A veces no hacen falta más que unos pocos segundos para cambiar la historia para siempre. Una persona en el lugar justo y el momento exacto puede pasar a la eternidad y sedimentarse como la responsable de una de las hazañas más épicas del deporte mundial. Y después de tocar el cielo con las manos -aunque una sola le bastó-, Diego Armando Maradona estuvo detrás de uno de esos momentos capaces de detener el tiempo y los corazones de todo un país.
Once segundos, la nueva novela del escritor y periodista argentino Carlos Aletto, cuenta el gol de Maradona a los ingleses a través de la historia de dos amigos. En esta novela, editada por Sudamericana, el autor le rinde tributo a “la mística del barrio, la canchita salvadora, los amores perdidos, las viejas canciones, y a la fuerza transformadora de la literatura y los libros”.
“Once segundos es una novela que rompe el tiempo medido tal como lo conocemos para obligarnos a dejar de lado convenciones narrativas. Así, Aletto nos cuenta -en paralelo a los once segundos del tiempo exacto y necesario para que Maradona metiera aquel gol inolvidable en el Mundial de México 86- la vida completa del protagonista. O eso creemos. Y al relatar esa vida y ese instante, nos habla del amor, la muerte, el desengaño, las diferencias de clases, la infancia, el barrio, la literatura, la memoria”, escribe Claudia Piñeiro en la contratapa.
Y agrega Guillermo Saccomanno: “La fantasía futbolera se entrevera con la realidad de la marginación, las aventuras de pibes creciendo en un basural y la ilusión de hacerse escritor desde la exclusión. ‘Es que alguien tiene que escribir la historia de los que no escriben’, propone Aletto. Y construye una novela que huele como la pobreza y brilla como las aventuras del barón de Münchhausen, el texto que operará como talismán iniciático del narrador. Bienvenidos a una épica literaria maradoniana”.
Once segundos” (fragmento)
Hace años que no veo el recorte del diario donde Daniel nos veía en la tribuna. De tantas veces que miré la foto tratando de identificarnos, la recuerdo casi de memoria. Todas las miradas están puestas en la pelota. Es una luna atrapada en el centro de una tela de araña. Maradona, detrás del balón, gira con la boca abierta sin dejar de verla. Está ladeado por dos defensores con camisetas blancas. El arquero de San Lorenzo de Mar del Plata vuela a un metro del césped. Una volada perfecta. Para la foto. Tiene perfil de romano. Jopo. la nariz aguileña. La ceja arqueada. La patilla larga. El mentón a lo Kirk Douglas, que no era romano, pero hizo de Espartaco en el cine. Su apellido era Lucangioli, si mal no recuerdo. El 1 en la casaca negra es blanco. El número ocupa la mitad de arriba de la espalda. Los brazos forman una diagonal que cruza de ángulo a ángulo la foto. La mano izquierda está a treinta centímetros de la pelota. La derecha, a dos metros y medio. El balón blanco manchado realmente parece una luna con sus cráteres. En el fondo, la platea del estadio San Martín está semivacía. Entre el tanque de agua y un jugador de San Lorenzo que mira a la distancia la jugada haciéndose visera con la mano es donde Daniel decía que estábamos nosotros. Yo solo veía una mancha negra y otra blanca.
—La puta, Gordo, que sos porfiado… Ese de negro sos vos, este de acá soy yo y estos dos son los pibitos del Martillo Viejo que se colaron con nosotros. Esa fue la primera vez que vimos a Maradona.
—Yo lo vi antes de que fuera el Pibe de Oro —le retruqué a Daniel—. A Dieguito lo vi en Sábados circulares, de Pipo Mancera, en la casa de mi abuelo Cacho. Al sábado siguiente me quedé toda la tarde esperando que volviera aparecer en el programa. El pibe que hacía jueguitos con la pelota no estuvo.
—Ese no era Maradona. Era otro pibe —se sumó a la discusión don Pepe—. Tiene razón Daniel: sos porfiado, Gordo.
—No lo trates así que el Gordo es sensible y se enoja —intervino Mario, con la dudosa finalidad de defenderme.
—Se enoja el chancho y es comida —remató don Pepe.
Toda esa tarde me esforcé para recordar la siesta en la que vi al nenito haciendo juego con la pelota. Me dormí sin poder recuperar el recuerdo. A las tres de la mañana me desperté. En realidad, no estaba despierto, pero tampoco dormido. Era como un estado hipnótico.
