La madrugada del 8 de octubre de 2006, un hallazgo espeluznante sumió a la ciudad correntina de Mercedes, Argentina, en la más horrible de las pesadillas. Al costado de las vías, en medio de los pastizales, apareció el cadáver de Ramón Ignacio González, un niño de 12 años que solía vender estampitas cerca de la vieja estación de tren.
Ramoncito, como se lo conocía, había salido de su casa para ir a la escuela pero nunca regresó. Cuando lo encontraron, su cuerpo presentaba golpes, quemaduras de cigarrillos, el cuero cabelludo arrancado y signos de haber sido violado. Su cadáver, además, fue hallado sin sangre ni cabeza, lo cual levantó sospechas sobre la posibilidad de un crimen ritual.
Según se supo gracias al juicio, Ramoncito fue víctima de un ritual con características de prácticas medievales y credos de origen africano del que participaron por lo menos diez personas en el interior de una casa alquilada. Todos los miembros de la banda fueron condenados por el delito de “homicidio triplemente calificado, por haberse cometido con ensañamiento, alevosía y con el concurso premeditado de dos o más personas, en concurso real con el delito de abuso sexual con acceso carnal y gravemente ultrajante y privación ilegítima de la libertad”.
El autor material del crimen, Daniel Alberto Alegre, fue el último integrante de la banda en ser capturado ya que se mantuvo prófugo entre 2007 y 2011. Fue descubierto en la provincia de Córdoba, donde trabajaba como inspector de tránsito con una identidad falsa. En 2015, también él fue condenado a la pena máxima como sus compañeros.
En Satán de los esteros, el periodista y escritor Leonardo Gentile reconstruye uno de los crímenes más brutales de la historia argentina y lo cuenta con las herramientas de la novela negra. Para esto, el autor revisó con obsesión el expediente judicial y los documentos reservados del equipo policial. Recorrió cada lugar y entrevistó a decenas de personas, incluyendo a los condenados y a la testigo protegida, que vio morir a Ramón y logró escapar de un destino tan cruento como el del niño.
Escribe Selva Almada en la contratapa: “Esta investigación periodística profunda, que narra con el pulso de la literatura el asesinato de ramoncito, demuestra que el mal existe y es humano”.
“Satán de los esteros” (fragmento)
Un pique entre las tumbas
El hombre mira otra vez hacia el portón de salida mientras acepta el atado prometido y el encendedor. Limpia el banco de madera descascarado y se le pegan pedacitos de pintura verde a la yema de los dedos.
—Cuidado con los clavos esos, que están oxidados —me invita a sentarme y se acomoda recién cuando yo elijo un lugar.
—Yo le vi —confirma. Con dos dedos, rasca el plástico, abre el paquete y enciende el primer cigarrillo. El temblor se lo hace difícil—. Por favor no me nombre, no ponga ni la marca que fumo.
Dice que parecía un fantasma.
—Se movía más rápido que la luz mala. En un momento le veías y ahí nomás, desaparecía pues —mira las cruces que forman hileras hacia los esteros.
Dice que se escondía entre los muertos.
—No le podían encontrar. Y eso que ellos eran como seis y todos más grandes. ¿Qué tendría? ¿Once, doce años el gurí? Yo varias veces pensé que le cazaban, pero se les iba. Una lagartija era. Y los otros cogoteaban entre los árboles. Le llamaban. Pero se ve que era callejero él… ¿Cómo le decían? Mono, Moni… ¡Moná! Le buscaban entre las lápidas, se tropezaban con los floreritos y los desparramaban. ¡Después tuve que andar juntando yo! —rezonga y se guarda el atado en el bolsillo de la camisa de trabajo—. Él escondía la cabeza, espiando con sus ojos torcidos, porque tenía uno medio así, como para un lado. Esperaba que los grandotes pasaran de largo y se hacía más flaquito de lo que era. ¡Ojo! Si le agarraban, yo no me iba a meter. ¿Para qué? No, a esos los conozco, sé lo que hacen. Además, no sé cómo explicarle, yo ya estoy grande. El trabajo de funebrero a uno lo va jodiendo por la espalda. Piense que esos son todos jóvenes. La que no era joven era esa mujer que les traía en los remises.
Cierra los ojos.
—¡Muy arreglada venía ella con una guainita! —la imita balanceándose—. Esa guainita era un poco más grande que Moná. Las dos peinadas iguales, la nena y la mujer, con el pelo atado y una colita tirante y bien lisa.
