Pietro Benati pasa sus días en su apartamento en Pisa aguardando su final. Según su madre, una maldición se posa sobre él, como ha pasado con todos los hombres de la familia Benati. El primero en verse afectado fue el abuelo, que desapareció durante la guerra de Etiopía y fue repatriado un año después sin honor alguno; el segundo, Berto, su padre, un jugador empedernido que a finales de los noventa regresó a casa tras un mes fuera sin uno de sus dedos, el meñique de la mano derecha.
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Cada que algo malo sucede en su familia, Pietro cuenta los días a la espera de que llegue su momento. Sin embargo, es Tommaso, su hermano, un futbolista prometedor y genio matemático, a quien alcanza primero la maldición.
Por mucho que Pietro se esfuerce en su carrera musical, en la universidad o sus relaciones amorosas; por mucho que cambie de ciudad y de país; por mucho que intente cortar los lazos con sus padres, su vida sigue siendo una indescifrable sucesión de fracasos y decepciones.
Es así, hasta que conoce a Laurent, un gigoló aficionado a la natación nocturna y al alcohol, y a Dora, una entusiasta del cine de terror con un dolor opuesto al suyo. A su lado, sin intuirlo siquiera, Pietro se ilumina por fin.
Con una trama llena de personajes rotos por dentro y en extremo conmovedores, y una voz capaz de renovar lenguajes y estilos sin renunciar a la tradición, Errantes es la segunda novela del escritor italiano Marco Amerighi, uno de los finalistas de la edición más reciente del Premio Strega.
En esta pieza de alta factura estética, el autor se adentra en los fantasmas de la juventud y reflexiona sobre los frágiles lazos que surgen del azar y que esconden el poder de cambiar nuestras vidas.
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Al respecto de esta obra, y a propósito de su visita a Colombia y Argentina, con motivo de las ferias del libro de Bogotá y Buenos Aires, Amerighi, ganador del premio Bagutta Opera Prima en 2018, conversó con Leamos y reflexionó en torno a su escritura y los motores de la misma, en un encuentro que estuvo dirigido por un asunto en específico: ¿qué tanto cambia la vida de un hombre ante el reconocimiento?
— Usted también habla español y supongo que una de las cosas con las que más se siente cómodo respecto a lo que ha sido la circulación de esta novela es, justamente, con la traducción. ¿Qué ha supuesto para usted esta entrada al mundo hispano?
— Muchas cosas, a decir verdad. Yo estudié Literatura española. Me licencié habiendo leído unos cuantos autores españoles y luego realicé un doctorado en Literatura. Entonces, para mí supone un regreso a una lengua a la que yo pertenecí en un momento dado de mi vida. Entrar en ese mundo como autor es como añadir un trocito más. Algo que me llena de orgullo y que me hace muy feliz, sobre todo porque un pasaje de esta novela está ambientado en Madrid. Así que, de alguna manera, era el sitio natural al que yo debía llegar.
— ¿Ha cambiado en algo su vida, su oficio, luego de haber sido finalista del Premio Strega?
— Me gustaría decir que los premios no son tan importantes para los autores, pero no sería la verdad. Lo que sí es cierto es que yo no pienso en los premios mientras estoy escribiendo. Eso nunca ha hecho parte de mi pensamiento. No lo fue antes y tampoco ahora.
Creo que hay una etapa en la carrera de un escritor, de una escritora, en la que sentimos la necesidad de que se nos reconozca, pero yo pienso que este reconocimiento va más por cuenta de los lectores que relacionado a otras cosas. Lo guapo, lo bello de este trabajo es que nunca sabes lo que te espera. Aún no tienes la historia siguiente, no sabes ni de qué va a tratar la nueva novela que debes escribir porque igual tiene ya un contrato.
— En términos de visibilidad, seguro ha sido muy distinto. De usted se ha dicho que antes de “Errantes” era un escritor ignorado. ¿Qué significa eso?
