Tlatelolco, un tatuador perverso y la herida que cambiará para siempre la vida de unos chicos

“El tatuaje invisible” es un thriller que continúa las búsquedas del escritor Erick de Kerpel, también autor de “Bungalow 77”, de próxima adaptación al cine

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Lo que menos esperan Emma y Samuel al entrar en ese estudio de tatuajes es que les pase lo que les termina pasando. Nadie hubiese pensado que el tatuador sería una persona tan ruin y perversa. Los lectores, para ser honestos, tampoco lo hubiesen intuido.

“El tatuaje invisible”, publicado por el grupo editorial Penguin Random House en su sello Salamandra, presenta ante los lectores una historia ambientada en Tlatelolco, una ciudad mexicana llena de crímenes, persecuciones e impunidad para los culpables.

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Son cerca de 264 páginas las que componen esta novela en la que su autor ha intentado reflejar toda la ira y el dolor de una sociedad en la que, con el paso de los años, las cicatrices de la violencia se han hecho profundas y pareciera que se resisten a cerrar.

“El tatuaje invisible” retrata un ciclo de crudeza humana, una búsqueda de autorreconocimiento, según reza la contraportada, y da cuenta de las batallas internas que llevamos frente al libre albedrío. Todo esto planteado con el propósito de ver cómo los hechos de una sociedad tienen siempre consecuencias sobre la vida de la gente.

Esta novela le da a Erick de Kerpel una cinta más en su camino como escritor. Desde siempre interesado por la música y la literatura, es con esta pieza que se propone darle una vuelta de tuerca a su obra, que los lectores pudieron conocer con su primera novela, Bungalow 77, de próxima adaptación al cine.

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En ella, según reza su contraportada, el autor cuenta la historia de André Gavlik, el Ruso, quien es el director creativo de la red de agencias de publicidad Rochsmond rcg y enfrenta el reto más grande de su vida: generar una campaña de publicidad para posicionar positivamente al mayor capo del narcotráfico de la región: el Pinto.

Su jefe y amigo Matías se lo ha pedido, y claro, no puede divulgarlo. Para ello se harán de un equipo reducido y de confianza, con la intención de lograr “el mayor golpe publicitario” que haya dado la agencia y ganar una cuantiosa suma de dinero. Pero, nada es lo que parece ser. Aquello que parecía sencillo va transformándose en una comedia de equivocaciones que de la manera más hilarante dejará a los personajes victimizados y vejados más que por el narcotráfico, por sus más acendrados miedos e incapacidades.

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Así inicia “El tatuaje invisible”

Samuel

Aunque a Samuel siempre le cuesta levantarse de la cama, ahora le resulta casi imposible; tal vez intuye que hoy estará por última vez con Emma, su gran amor, la mujer que le regresó la esperanza. ¿Para qué despertar? ¿Para qué enfrentarse a la realidad si la realidad siempre termina por llevarse todo al carajo, por revolcar lo bueno de la vida hasta convertirlo en un monstruo?

Después de veinte minutos de permanecer tirado, con la mirada clavada en el techo, finalmente logra arrancar sus piernas para llevarlas al piso de duela, pero apenas tocan el suelo un líquido frío lo hace encogerlas a toda prisa. Todavía amodorrado, recorre con la vista la habitación buscando la causa. Gira hacia el otro lado, baja de un brinco y se dirige a la ventana para correr la cortina, abrirla de par en par y aspirar el aire fresco; antes de investigar lo mejor será espabilarse. Se entretiene viendo a un borrachillo que recorre la calle y grita incoherencias, luego regresa a la cama para asomarse por debajo. Es una buena cantidad de agua que se esparce desde el centro hacia las patas del buró. Busca si hay un vaso roto o una tubería con una fuga. Toca la sustancia con los dedos para olerla, luego se lleva la punta del dedo medio hacia su lengua para identificar algún sabor: nada. Es simple agua que viene de ninguna parte y no es sino hasta ese momento cuando lo asocia a la vez en que se sacudieron las cortinas de la sala sin ninguna explicación. Constató, después de revisar una y otra vez, que la ventana estaba bien cerrada. Su asombro fue tanto como el de ahora.

Con la ayuda de un viejo trapo de cocina, recoge un poco del líquido y lo exprime en una cubeta que luego vacía en la única maceta de la sala. Alguna vez escuchó que los helechos son buenos para absorber las malas vibras, tal vez por eso es la única planta que sobrevivió a lo que cohabita con él.

