“Me convierto en un preso político escapado de la cárcel que acaba de secuestrar un barco, como ese grupo guerrillero que secuestró un avión y escapó a Chile. (...) Tengo poderes para convertir esta ciudad en un paraíso socialista. (...) Mi dictadura sangrienta legitima cortar manos a ladrones. La gente goza con la sangre de los poderosos, con la sangre de los ladrones; no se animan a revelarlo públicamente por pura hipocresía, pero final mente el pueblo sale a la calle y corea mi nombre: ¡SAN TUCHO! ¡SAN-TUCHO! ¡SAN-TUCHO!”
Mario Roberto Santucho fue uno de los militantes de izquierda más conocidos de Argentina. Fue activista universitario, militante del FRIP y uno de los fundadores del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) en 1965, pero se lo recuerda principalmente por comandar el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), el mayor grupo guerrillero de orientación marxista de Argentina, y por ser uno de los que participaron de la fuga de la cárcel de Rawson en 1972 que devino en la Masacre de Trelew.
En Yo San Tucho, el escritor, actor, director y profesor Marcos Rosenzvaig cuenta la historia de Santucho pero, más que una simple biografía, este libro logra narrar la historia del célebre revolucionario a través de la ficción. Desde la perspectiva de Julio López, un taxista explorador de los fenómenos parapsicológicos, la teoría del anacronismo y la presencia de la santidad unida al marxismo que, además, vive fanatizado con la figura de Santucho, el autor hace un repaso por la intensa y oscura Argentina de los 70.
En esta novela, publicada por Marea Editorial, López busca el cuerpo de Santucho, asesinado por un grupo de tareas durante un enfrentamiento en su departamento de Villa Martelli y posteriormente desaparecido. El autor invita al lector a descender a los sótanos de Campo de Mayo, “transformados en bacanales en los que se celebra la muerte”, y lo hace viajar a Santiago del Estero, provincia en la que nació el líder del ERP y donde crece su culto popular.
Así empieza “Yo San Tucho”
El departamento de la calle Venezuela
El departamento luce húmedo, como si viviese bajo el agua, en tal caso los soldados armados son las raíces de esta floresta impenetrable. Las gotas de agua se deslizan por la pared. Nada ni nadie les bloquea el paso. Mi sueño quiere entrar en la luz de la mañana, pero me da pena ahuyentar la pesadilla. Una niebla espesa cubre el bosque apenas iluminado; de a ratos, hay destellos de luz, caras emergiendo de las sombras, palas y tierra en el aire cayendo en la oscuridad, murmullos lejanos que me recuerdan el otro mundo.
La pereza de abrir los ojos amortigua el deseo de saber dónde estoy y la sensación de haber dormido años desestima el duro parqué e, incluso, el frío que se cuela desde alguna parte. Me rodea una luz medrosa. Pasan por el hueco de la ventana gajos de nubes en dirección hacia el autocine del barrio. Estoy dormido sin perder la conciencia de mi sueño. Mi nombre es Julio López y mi profesión es taxista. Los que tenemos un taxi somos los que hemos fracasado en otras disciplinas.
La inmanencia de la luz me encuentra durmiendo en el suelo cubierto por un Perramus que no reconozco. Desde el suelo observo la ventana rota, como si alguien se hubiese arrojado desde allí, un diario debajo de la puerta, restos de vidrios, una almohada cortada y pedazos de gomaespuma repartidos por el ambiente. Alguien pintó un grafiti en el centro de la pared del living: “No te metás”.
Debajo de la puerta hay boletas de servicios y un diario junto a un paraguas. Me levanto como de un desmayo y las paredes giran. Tengo la boca reseca, de a poco, todo se aquieta y me esfuerzo por conectar lo último que hice. Es casi el mediodía. Con esfuerzo llego al espejo del baño. Mi cuerpo es débil, blando. El agua de la ducha cae como una cascada, calmo la sed y debajo de ella soy feliz.
Me convierto en un preso político escapado de la cárcel que acaba de secuestrar un barco, como ese grupo guerrillero que secuestró un avión y escapó a Chile. Soy Gilgamesh, el príncipe nacido hace tres mil años, y soy yo que me pregunto por qué debo morir. Tengo poderes para convertir esta ciudad en un paraíso socialista. Subo la montaña, contemplo las estrellas y, de golpe, me visita un extraterrestre. Curo sus heridas y él me concede la inmortalidad. El agua fría me devuelve poco a poco a otra realidad, la de ser un justiciero anarquista que tenía en la mira a un juez corrupto y disparó a la salida de Tribunales. Todos corren, me da placer un estampido en la frente de un juez, mañana será la frente de un banquero, hasta cargarme a una docena de especuladores. Mis hombres les atan las manos. Un juicio breve. La sentencia es el fusilamiento. Mi dictadura sangrienta legitima cortar manos a ladrones. La gente goza con la sangre de los poderosos, con la sangre de los ladrones; no se animan a revelarlo públicamente por pura hipocresía, pero final mente el pueblo sale a la calle y corea mi nombre: ¡SAN TUCHO! ¡SAN-TUCHO! ¡SAN-TUCHO!
