Aunque se lo toma como el punto final de uno de los mayores horrores de la historia moderna, el suicidio de Adolf Hitler no significó el fin de la Segunda Guerra Mundial. O, al menos, no de manera instantánea. Después de que el Führer decidiera quitarse la vida en su búnker subterráneo de Berlín junto a su esposa Eva Braun, hubo ocho días que se encuentran entre los más turbulentos de la historia.
A partir de una exhaustiva investigación y una asombrosa variedad de nuevas fuentes primarias, el prestigioso historiador y periodista alemán Volker Ullrich cuenta, con ritmo de novela de suspenso, todo lo que pasó después de la muerte del líder del nazismo en su nuevo libro, Ocho días de mayo.
Esos días “fueron testigo de las batallas finales de la Segunda Guerra Mundial y el colapso de la Wehrmacht, pero también de las últimas marchas de la muerte, de una epidemia de suicidios y violaciones masivas, de los intentos fanáticos de una última resistencia, de la desesperada huida de los peces gordos nazis, de la liberación de los campos de concentración”, escribe el autor.
Ocho días de mayo, editado por Taurus, reconstruye con minucia ese corto período de tiempo -poco más de una semana- que definió el curso del mundo en la segunda mitad del siglo XX, como el “régimen fantasmagórico” del sucesor de Hitler, el almirante Karl Dönitz. Pero, además, ofrece un contexto que excede a la política y penetra en lo social, económico y hasta artístico y cultural, como la búsqueda que emprendió la célebre actriz Marlene Dietrich para encontrar a su hermana.
“¡Mis generales me han traicionado y me han vendido, mis soldados ya no quieren seguir adelante, y yo ya no puedo más!”, dijo Hitler en uno de sus momentos finales previo a su suicidio junto a su esposa mediante un tiro en la sien y una pastilla de cianuro. Antes de morir, uno de sus más viejos y leales ayudantes le preguntó al servicio de quién debería ponerse tras su deceso. Y Hitler, alterado ante el final que se avecinaba, le respondió: “¡Del próximo que venga!”.
Así empieza “Ocho días de mayo”
30 de abril de 1945
Durante las primeras horas del 30 de abril de 1945 llegó al búnker subterráneo situado debajo de la antigua Cancillería del Reich una noticia muy deprimente. Wilhelm Keitel, jefe del Alto Mando de las Fuerzas Armadas (Oberkommando der Wehrmacht; en adelante OKW), comunicaba que el avance hacia Berlín del XII Ejército, a las órdenes del general Walter Wenck, había quedado bloqueado junto al lago de Schwielow, al sudoeste de Potsdam. Con ello se desvanecía la última esperanza de poder socorrer a la capital del Reich, rodeada desde el 25 de abril por las tropas soviéticas. Solo en ese momento Adolf Hitler se decidió a hacer realidad la posibilidad con la que había amenazado una y otra vez a lo largo de su aciaga carrera: poner fin a su vida.
Esa misma noche empezó a despedirse de algunos de sus colaboradores, entre otros del personal médico del hospital provisional instalado debajo de la nueva Cancillería del Reich. El doctor Ernst Günther Schenck, que pudo por primera vez observar de cerca a Hitler, señala que tuvo «una sensación de desengaño casi insoportable». Pues, según dice, el hombre que tenía ante sí no se parecía ni de lejos al Führer lleno de energía de otros tiempos: «Llevaba una guerrera marrón con el emblema nacional bordado en oro y la Cruz de Hierro en la parte izquierda de la pechera, y pantalones largos de color negro, pero el hombre que vestía aquella ropa se hallaba increíblemente abatido y hundido en sí mismo. Bajé la mirada y vi una espalda encorvada en la que sobresalían los omóplatos y sobre la que a duras penas logaba levantarse la cabeza». Hitler dio la mano a todos y les agradeció los servicios prestados. Pretendía quitarse la vida, les explicó, y los eximió de su juramento. Les instó a que intentaran pasarse a la zona del oeste, donde estaban las unidades británicas y estadounidenses, para evitar caer prisioneros de los rusos.