Mi abuelo Cacho está sentado en la cabecera de la mesa de la cocina. Una mesa de fórmica, cubierta con un mantel de hule cuadriculado azul y blanco, descolorido donde van los platos.
Mi abuelo llegó tarde de trabajar y mi abuela Irma lo estuvo esperando con la comida caliente. En la mesa hay restos de sopa, un caracú vacío, manchas de vino tinto y soda que ha salpicado con la fuerza del sifonazo. Hay migas de pan, muchas, sobre el mantel. Cuando mi abuela lo sacuda detrás de la parra del patio, donde tiene un canario que se llama Horacio Guarany dentro de una jaula con pie, se llenará de gorriones que se pelearán, aunque haya suficiente para todos. La cáscara del felipe es crocante. Mi abuelo sigue comiendo pan después de la comida. El televisor está prendido en un programa para adultos. Ahí mismo, en un rato, aparecerá el nenito. Todavía no lo sé.
Cuando me bajo de la silla, parado en el piso, apenas llego a ver la superficie de la mesa. Debo tener tres o cuatro años. Corro alrededor de mis abuelos; la cocina es chica, con facilidad puedo pasar por debajo de la mesa, ver las pantuflas negras de mi abuelo, de cerca las várices amenazantes de mi abuela. Salgo de la cueva y los soldados empiezan a perseguirme.
Mi abuelo aleja el plato a un costado y empieza a acomodar los billetes que ganó en el recorrido que hizo a la mañana con “la Chata”. Así llama a un viejo rastrojero al que le carga en la caja todas las mañanas cajones con frutas y bolsas de verduras. “Antes tenía un carro del que tiraban Bayo y Muñeca”, me contó mi mamá. “Le gustaban mucho los caballos”, me dijo. El mío está en la otra punta de la cocina. Tengo que alcanzar a Tornado.
A mi abuelo le gusta ponerles nombre a las cosas. A un terreno en el que tiene una pequeña casilla de madera, a diez cuadras de la casa, lo llama “la Estancia”. La Estancia para mí está a kilómetros. Cuando me lleva con él a trabajar en la Chata es un día de gloria. Eso sí, me lleva solo si soy de River. Le digo que sí, con tal de acompañarlo. Mi abuelo acomoda en el rastrojero los cajones de frutas vacíos para ir a comprar al Mercado. Muy temprano. No me deja ayudarlo porque yo saco los de abajo.
—No, Dani, dejame a mí porque quedan las pilas tambaleantes y se van a caer. Me van a rayar la Chata.
Nunca supe si es un chiste o es verdad, porque la Chata tiene más rayas que una cebra. La cabina huele a bolsa de arpillera con papas. A cebolla. A tierra. A perejil. A ajo. La guantera y los asientos están llenos de polvo. Cuando salimos de la sombra y pasa el sol entre los árboles, por el parabrisas se ve una constelación de polvo en el aire de la cabina. Las calles por las que vamos son de tierra.
—Imposible mantener limpia la Chata —dice mi abuelo. Me gusta acompañarlo porque lo veo alegre. Saluda a las clientas. Hace chistes. Repite frases. Me encanta verlo pesar con la balanza romana, esa de dos platos como también tiene la señora con los ojos vendados de la Justicia. Las manzanas o las papas de un lado. Las pesas del otro. Me gusta ir acomodando las piezas de bronce dentro del molde de madera. Tengo debilidad por las más chiquitas, parecen juguetes. Mi abuelo dice que son las más fáciles de perder. La mayoría de los chistes que mi abuelo les hace a las clientas no los entiendo. Las mujeres ríen y le dicen:
—Usted es un pícaro, don Antonio. Las clientas no le dicen Cacho.
Mi abuelo es feliz siendo verdulero. Es más, sube a la Chata, la arranca, hace algunos metros, frena, baja la ventanilla, apoya el codo y grita “verdulero, verdulero”, y sostiene la “o” como el cocacolero de la cancha.
En casa no siempre es tan alegre. A mi abuela no le hace esos chistes. Aunque es muy ocurrente. Mi abuelo hace ficción con la vida. Termina de acomodar los billetes sobre la mesa. Siempre lo mismo. Ver la pilita de plata amontonada le da alegría. A todos nos da. Mi abuela también sonríe cuando la ve.
—Si adivinás cuánto hay, te lo regalo —me desafía.
Digo una cifra, un número cualquiera. Lo voy a hacer por muchos años. Creceré diciéndole un número a mi abuelo cuando termine de contar los billetes. Nunca acertaré, ni mi hermana ni mis primos. Es lógico.