Cierro la ducha y comienzo a secarme. Hace dos años alquilé este departamento por la sencilla razón de que es lindante con el departamento en donde se produjeron el secuestro y el asesinato de Santucho. Soy un estudioso de su vida. Camino desnudo por el departamento en ocho pasos, tres son suficientes para llegar al estudio y comprobar que todo está revuelto. No me avergüenza tanto que mi escritura secreta esté desparramada sobre el piso, sino que mis cuadernos hayan sido leídos por los mismos que agraviaron la pared pintada de un gris geriátrico, manchándola con el vivo rojo de la leyenda.
¡No te metás!
¿Quién lo habrá escrito? ¿No me meta en qué? Me siento ajeno a mí, como si hubiese caído dentro de mi propio cuerpo. Apoyo un dedo en el filo de la ventana rota y brota en la yema una gota de sangre. Alguien golpea la puerta y yo me hundo en mí mismo. Me demoro en abrir. “¡Un momento, ya voy!”.
Tomo dos aspirinas y un Clonazepam. Cuando salgo al palier, ya no hay nadie. Me asomo al departamento vecino y me sorprende ver la puerta destrozada. Desde afuera, observo el interior revuelto y rastros de sangre en las paredes. No me animo a entrar. Pregunto si hay alguien, pero no recibo respuesta. Bajo las escaleras corriendo. El portero está en la puerta lustrando el bronce de la portería. No es el de siempre. Lleva un suéter celeste con escote en V con dos lamparones de grasa en el medio de un vientre redondo.
—Soy Daniel —extiende su mano antes de que yo re vele mi inquietud—. ¿No se acuerda de mí? Fui el encargado titular hace muchos años.
Imposible —pienso—, yo vivo aquí hace dos años. Le pido que me acompañe al cuarto piso. Él acepta con desgano al mismo tiempo que estira el suéter hasta debajo del cinturón. Trato de tranquilizarme mientras subimos en el ascensor. Cuando llegamos al 4° piso, encuentro la puerta cerrada del departamento vecino sin el menor rastro de violencia. Golpeo, la empujo, el portero me mira. Pone una mano en mi hombro como para tranquilizarme. —Le aseguro que la puerta estaba abierta.
—Puede ser que te hayas confundido de puerta, por que hace por lo menos un año que ese departamento no se alquila. Esa fue la guarida del subversivo Santucho cuando yo era el portero titular.
—¿De qué habla? —pregunto, aunque sí sé de lo que habla.
—De un subversivo que se balaceó con la cana. Me observa como si supiera lo que pienso. Está instaurada en él una leve sonrisa y se despide con ese aire supuestamente humilde. Lo pierdo de vista en la escalera. Miro la puerta. Escucho los pasos pesados del portero que regresa de nuevo al cuarto piso. Se acerca y enrolla una cuerda en mi garganta con sus ojos, la ajusta a más no poder y dice con esa cortesía vigilante propia de los porteros, casi lamiéndome el oído con su saliva: no te metás flaco. Te lo digo por tu bien.
No atino a decir palabra. Me cuesta creer lo que acabo de vivir. Desde que alquilé este departamento, nunca antes había visto a este portero. Además, en todo ese tiempo, reconocí solo a una mujer que vivía en el D y creo que no duró más de seis meses. Y pensar que jamás supe la razón por la que me impidieron alquilar ese departamento. Trato de ordenar la mente. Mi departamento quedó toda la noche sin llave, alguien pudo haber entrado con la misión no de robar sino de pintar en la pared: “No te metás”. ¿Una advertencia? Verifico la recaudación del taxi y mi revólver en el bolsillo de un saco dentro del ropero.
Esa misma persona que entró en mi departamento destrozó el del vecino. Lo extraño es que no haya oído nada. Caliento el café y descanso en el sillón del living. Una suave penumbra oscurece aún más el departamento pintado de gris. Solo se escucha la fina llovizna y el rumor de los autos que transitan la General Paz cuando, de golpe, llegan murmullos de mujer del departamento contiguo. Pego el oído a la pared. Los cuchicheos se repiten. No al canzo a enterarme de qué se habla, pero se trata de una voz joven.
Salgo al palier y la puerta del vecino continúa cerrada. Pienso en golpear con cualquier pretexto, pero prefiero buscar una vez más al portero. Desciendo la escalera a las corridas y, al salir del edificio, aparecen cuatro tipos con armas largas y el borceguí de uno de ellos me impide trancar la puerta de entrada. Preguntan por la vivienda del portero. Le señalo el departamento de la planta baja. Miro sus manos y veo gotas de sangre. Me ubico frente al ascensor y uno que masca chicle me pregunta: —¿No estaba por salir?
