El regreso esperado de Tracy Flick en la nueva novela de Tom Perrotta

El escritor norteamericano vuelve a su personaje más querido en las páginas de “Tracy Flick nunca gana”.

Tracy trabaja como subdirectora en un instituto público de Nueva Jersey. Tiene cuarenta años, lleva una vida tranquila y, pese a que sus ambiciones ya no son las mismas que tenía durante la juventud, sabe que puede lograr muchas cosas todavía.

El puesto de directora quedará vacante el año que viene y Tracy sabe que es el momento que ha estado esperando, su oportunidad para demostrar lo que vale, pero las cosas, para su infortunio, empiezan a complicarse cuando decide entrar a formar parte del comité de selección del Salón de la Fama del instituto, recientemente creado.

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Todos quieren homenajear a un sujeto mediocre que ha sido el quarterback del equipo del instituto, pero a Tracy no le parece justo que Vito Falcone reciba tales honores. La situación la incomoda mucho.

A lo largo de las páginas, los lectores se encontrarán con una serie de personajes fascinantes, todos dispuestos como para que los veamos en lugar de imaginarlos, lo cual no es gratuito, desde luego. No más con la primera aparición de Tracy en la novela ya le ponemos el rostro de Reese Witherspoon, por su interpretación del personaje en la película “Election, de 1999, basada en la novela homónima escrita por Tom Perrotta.

Reese Witherspoon como Tracy Flick en la película Election, de 1999.© PARAMOUNT PICTURES/PHOTOFEST.

En esta nueva novela, “Tracy Flick nunca gana”, publicada en español por el sello Libros del Asteroide, el autor consigue una divertida reflexión sobre asuntos como la edad adulta, la ambición y las complejidades del mundo de hoy.

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Tras haberse dado a conocer con títulos de gran éxito como “The Leftlovers o “La señora Fletcher, el escritor y guionista, calificado por la crítica norteamericana como “el Balzac de los suburbios”, ha conseguido ser uno de los cronistas más atentos de la literatura estadounidense contemporánea, pues ha podido, como pocos, documentar la realidad de su tiempo a través de la ficción, haciendo un uso atinado de la sátira, indagando en los profundos cambios de paradigma que se han producido en las sociedades occidentales en los últimos veinte años.

Sobre el autor: Tom Perrotta

El escritor norteamericano Tom Perrotta. (Libros del Asteroide).
  • Nació en Newark, Nueva Jersey, en 1961.
  • Ha publicado con gran éxito de público y crítica dos libros de cuentos y ocho novelas que han sido traducidos a varios idiomas.
  • Muchas de sus obras han sido llevadas al cine, entre ellas Election (1998), Juegos de niños (2004) –por cuyo guion estuvo nominado al Oscar–, The Leftovers (2011), que se convirtió en una exitosa serie de la cadena HBO, así como La señora Fletcher (2017; Libros del Asteroide, 2018).
  • Su última novela, Tracy Flick nunca gana (2022; Libros del Asteroide, 2023), que también será adaptada a la pantalla, recupera a la inolvidable protagonista de Election.

Así empieza “Tracy Flick nunca gana”

Había otro artículo de primera página en el periódico. El pan nuestro de cada día desde hacía meses, un hombre poderoso tras otro derribado de su pedestal, desenmascarado como depredador sexual: Harvey Weinstein en albornoz, Bill Cosby y la metacualona, el periodista Matt Lauer y su botón secreto, la lista era interminable. Se trataba de un espectáculo muy gratificante —una pequeña dosis de justicia tardía—, pero también perturbador, ya que despertaba recuerdos que hubiera preferido dejar en paz, como si pidieran que me explicara ante el mundo, aunque no estaba muy segura de quién lo hacía.

El escándalo de esa mañana no hacía alusión a ninguna celebridad, pero, al menos a mí, me parecía más inquietante de lo habitual: un «querido» profesor de Teatro de un carísimo internado, acusado de mantener una «relación sentimental y sexual inapropiada» con varias exalumnas, acusaciones que se remontaban a la década de 1980. El profesor —que ya se había jubilado y vivía tranquilamente en Tulum— las negaba; se había presentado una demanda contra el colegio, sus administradores y tres directores diferentes, acusados de «ser cómplices de encubrimiento durante décadas». Acompañaba la noticia la foto de anuario en blanco y negro del profesor en su juventud —aparecía de pie en el escenario, con aspecto juvenil y el pelo revuelto, mientras dirigía una producción estudiantil del musical ¡Oklahoma!— junto con fotos en color de dos de las denunciantes. Las mujeres eran atractivas y parecía que les sonreía el éxito, ambas eran más o menos de mi edad —una dermatóloga y una historiadora del arte— y miraban fijamente a cámara con ojos gélidos y al mismo tiempo heridos. «Estableció un vínculo sentimental conmigo con gran habilidad —explicaba la historiadora del arte—. Me decía exactamente lo que yo quería oír.» La apreciación de la dermatóloga era más sombría: «Me robó la inocencia. Básicamente, me arruinó la vida».

—Mamá —dijo Sophia—. ¿Estás bien?

Levanté la vista del periódico. Mi hija de diez años me observaba con atención desde el otro lado de la mesa, como hacía a menudo, como si intentara averiguar quién era yo y qué me pasaba por la cabeza. Yo nunca había tenido que hacer algo así con mi madre.

—Estoy bien, cariño.

—Es que... pareces un poco enfadada.

—No estoy enfadada. Esta es mi cara cuando pienso. Se quedó uno o dos segundos cavilando sobre lo que acababa de decirle y luego frunció la nariz.

—Eso tiene un nombre —me explicó—. Aunque no es muy bonito.

—Eso he oído. —Miré el reloj de pared—. Termina de desayunar, cielo. Tenemos que irnos.

Aparte de las pocas personas que entonces se enteraron —mi madre, el director, mi orientador—, nunca hablé con nadie de lo que me pasó en el instituto. Hasta hace unos meses, apenas pensaba en ello, porque ¿qué sentido tenía? Era agua pasada, una breve y desacertada aventura —palabra equivocada, lo sé, pero es la que siempre he utilizado— con mi profesor de Literatura Inglesa de segundo año, unas semanas lamentables de mi vida adolescente. No fue para tanto. Nos enrollamos de vez en cuando, y nos acostamos exactamente en una sola ocasión. Me di cuenta de que era un error y puse fin al asunto. Aquello no arruinó mi vida. No me quedé embarazada, no me rompieron el corazón, no di ningún paso en falso. Me gradué la primera de mi clase y estudié en Georgetown con una beca completa.

Fue el señor Dexter quien no llevó muy bien la ruptura, y no dejó de darme la lata para que volviéramos a estar juntos. Mi madre encontró una nota dirigida a mí en uno de mis trabajos —un tanto desquiciada— y habló con el director. El señor Dexter desapareció del instituto y de mi vida. Todo muy repentino y drástico. Supongo que podríamos decir que el sistema funcionó.

Como persona adulta que soy —como madre y docente—, no me cabe ninguna duda de que lo que él hizo estuvo mal y de que su castigo fue justo. Sin embargo, en lo más profundo de mi corazón, no podía odiarlo, ni siquiera juzgarlo muy duramente. Había un factor eximente, una circunstancia atenuante. No lo exoneraba, exactamente, pero lo hacía menos culpable a mis ojos, más digno de simpatía o compasión, como queráis llamarlo.

Esa circunstancia era yo.

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