A las 05.00 la Cancillería del Reich estaba ya siendo bombardeada sin descanso por la artillería soviética. Una hora más tarde Hitler llamó a Wilhelm Mohnke, el comandante en jefe de la Ciudadela, el último anillo defensivo que rodeaba el Barrio Gubernamental, para que viniera a verlo al búnker subterráneo y le informara de cuánto tiempo podría resistir todavía la Cancillería del Reich. A lo sumo uno o dos días, respondió el SS-Brigadeführer Mohnke. Mientras tanto, los rusos habían conquistado la mayor parte del Tiergarten y combatían ya en Postdamer Platz, a solo cuatrocientos metros de distancia de la Cancillería del Reich. Había que apresurarse.
Hacia las 12.00 se presentó el general Helmuth Weidling, al que Hitler había nombrado unos días antes comandante en jefe de la defensa, proveniente del puesto de mando situado en la Bendlerstrasse, para participar en un último análisis de la situación en el búnker del Führer. Weidling planteó una perspectiva todavía más sombría de la presentada antes por Mohnke: con toda probabilidad la batalla de Berlín habría acabado ya a última hora de la tarde del 30 de abril, pues las municiones estaban agotándose y no cabía contar con la llegada de nuevos suministros por vía aérea.
Hitler recibió el comunicado en silencio. Aunque seguía rechazando de manera rotunda una capitulación, tras una consulta con el general Hans Krebs, jefe del Estado Mayor General, permitió que, en caso de que se agotaran todas las reservas, los defensores de Berlín intentaran evadirse en pequeños grupos y contactar con las tropas que seguían luchando en el oeste. Cuando regresó a la Bend- lerstrasse, Weidling recibió por escrito una última «orden del Führer» en ese sentido.
Al término del análisis de situación, Martin Bormann, el poderoso presidente de la Cancillería del partido y «secretario del Führer», hizo venir a su despacho al ayudante de campo personal de Hitler, el SS-Sturmbannführer Otto Günsche, y le comunicó que el dictador tenía la intención de quitarse la vida esa misma tarde junto con Eva Braun, con la que acababa de contraer matrimonio. Según dijo, Hitler le había ordenado que los cadáveres fueran incinerados. Con ese fin, Günsche debía procurarse la cantidad necesaria de gasolina.
Poco después, el propio Führer hizo prometer a su ayudante de campo que se encargaría de la estricta ejecución de su orden. No quería que se llevaran su cadáver a Moscú y que lo exhibieran allí. Evidentemente pensaba en la suerte que Benito Mussolini había corrido. El 27 de abril el Duce había sido capturado en el lago de Como junto con su amante, Claretta Petacci, por unos partisanos italianos, y un día después había sido fusilado. Los cuerpos de ambos habían sido trasladados a Milán el 29 de abril por la mañana y, a continuación, habían sido colgados boca abajo en una gasolinera del Piazzale Loreto. La noticia del fin del Duce había llegado al búnker a última hora de la tarde del 29 de abril, y debió de afianzar la decisión de Hitler de que no quedase el menor rastro de su cadáver ni del de su esposa.
Günsche llevó a cabo los preparativos para la incineración de inmediato. Llamó por teléfono al chófer de Hitler y jefe de su parque móvil, Erich Kempka, y le encargó que trajera diez bidones de gasolina y que los tuviera preparados junto a la salida de emergencia del búnker que daba al jardín de la Cancillería del Reich. Entre las 13.00 y las 14.00 Hitler tomó su última comida en compañía de sus secretarias, Traudl Junge y Gerda Christian, y de su cocinera y dietista, Constanze Manziarly. Como ocurriera durante las semanas anteriores, la conversación giró sobre trivialidades; no se habló en ningún momento acerca del final que los aguardaba de manera inminente: un «convite fúnebre oculto tras una máscara de animada serenidad y aplomo»; así es como Traudl Junge evocaría la escena en sus memorias, escritas en 1947 (aunque no serían publicadas hasta 2002).
Eva Braun, compañera durante muchos años de Hitler, no asistió a la comida. A comienzos de marzo de 1945 había regresado de Múnich para instalarse definitivamente en Berlín y enseguida había decidido compartir la suerte de Hitler y morir con él. En agradecimiento a su lealtad incondicional, el Führer se había casado con ella en la noche del 28 al 29 de abril. Según hizo saber a la posteridad en su «testamento privado», dictado previamente, había «decidido tomar por esposa a aquella muchacha que, tras largos años de fiel amistad, había venido por propia voluntad a la ciudad ya casi sitiada, para compartir su destino con el mío».
Para Hitler había llegado el momento de despedirse de su entorno. A su piloto en jefe, Hans Baur, le dejó como regalo el retrato de Federico el Grande, pintado por Anton Graff, que colgaba sobre su escritorio en el pequeño despacho que tenía en el búnker.