—Olvidé el paraguas —me justifico mirando el suelo. Para no enfurecer a los perros, mejor es mirarles la cola. Nunca los ojos. Una de mis tantas idioteces. El ascensor llega. Oprimo el botón 4. La subida se inicia con un leve chirrido de cansancio. Por la rendija de la puerta, se ven los números pasar y, en el medio del ascenso, sufro un bombardeo de imágenes. Me falta el aire. El ascensor no se detiene ni aun abriendo la puerta. Trato de pedir auxilio, pero mi voz está vacía. El ascensor avanza. Toco los botones de todos los pisos incluyendo la alarma. Se frena entre el octavo y el noveno. Golpeo la puerta tijera. No me sale la voz. Mi cuerpo se tensiona al máximo y un hilo de aire penetra. Sufro lo que antecede al fenómeno de la pre cognición y la clarividencia. Una metralla de imágenes que anticipan el futuro, lo siniestro, lo que está por su ceder, el pasado. Ambas fronteras en un estado alterado.
Estalla la lámpara del ascensor. Los vidrios caen al suelo. A oscuras lucho por el oxígeno. Entre la vida y la muerte, revivo en mi mente las heridas en mi cuerpo. Una aguja se introduce en mi cabeza y no puedo gritar para no alarmar al edificio, para evitar los controles de los militares y del portero. El padecimiento de fenómenos inexplicables, como el sonambulismo, los viajes chamánicos y las comunicaciones mediúmnicas, me llevó al estudio de la parapsicología. Son viajes secretos.
Desde el suelo del ascensor, escucho voces y me tran quiliza ver un relumbre de linternas. Se me cierra la garganta y, en el exterior, todo sucede como en una letanía hasta que el ascensor se pone en marcha con lentitud y se frena en el séptimo. Me relajo y, de a poco, lentamente, recupero el oxígeno. El ascensor vuelve a frenarse con la puerta abierta en el cuarto piso. Alguien lo llama con un grito desde abajo. Continúo en el suelo. En el momento en que estoy por incorporarme, sale un vecino del departamento lindante al mío.
—¿Se siente mal?
—No, gracias, ya pasó.
—Usted necesita ayuda.
—No, gracias, ya estoy bien.
En la planta baja alguien grita: “¡Ascensor!”. Fijo la mirada en su rostro, no lo puedo creer, es Santucho. Los muertos están entre nosotros. Desde siempre esperé este momento. Después de dos años, en el departamento vecino se produce lo ansiado. Santucho me ayuda a levantar y sonríe, pero no me animo a decir le que sí, que lo necesito. Percibo su presencia sedante. La mirada de un hombre bueno. El tiempo entero cabe en esa mirada. Imposible olvidarlo. Lo reviste un aura y fluye en su seguridad. Su presencia me inhibe. Un anillo de oro levita alrededor de su cabeza y es lo que ante cede a la tormenta. Ella vendrá de manera implacable. Quiero advertirle lo que estoy viendo, pero enmudezco ante tanta luminosidad. Santucho está distinto, más ro busto. Salgo del ascensor. Me sostengo de la pared del palier. Santucho cierra la puerta tijera del ascensor y yo alcanzo a decir:
“Me gustaría ser…”, pero en ese instante me arrepiento de hablar de más y él intuye algo de mí. Se produce una comunión entre nosotros. Un rayo repentino cae e ilumina el edificio. Y después se produce un silencio casi divino. Estamos en la lucha; perseguimos lo mismo. Yo me reflejo en él como él en mí. Me sobrepongo a mi natural timidez. Asumo su coraje y él lo sabe, estoy seguro de que lo sabe y, antes de entrar en su departamento, se queda mirándome. Se oyen truenos.
—¿Qué cosa te gustaría ser?
—Me llamo Julio López y soy tu vecino, para lo que necesites —digo extendiendo mi mano.
Se muestra agradecido y mete la llave en la cerradura. Solo se escucha la levedad de la lluvia. Abre la puerta y, antes de cerrarla, me hace una seña con la mano a manera de saludo; luego desaparece en el interior de su casa. Me escondo en mi cubículo haciéndome rehén y verdugo de mí mismo. Los muertos parten y vuelven, necesitan del contacto de los vivos. Yo creo que ambos nos elegimos, los dos teníamos necesidad de comunicarnos. Un ínfimo vestigio de sol aparece entre las nubes.
Quién es Marcos Rosenzvaig
♦ Nació en Tucumán, Argentina, en 1954.
♦ Es escritor, actor y director, además de doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Málaga y profesor de Letras egresado de la Universidad de Tucumán.
♦ Publicó más de veinte libros de ensayos y obras teatrales, entre las que se destacan El veneno de la vida, Edipo en la cruz, El sacrificio, Hipólito o la peste del amor, El pecado del éxito y Regreso a casa.
♦ Dirigió numerosas obras teatrales tanto propias como de otros autores en Argentina, Italia, España y Suecia.
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