— Me da un poco de risa esto porque la novela habla, precisamente, sobre esta posibilidad real de ser ignorado. Pietro elige no ser visto, ya que eso le implica ser llamado a formar parte de este mundo y con ello corre el riesgo de sentir dolor, de fracasar. Yo mismo me he considerado un fracasado. Soy una persona antes que un escritor y siempre he intentado hacer lo que he querido. Ahora, con esta novela, tal vez sí he tenido que salir un poco más al mundo, dejar de resguardarme en la sombra, una sombra en la que nos hemos refugiado todos.
Entre todos los libros que se publican al año en las distintas lenguas, varios merecerían mayor visibilidad que otros, pero esto no es así. Hay muchos buenos libros que no llegan a la visibilidad, a los galardones y tal. Podría decir que se debe a que no hay sitio para todos, porque igual no ha sido el justo momento o no han tenido fortuna. Creo igual que es un círculo. Con una novela te va bien, con la siguiente quizá no. Es lo normal. La vida es así. No se puede estar siempre adelante.
— Usted también ha trabajado como escritor fantasma. Más de dos obras de su autoría, más allá de que las firme o no, dicen mucho de su oficio. ¿Cuál fue el evento capital que lo condujo a querer hacer esto, contar historias?
— Es una pregunta difícil. Me sale natural decir que siempre me gustó leer, pero en realidad fue a los 13 años cuando me hice un lector muy ávido y curioso. Me gustaban las novelas de aventuras. Eran cajones en los que yo ponía otras versiones de mí mismo. Versiones que pudieran entender todo lo que sucedía afuera, el mundo de mis padres, el mundo de los adultos. Me refugiaba en la literatura. De allí ha surgido todo lo que soy, y debo decir que yo me veo más como un lector que como un escritor. Eso, soy un lector que escribe novelas.
— En ese rol de lector, ¿qué tanto ha podido acercarse a sus contemporáneos? ¿Cómo hablaría de la literatura italiana de hoy?
— Siempre estoy atento de las novedades, de aquellas primeras obras de los nuevos autores, y les sigo la pista a los que ya llevan un tiempo en esto. También, mi trabajo requiere que me mantenga actualizado e informado sobre todo lo que acontece en el mundo editorial italiano. En medio de eso, hay varias voces que atesoro, que no necesariamente tienen que conectar con mi forma de escribir, pero me gustan.
Yo no sé si en la literatura de la Italia de hoy haya algo que nos congregue, una especie de espíritu que nos hermana. En los últimos años, eso sí es cierto, han surgido más autores con proyección internacional. Mi generación ha crecido y se ha hecho madura leyendo autores no solamente italianos y eso quizá suponga algo distinto. Leemos más escritores y escritoras de Latinoamérica, de Estados Unidos, de Japón, de África... Eso nos ha empujado a buscar no una receta de la novela italiana sino una búsqueda estética más global, permeada, sí, por lo italiano, pero atendiendo a inquietudes más contemporáneas.
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— Resuelto esto, hablemos del personaje principal de la novela, Pietro, este chico tan particular. ¿Cómo fue el proceso para su caracterización? El chico consigue conectar a fondo con los lectores.
— Esta es una observación muy inteligente. Para mí, el gran reto que, más que artístico, yo diría político, me permitía reflejar las posibilidades infinitas de una obra de arte. Antes de empezar solo hay una hoja blanca y yo puedo hacer de todo. Italo Calvino le llamaba ‘el mundo dado en bloque’. A partir de ahí, tú puedes decir todo, pero, qué vas a decir. Es muy importante elegir y en la novela, Pietro no sabe elegir.
Yo quería hablar de una generación específica, de una manera antiretórica, intentando dar cuenta de una manera de ver y vivir la vida alejada de esa costumbre nuestra de vivir presión sobre presión. Yo quería desafiar eso, la idea de que tienes que obtenerlo todo, sino no tiene sentido vivir la vida. Me interesaba volver sobre ciertas preguntas. Qué pasa si yo, de repente, lo dejo todo; y si me zafo de toda esa competición, si le doy la espalda a ese espíritu competitivo; ¿podría vivir una vida, siendo yo un hombre muy normal, muy humano, demasiado humano?