«¡Mis generales me han traicionado y me han vendido, mis soldados ya no quieren seguir adelante, y yo ya no puedo más!». Era consciente, añadía, de que «mañana mismo […] millones de personas me maldecirán», pero el destino había querido que así fuera. A Heinz Linge, su ayuda de cámara, que había estado a su alrededor desde hacía diez años, el dictador le recomendó que se uniera a uno de los grupos que debían trasladarse a la zona occidental. Ante la pregunta de Linge, que, sorprendido, quiso saber al servicio de quién había, pues, que ponerse ahora, Hitler respondió: «¡Del próximo que venga!».
Hacia las 15.15 se reunieron en el pasillo del búnker los colaboradores más estrechos del dictador: Martin Bormann, Joseph Goebbels (ministro de Propaganda e Información), Walther Hewel (enlace al servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores), el general Hans Krebs (jefe del Estado Mayor del Ejército), Wilhelm Burgdorf (ayudante en jefe del OKW), así como las secretarias Junge y Christian y la nutricionista y cocinera Manziarly. Hitler se presentó en compañía de su esposa.
«Sale muy despacio de su habitación, más encorvado que nunca, entra por la puerta abierta y tiende la mano a todos», recordaría en sus memorias Traudl Junge. «Siento su diestra cálida en la mía; él me mira, pero no me ve. Parece estar muy lejos. Me dice algo, pero no lo oigo [...]. Solo cuando se me acerca Eva Braun, se rompe un poco el hechizo. La señora sonríe y me abraza. “Por favor, intente usted salir de aquí. Quizá pueda usted pasar. Y dé muchos recuerdos de mi parte a Baviera”».
Inmediatamente después apareció Magda Goebbels y pidió a Günsche permiso para hablar una vez más con Hitler. Según dijo, su marido y ella habían tomado la decisión de suicidarse y de matar también a sus seis hijos. Llevaban ya seis días en el búnker, con el fin de «poner término de la única manera honorable posible a [su] vida nacionalsocialista», había escrito el 28 de abril en la carta de despedida enviada a su hijo, Harald Quandt, fruto de su primer matrimonio.
«No merece la pena vivir el mundo que venga después de Hitler y del nacionalsocialismo y por eso me he traído también aquí a los niños. Son demasiado buenos para la vida que vendrá después de nosotros, y un Dios misericordioso comprenderá que yo misma les dé una solución». Había jurado «lealtad hasta la muerte» al Führer, seguía diciendo, y el hecho de que su esposo y ella pudieran terminar su vida con él constituía, en su opinión, «un favor del destino, con el que no nos habíamos atrevido a contar nunca». En aquellos momentos, sin embargo, parece que Magda Goebbels se mostró vacilante en su resolución, pues intentó convencer a Hitler de llevar a cabo un nuevo intento de salir de Berlín. Visiblemente disgustado por ser molestado en el último minuto, Hitler la rechazó.
Al cabo de unos diez minutos —poco después de las 15.30—, Linge, el ayuda de cámara, abrió la puerta del despacho de Hitler, echó un vistazo a su interior y comunicó a Bormann: «¡Señor gobernador del Reich, ya ha pasado todo!». Los dos entraron en la habitación. A su vista se ofreció la siguiente imagen: sentado en el sofá, a la izquierda —desde la perspectiva del espectador—, estaba Hitler, con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante. En la sien derecha mostraba una herida de bala del tamaño de una moneda de diez céntimos, de la que caía un poco de sangre hasta la mejilla. En la pared y sobre el sofá había salpicaduras de sangre. En el suelo se había formado un charco de sangre del tamaño de un plato. El brazo derecho colgaba inerte y, debajo de él, yacía la pistola, junto al pie derecho de Hitler. Sentada también en el sofá, a la derecha, se hallaba Eva Braun, con las piernas levantadas. El olor a almendras amargas que emanaba del cadáver indicaba que se había envenenado con una pastilla de cianuro.
Quién es Volker Ullrich
♦ Nació en Alemania en 1943.
♦ Es periodista y se graduó en Filosofía, Literatura e Historia.
♦ Ha escrito libros como la biografía en dos tomos Adolf Hitler.
♦ Ha recibido diversos premios (entre ellos el Alfred Kerr) y es doctor por la Universidad de Jena.
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