casa.
—... hasta que lleguemos a casa —terminó la frase Achim con una sonrisa. Cautivadora. Esa sonrisa pícara era su arma secreta; cuando la esbozaba, Angela no podía evitar sonreír también. Como hizo esa vez.
Después se volvió hacia su guardaespaldas.
—¿Hay un camino más corto para volver al pueblo? Me gustaría comprar manzanas para hacer una tarta, y las tiendas cierran pronto.
El horario de cierre era una de las muchas cosas que diferenciaban a Klein-Freudenstadt de Berlín y que Angela aún no había decidido si le gustaban o la enervaban.
—¿Una tarta de manzana? —preguntó Mike. Le encantaban las tartas y apreciaba las artes reposteras de Angela, cosa que esta sabía, pero al mismo tiempo temía por su figura atlética y su forma física. Desde que lo habían asignado a la protección del matrimonio Merkel ya había engordado dos kilos y trescientos cincuenta y ocho gramos, a pesar del duro entrenamiento físico al que se sometía. Ese era un problema que Achim desconocía: podía comer lo que quisiera y no engordaba un solo gramo; una de las características que Angela envidiaba un poco de su marido. Y a esas alturas, también Mike.
—Una tarta de manzana —confirmó Angela. Desde que vivía en ese pueblecito, preparaba casi a diario una tarta: de frutilla, de pera, de ciruela. Lo que encontrase en los puestos de fruta del mercado que había frente a la pequeña iglesia. Lo hacía no solo para llenar las horas (que hacía escasas semanas pasaba en reuniones de toda clase), sino también porque le encantaba la repostería.
En otra vida quizá hubiera sido pastelera, en lugar de científica y política. Posiblemente, en uno de los muchos universos paralelos (como física que era, creía en la teoría de que no había solo uno) existiera una Angela que se pasaba el día entero feliz y contenta elaborando galletitas de manteca y buñuelos de queso. Quizá incluso existiera un universo en el que la Angela repostera ni siquiera engordaba.
—Por el bosque llegaremos antes —replicó Mike mientras consultaba el móvil.
—Pues entonces iremos por ahí —decidió Angela, y echó a andar hacia el bosque seguida de Achim, Mike y Putin, que con sus patitas torcidas se alegró de que su ama no fuese precisamente la más rápida.
No habían recorrido ni cien metros cuando oyeron un ruido de cascos. Y al cabo de otros cincuenta, Angela se tropezó con el hombre cuyo cadáver encontraría escasas horas después en una mazmorra.
Quién es David Safier
♦ Nació en Bremen, Alemania, en 1966.
♦ Es novelista y guionista.
♦ Maldito karma, su primera novela, ha sido un éxito en todo el mundo y lleva más de sesenta ediciones en español.
♦ Además, ha escrito libros como Jesús me quiere, Yo, mi, me ... contigo, Una familia feliz, ¡Muuu!, 28 días, Más maldito karma, Y colorín colorado... Tú, La balada de Max y Amelie y Rompamos el hielo.
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