“No puedo imaginarme la vida después de tu muerte. Me digo que no, que no va a suceder, que nunca me van a llamar para decirme que no estás, que ese momento es una mentira que construimos con la enfermedad, que la vida tiende a la presencia, que sos demasiado cuerpo para desaparecer”.
Vos, editada por Emecé, es la nueva novela de Natalia Zito: un relato conmovedor que adquiere la forma de una larga carta dirigida a un padre que se despide, disimulando incluso la gravedad de su propia desaparición. “Si esto sigue así, me voy a tener que morir”, le dice él a la hija, ante la comprobación inevitable de que el cuerpo se gasta.
Ante el diagnóstico terminal que recibe el padre, su hija -que acaba de descubrir que está embarazada- intenta construir con palabras la idea de una muerte que le resulta inverosímil: imaginar qué será de su vida sin él, y en quién se convertirá a partir del día en que que ese tano calabrés -al que conoce y no tanto-, ya no esté ahí para alentarla y regañarla cada día.
La del padre es una presencia enorme y su ausencia dará lugar a un vacío que la hija intuye aunque todavía no sabe ponerle nombre. Ella, entonces, asumirá la narración de la pérdida, que es también la pregunta por el origen y la incertidumbre sobre el porvenir.
En una familia en que los secretos se callan muchas veces con la excusa del enojo, encontrará en los libros a sus mejores compañeros en esta travesía inesperada e indeseable. Así, aparecen autores como el húngaro Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura 2002; y el argentino Ricardo Piglia, así como otros ecos que la autora, en diálogo con Infobae Leamos, asume como referencias para la construcción de este libro: “Javier Cercas, que plantea en El punto ciego que en el centro de las buenas novelas siempre hay una pregunta; Walter Benjamin, que me impactó con La tarea del traductor; Jean Luc Nancy, que en Corpus me iluminó sobre el tema del cuerpo; Jean Joseph Jacotot, pedagogo y político francés, por sus reflexiones sobre la lengua materna”.
Entre tanto, la familia que rodea a la protagonista también deberá aprender a convivir con la idea de la muerte como una presencia más: atravesar ese mismo derrotero que los conducirá a todos, una y otra vez, a esa pequeña sala de hospital en la que la vida se va apagando inexorablemente, sin que nadie pueda hacer nada por detener un deterioro que ocasiona la leucemia del padre.
Para la hija -que ha sufrido en el pasado problemas de fertilidad con su primer marido y se entera, a poco de cumplir 40 años y ya con un hijo (“fruto del empecinamiento”), que espera a su primera hija mujer-, la vida se convierte en una paradoja impensada. Ahora, a la protagonista le tocará avanzar acompañada de su segundo esposo, Germán, mientras le escribe a ese padre del que en simultáneo intenta despedirse, y en paralelo busca cobijarse y fortalecerse en las palabras que sólo pronuncian los libros.
La trama se estructura en una secuencia de relatos incendiados: mientras los hermanos -Jorge, Diego y Ramiro- acompañan o toleran como pueden la agonía y la madre aprovecha cada segundo para cobrarle al esposo cosas que ya ni él mismo recuerda, la hija repasa esas postales que se avivan en el recuerdo ante la inminencia del final: los viajes en auto de la infancia, los paseos por el Italpark, los veranos en Punta del Este, sus primeros acercamientos con un hombre, el día en que sacó el registro, el parto de su primer hijo y hasta la incomodidad de un abuso intrafamiliar del que los demás prefieren no hacerse cargo y -nuevamente-, callar. Todas postales del pasado que ella empieza a ver con la perspectiva de esa vida que se pierde.
Su hija Celeste llega como el corolario de un crescendo que se vuelve vertiginoso y le enseña también que, tan cierto como que todos vamos a desaparecer, es que la vida nos regala un tiempo precioso. La hija también piensa que, de haber podido, habría ayudado a su madre a engañar al padre y que esa violencia que los separa y los une a ellos nació de todas esas palabras que no salieron a tiempo de sus bocas y, de alguna forma, han quedado atoradas entre los cuerpos.
“Esta novela, al igual que Rara, surgió de la escritura de un diario durante la enfermedad de mi padre que duró dos años. En paralelo, con el diagnóstico había llegado el embarazo, y, como otras veces, cuando siento que la vida me atropella, la tolero escribiendo”, cuenta la autora, que en el libro compara a su padre con la figura de un castor: una representación de lo que él tiene adentro y que ella prefiere no explicar porque es “el idioma inaccesible lo que nunca comprendemos del otro”.
El tema de la maternidad -que Zito ya había abordado en Rara, su primera novela- reaparece en este libro con una potencia renovada. “En mis novelas, aparece, en paralelo a lo que me pasó, lo que me podría haber pasado, y acá está el tema de la maternidad en una madre que se pregunta si quiere o no serlo, que duda, que se asume dudando”, explica.
El padre -que le dejará a su hija como herencia una Olivetti-, le recordará antes de irse el valor de la libertad y que, aunque no todo sale siempre como uno hubiera deseado, el amor es un legado que no muere, más allá de nuestras torpezas infinitas.
“Todo es más fácil para quien no ama”, dice Kertész y la narradora sabe que es verdad: el que ama, vive y, a veces, sin quererlo, mata un poco. Pero la vida sigue, luminosa, más allá de la furia y de la pena.
Quién es Natalia Zito
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977.
♦ Es escritora y psicoanalista, licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.
♦ Escribió los libros Agua del mismo caño, Rara, Veintisiete noches, Traidores y Vos.
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