Pone la radio a volumen alto y sirve agua en una taza para prepararse un café. Mientras observa la taza dar vueltas dentro del microondas, se debate entre mudarse a un lugar donde no ocurran ese tipo de sucesos o conseguir a alguien que vaya de una vez por todas a hacer una limpia. Un alumno le platicó que su hermano tenía los chacras muy abiertos, que era capaz de percibir energías y ayudarlas a encontrar la luz o algo así; parece que es muy popular entre personas con problemas de apariciones. «Personas con problemas de apariciones», repite para sus adentros y deja escapar una risilla nasal. Echa una cucharada de Nescafé al agua hirviendo y mientras lo mezcla suelta en voz alta: «¡Qué pendejada! No necesito un profesional en limpias, necesito a un pinshi plomero». Tal vez hay un tubo que atraviesa por debajo de la duela. Así que, si el agua brota de entre la madera, seguramente el vecino de abajo tiene un problema serio de humedad.

Abandona el café humeante sobre la barra de la cocina, se pone unos shorts, unas chanclas y baja por las escaleras a tocar el timbre del departamento cuatro. Sabe que ahí vive un anciano, se ha cruzado con él algunas cuantas veces en las escaleras y lo escucha toser de vez en vez. El día que llegó, acompañado por el camión de la mudanza y con el sueño de recomponer su vida, el casero le dio los generales del edificio; ahí se enteró de que en el departamento de enfrente vive una familia de costarricenses dueños de un restaurantito de mariscos y abajo un hombre mayor que tiene mucho tiempo de haber enviudado. «Buenas, don. Soy Samuel, el vecino de arriba», dice al ver aparecer una sombra en la rendija que hay entre la puerta y el marco. La puerta se abre entonces de par en par para dejar escapar un olor rancio que le dilata las fosas nasales. «Disculpe la molestia, pero quería saber si no tiene goteras». Aunque el viejo aprieta el cintillo de su bata de baño, su aspecto sucio hace pensar que nunca ha visto una regadera. «¿Gotera? ¿Cuál gotera?», responde refunfuñando, tallándose el ojo con el puño para desprenderse las lagañas o para tratar de afinar la vista a través de lo que parecen unas cataratas. «Hay una fuga de agua en mi recámara y quería saber si no lo está afectando a usted también», dice apenado, tensando las comisuras de su boca. El viejo lo inspecciona de arriba abajo, da dos pasos atrás y extiende la mano para invitarlo a entrar. «Adelante, si quiere pásele a echar ojo», le dice.

Un poco extrañado por lo que a él le parece un exceso de confianza, Sam es de esas personas que no pueden resistir la invitación a curiosear en una casa ajena. «Gracias», responde, mirando a todas partes, «es el cuarto que da hacia el frente del edificio». El mobiliario y la decoración son bastante simples, acordes con las que tendría un hombre que hace tiempo dejó de preocuparse por el futuro, por la vida. Como tiene la misma distribución que su departamento, le es natural recorrer el pasillo, pasar la puerta del baño y doblar a la izquierda. Se sorprende al descubrir que ahí no hay una recámara, sino lo que parece una librería de viejo: dos libreros de pared a pared flanqueando un destartalado escritorio metálico colocado justo en el medio de la habitación. Los libros —muchos retacados dentro de estantes, otros más apilados en torres que nacen del piso o del escritorio— parecen llevar años esperando un pretexto para venirse abajo. Conforme camina entre ellos, el polvo y las enzimas que se desprenden del papel viejo lo hacen estornudar. «¿Le gusta leer?», grita luego, levantando la vista hacia el techo para buscar la humedad. «Me gusta, pero la que se leía hasta la Sección Amarilla era mi señora», le responde el anciano sin entrar a la habitación, admirando el lugar desde la puerta, también con asombro. Nada. Además de una telaraña que pende de una esquina, no alcanza a ver nada, ni el menor rastro de agua. «Pues tendría que ser más o menos por ahí», dice sacudiendo el dedo en dirección al área donde, supone, está su cama. «No hay manera de que una tubería pase por ahí, joven, seguro se le cayó un vaso… ¡O en una de ésas se orinó!». Samuel se rasca la cabeza compulsivamente y dice: «Yeah, right, seguro que eso fue, ja… Pues muchas gracias, vecino, y disculpe la molestia», da media vuelta y se enfila hacia la salida. «Pierda cuidado, joven», le responde el viejo conservando la sonrisa, «cuando guste».

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