Mi abuelo se parece al San Martín de los billetes de Peso Ley. En especial al negro, el de cincuenta. Todos son el mismo San Martín, pero mi abuelo Cacho se parece más a ese, el negro de cincuenta.
En la televisión canta una señora. Sigo corriendo alrededor de la mesa: me persiguen los soldados del capitán Monasterio y ando sin el antifaz ni la capa. Me van a descubrir. No tengo a Tornado porque mi abuela está barriendo las migas del piso con el caballo. Escapo a toda prisa para ver si me encuentro con Bernardo, pero la punta de mi pie se engancha con el felpudo que hay entrando al comedor. Caigo. Me golpeo las rodillas. Me duelen las manos. Me quedo llorando en el piso. El Zorro llora tirado en el piso. En realidad, llora Diego de la Vega. A lo lejos, desenfocado por las lágrimas, veo a mi abuelo sentado hablándome. Tengo que dejar de llorar para escuchar lo que me dice:
—Vení que te levanto.
No entiendo cómo hacerlo. “¿Me tengo que arrastrar hasta allá?”, pienso. Es la primera vez que escucho ese chiste de mi abuelo. También lo escucharé muchas veces cada vez que alguno de sus nietos se caiga. Mi abuela deja a Tornado, viene hacia mí. Me levanta. Me pasa suavemente las manos tibias, suaves de arruguitas, por las raspaduras. Me calma. Me seca las lágrimas con su pañuelo. Es el mismo pañuelo con el que a veces, a escondidas, ella también seca sus lágrimas. Mi abuelo me llama. Voy hacia él. Me sienta en sus rodillas. Mi abuelo Cacho huele a la cabina de la Chata, sobre todo a la bolsa de arpillera con papas, pero también a mandarina y a querosén (él también vende querosén y garrafas de gas). Me mira las rodillas y me dice:
—Así murió Gardel.
No entiendo. Apenas sé que Gardel canta en la radio. Pero con los años sabré que Gardel murió con cada lastimadura que tuvimos sus nietos. Cuando uno de nosotros se lastimaba un dedo, mi abuelo repetía:
—Así murió Gardel.
—Pero, abuelo, Gardel murió en el avión.
—Claro —decía— cuando se cayó el avión, Gardel se golpeó el dedo y murió.
Ese día no entendí su medicina. Mi abuelo curaba repitiendo frases, haciendo chistes, el chiste de contar siempre el mismo chiste. Nos curaba y se curaba, porque su infancia no había sido fácil.
Mi abuelo Cacho se llama Antonio Benigno Sánchez. Nació en Olavarría el día de San Benigno, el 13 de febrero de 1918. Es hijo de Antonio Sánchez, quien lo abandonó de pequeño. Su abuelo Sandalio tuvo al nacer, en 1855 en Chascomús, el apellido de su madre, Gregoria Vázquez. Una mujer soltera de veintidós años. Dos años después del nacimiento de Sandalio, Gregoria se casó con un pescador, Gabino Sánchez, quien le dio su apellido a Sandalio. O puede haber sido el padre, que recién reconoció a su hijo al casarse con Gregoria. Nunca lo sabremos.
Mi abuelo también mira en la televisión al nenito que apareció haciendo malabares con una pelota. Es sábado. Él no está apurado por dormir la siesta porque no trabaja por la tarde. El nene hace varios minutos que tiene la pelota en el aire: la pasa de pie a pie, con el empeine la lanza a la cabeza, la posa en la frente como una foca. Luego de unos segundos de mecerla, con un solo movimiento, la duerme en el hueco de la nuca y de inmediato, con un latigazo del cuello, la arroja de nuevo a los pies. Mi abuelo dice:
—Nunca la toca con la mano. La tiene atada ese pibe.
Me dormí contento. Ya no me importaba lo que pensaba don Pepe. Yo estaba seguro de que ese nenito era el mismo al que quince años después le quedaba chico el título de mejor jugador del mundo.
Quién es Carlos Aletto
♦ Nació en Mar del Plata, Argentina, en 1967.
♦ Es escritor, licenciado en Letras y periodista cultural.
♦ Publicó la novela Anatomía de la melancolía, el libro de cuentos Antes de perder y el ensayo Julio Cortázar. Diálogo para una poética.
♦ Recibió galardones como el Primer Premio del Concurso Internacional “Dante en América Latina” y el Primer Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.
♦ Fue editor de la revista literaria Unicornio, un caballo con suerte y director del Suplemento Literario Télam (SLT).
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