A veces se producen encuentros fortuitos con libros que han tenido mucho que ver con nuestras vidas, pero generalmente por lo que ha influido en ellas su lectura después de publicados. En el caso del título al que habré de referirme hoy, la relación con mi vida personal es previa a su publicación, por lo que deberán disculparme la autorreferencia.
El encuentro se produjo hace pocos días en el MALBA, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, en el marco de la estupenda exposición “Del cielo a casa”, que inauguró recientemente con una brillante conferencia el escritor Martín Kohan, quien, cuando se lean estas líneas, también habrá hablado en la apertura de la 47ª Feria Internacional del Libro de nuestra ciudad.
Esta exposición incluye objetos de uso cotidiano, obras de arte, videos publicitarios, afiches, un automóvil, un helicóptero y, entre muchos etcéteras, libros, que marcaron la existencia de los argentinos entre 1960 y la actualidad. Y entre esos títulos me topé con Viva la lata, de Aldo Guglielmone, ilustrado por Quino, con diseño gráfico del inigualable Juan Fresán, que publiqué en Ediciones de la Flor en 1970.
¿Cuál es la relación de Viva la lata con mi propia vida? En 1969, a una edad más que apropiada (tenía 27 años) , me fui a vivir solo a un pequeño departamento comprado con la donación que me hizo mi tío padrino. Aldo Guglielmone, escenógrafo, decorador, dueño de un local semisubterráneo de venta de antigüedades curiosas –La telaraña– e ingenioso cocinero, hizo habitable mi miniespacio con imaginación y poco dinero.
La primera noche que pasé solo en mi departamento fue la del alunizaje, inolvidable 20 de julio de 1969: había cenado antes en casa de Aldo, que no tenía televisor, y creímos haber sido los únicos en no presenciar la transmisión. Más tarde supimos que Picasso tampoco la había visto. Nos sentimos menos raros.
Cuando Aldo se enteró de mi absoluta incapacidad para cocinar otra cosa que hamburguesas de paquete con puré Chef y sopa de tomate enlatada La Campagnola (llegué al extremo de casi tirar un melón al descubrir sus semillas al cortarlo: pensé que estaba podrido porque solo los había visto limpitos en la mesa de mis padres) se le ocurrió elaborar un recetario para comer exclusivamente productos enlatados, incluyendo a “la palta, considerada como lata”.
Ya escrito el libro, le pedimos a Quino, amigo común, que hiciera una ilustración para cada capítulo: el minucioso dibujante creyó pertinente hacer los dibujos sobre platos soperos, un trabajo ímprobo, que, al imprimir con los clichés de plomo que se usaban entonces, se vieron solamente como círculos concéntricos. El capítulo dedicado a las sopas se abría con una Mafalda compungida apuntándose a la sien con una pistola. El formato elegido por Fresán era totalmente antieconómico y, además, se le ocurrió que la impresión se hiciera con tinta de color violeta y no negra.
Como se estilaba en la época, el libro tuvo una ruidosa presentación en la galería de arte de Álvaro Castagnino, en la mítica Galería del Este: la patrocinó Bonafide, que estaba incursionando en la elaboración de enlatados. Tuvo mucha repercusión en la prensa gráfica y quedaron en exhibición y a la venta los platos dibujados por Quino.
Hubo críticas favorables, ventas muy acotadas pero que terminaron agotando la primera edición, y una reedición ya en formato más estándard y en color rojo. También se publicó en España, por la Editorial Lumen que editaba allí todos los libros de Quino. En la tapa aparecía de modo muy demagógico el dibujo de Mafalda y el revólver. Nuestra tapa exhibía una lata abierta con un texto redactado por mí, que aludía al “hombre que está solo y espera… comer acompañado”, módico homenaje a Scalabrini Ortiz.
En la exposición en el MALBA me encontré con placer con otros dos títulos que publiqué, uno de ellos con historia. Es Una sociedad colonial avanzada, del formidable artista plástico y teórico del arte Luis Felipe Noé, que en estos días está llegando en plena lucidez e impulso creativo a su cumpleaños número 90. El libro es una colección de aforismos e ilustraciones relativos a la Argentina como país colonizado, que publicamos en De la Flor en 1971 y reeditó facsimilarmente Asunto Impreso en 2003.
Estaba contratada su publicación por Siglo XXI Editores, cuyos responsables consideraron que era riesgoso que una empresa de capitales mexicanos lo editara en tiempos de dictadura militar. El otro, Un kilo de oro, una colección de cuentos de Rodolfo Walsh cuya segunda edición llevó mi sello, se exhibe en su edición original por Jorge Álvarez.
Esos hallazgos tan significativos para mí me hicieron pensar en la frase de Lautréamont acerca del “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección (…) un ejemplo muy conocido, casi clásico, del fenómeno descubierto por los surrealistas de que la aproximación de dos (o más) elementos aparentemente extraños entre sí en un plano ajeno a ellos mismos provoca las explosiones poéticas más intensas”. Ojalá les provoque a otros visitantes de la expo algo similar. Y veo que todos estos títulos se pueden conseguir en la web, por si a alguien se le despierta la curiosidad.
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