Pega una pitada larga, interminable.
—¿Para qué venían tanto?
—Mire, acá adentro se ven cosas raras. Algunos saben meterse por el fondo y roban placas de bronce, hay gente que viene y saca fotos. Pero lo que hacían estos, nunca. Iban a las tumbas, les ponían globos, cintitas negras y velas, pero no de difuntos: velas de cumpleaños. Algunas decían “felices quince”. Elegían tumbas de chicos que murieron mal, les rezaban y anotaban en un cuadernito. Se sentaban a almorzar entre las cruces. Comían milanesas con ensalada rusa, tomaban gaseosa, ponían un grabador con música.
—¿Dejaban algo?
—Antes de irse, la mujer y la guainita ponían un plato con comida en cada cruz. ¡Puta! —se agarra la cabeza—. Después venían los perros y hacían un chiquero. Eso me jodía, porque acá si está sucio la gente se queja y después me levantan en peso. Yo no sé si es cierto que le traían vino a mi compañero para que abriera las tumbas. Es verdad que él tiene sus vicios, pero de ahí a que les junte clavitos de los cajones, o que les saque huesos o uñas de los difuntos… Eso no lo vi.
Saca el encendedor y prende otro cigarrillo.
—Esa mujer, además de traerlos al gurí y a la guaina en el remís rojo, traía a su hijita que tendría tres años. Yo a mis nietos no los traigo ni loco, y eso que trabajo acá. El cementerio no es para criaturas. ¡Ella los trajo! Fueron a ponerle velas al abuelo de la guainita. Ahí se dieron cuenta de que la mujer se había ido. Los dos se volvieron a buscarla, pero ahí nomás vieron al Porteño Lai, al Porrudo Dany y a los otros. El gurí la secreteó a la guainita, la dejó ahí y se echó un pique entre las tumbas. Le corrieron por todo el cementerio, pero no le encontraron. Moná volvió con la guaina y la habló. ¡Le tranquilizaba! ¡Se hacía el galán! —ríe y le sale una tos pegajosa—. Esperaron un rato y se fueron para la entrada. Ahí se subieron al remís y se fueron. Fue un alivio…
El hombre sigue hablando de su trabajo, de los correntinos, de la belleza de Mercedes, me recomienda una parrilla. Le digo que voy a quedarme para averiguar lo que no sé.
—Tendría que hablar con la guainita.
Primera parte
[Decime la verdad, gurí]
Olga González terminó de lavar los platos y miró a su sobrino. Lo escuchaba, pero no le entendía. Bajó el volumen de la radio:
—¿Qué te pasa, Moná?
—Me duele mucho la espalda, tía.
—¿Te peleaste con alguien?
Le contestó que no con una voz casi inaudible.
—¿No te habrá pegado tu mamá a vos?
—No, tía, la Norma no me pegó por la espalda.
—Bueno, terminá de una vez ese cocido y vamos de tu abuela.
El nene dio dos sorbos largos y enjuagó la taza. Su tía lo esperaba para cerrar la puerta. Olga no era alta, pero sí corpulenta. Le bastaba endurecer la mirada marrón para que le obedeciera.
Él atravesó el umbral y ella juntó las cadenas, les dio unas vueltas y golpearon contra la chapa, trabó el candado y le dijo a su sobrino que fuera yendo. Después cerró la puerta del alambrado, alcanzó a Mona y le hizo una sonrisa.
Empezaba octubre de 2006 y con él, los calores.
Al llegar a la esquina gambetearon el barrial. El vaho de las aguas servidas impregnaba el aire de esa siesta que fue tranquila para las lauchas. Por una vez, Moná no trató de cazarlas entre los yuyos. Tampoco pateó las latas del basural, ni correteó como si jugara en la canchita de Taragüí.
Quién es Leonardo Gentile
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1969.
♦ Es escritor y periodista.
♦ Estudió Magisterio, Ciencias de la Comunicación, Periodismo y Artes de la Escritura. Fue maestro en escuelas semirrurales.
♦ Trabajó como periodista en los diarios El Cronista y Perfil; en las revistas Information Technology, Apertura y Newsweek; en los portales de internet ElSitio.com y Terra y en el noticiero de Telefe.
♦ Satán de los esteros es su primer libro.
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