Pietro está dos dedos por debajo de la normalidad. Él no tiene cualidades. Es un poco como El hombre sin atributos, de Musil. Se hace preguntas del tipo... ‘¿qué hago si no tengo talentos?’, ‘¿cómo puedo vivir mi vida?’. Todo el mundo afuera siempre le está diciendo qué debe hacer y cómo, que tiene que pensar en algo que sea bueno para él y hacerlo. Como artista me interesaba ese camino y la novela termina centrándose en muchas cosas más. Eso debe quedar claro. Yo no quería dejar un mensaje. No me gusta la idea de que es necesaria una parábola en la literatura, algo que aporte al crecimiento moral de los lectores. Nada de eso. Lo único que sí quería lograr es que en algún momento de la novela, Pietro apareciera completamente libre, y que esa libertad diera cuenta de mis búsquedas estéticas. Una libertad de tomar al mundo y enfrentarme a él con todo.
— El ritmo narrativo que hace parte de la estructura de esta novela le permite al lector tener una sensación como de navegabilidad a bordo de la historia. ¿Qué tanto de esto fue una búsqueda consciente y qué fue puro azar?
— Buscaba esa sensación, esa musicalidad. Quería que la novela fluyera como un río del que, de repente, se despiden algunas gotas hacia otras direcciones. Y me interesaba también porque en la novela misma se habla de música, que ha sido un territorio muy fecundo para mí y que siempre me ha sugerido caminos. También hay una ambición detrás, y es que, siendo mi segunda novela, yo quería lograr algo más. Regresé a estudiar la obra de ciertos autores italianos del siglo XX, más que todo los toscanos como Vasco Pratolini o Curzio Malaparte, escritores que, en su momento fueron muy famosos, eran buenísimos, y tenían una manera de escribir que brillaba como una luz, acogida por una variedad de vocablos y de sintaxis.
Esos autores me enseñaron mucho la variedad de la prosa, los momentos justos para cambiar el ritmo, para acelerar, para ralentizar. Con ellos me di cuenta también de una cosa. Es verdad que eran mis maestros. Me gustaba leerlos y envidiaba muchísimo sus obras, pero me empujaron a volver a pensar unas cuantas cosas. Ellos no llevaban las mismas gafas que llevo yo, no estaban viendo el mundo que he visto yo. Les hacía falta echarle un vistazo al asunto del feminismo, por ejemplo. Eran escritores buenísimos, pero los clásicos varones, los machos muy fuertes, que escuchaban pocos a los demás. Eso creo que confluye un poco en la novela. Al final, la maldición que caerá sobre la familia lo hace, justamente, sobre los hombres.
Y pienso cómo ese modelo de hombre y de escritor habría llegado al final de sus días. Son hombres que van perdiendo trozos. El abuelo que se hiere el hombro, el padre que pierde un dedo, el hermano... Esa literatura también ha perdido un poco de trozos y yo he vuelto a leer a esos autores como si fueran mis maestros, pero tratando de actualizarlos.
— Tras estos años a bordo de “Errantes”, si pudiera escoger una palabra para definir el proceso, las tantas jornadas de alegría, enojo y satisfacción, ¿cuál sería?
— Diría dos: la primera, rebelión, porque lo que yo quería con este libro era rebelarme ante una modalidad automática de escritura que tenía ya interiorizada en mi cabeza y en el teclado. Me di cuenta de que ya no quería más eso. No había chispa allí. La rebelión fue contra mí mismo, me ordené parar y mirar hacia otro lado.
La segunda, libertad. Quería volver a leer con otros ojos, trabajar para mí, tratar de construir una novela con aire clásico, pero sin la presión de no poder añadir demasiado de mí. En ello fui muy feliz. Hubo temporadas en las que brillaba, me encendía, y entendí que esa era el recorrido que yo tenía que hacer.
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