Oscar Wilde era un genio, bien se sabe. El fabuloso dramaturgo, el poeta, el cuentista, el novelista de una sola novela (pero qué novela: El retrato de Dorian Gray), el ensayista, el libertino y el libérrimo, el dandy, el irlandés, el conferencista que conquistó a los Estados Unidos, el preso por amar con el amor que no osaba decir su nombre, el autor de De profundis tras las rejas. Y también el crítico como artista.
El crítico como artista. Así se llama uno de sus ensayos más importantes, escrito a la manera de diálogo entre los amigos Rupert y Gilbert en el que este último, al contradecir las afirmaciones del primero, señala la vulgaridad de definir a la crítica como una mera actividad parasitaria de quien no puede crear (vulgaridad que aún hoy sigue cometiéndose en algunos conciliábulos de gente culta) y le confiere, en cambio, una verdadera virtud creadora y artística a la crítica.
Así, se adelanta a las concepciones modernas acerca de la crítica y abre paso a las contemporáneas, que acompañan la noción de “la muerte del autor”, que reside en la centralidad de la lectura de la obra, en el discurso que produce a partir del objeto artístico quien lo observa, en la potencia de la maquinaria del artefacto. Oscar Wilde, claro, fue siempre un precursor.
Wilde escribe, por ejemplo: “Y de la misma manera que la creación artística implica el funcionamiento de la facultad crítica, sin la cual no podría decirse que existe, la crítica es también creadora en el más alto sentido de la palabra. La crítica es creadora e independiente al propio tiempo. (...) El crítico es el que nos muestra una obra de arte bajo una forma distinta de la de la obra misma, y el empleo de nuevos materiales constituye un elemento tanto de crítica como de creación”. Ciertamente, Oscar Wilde escribía cosas sensatas.
¿Y todo esto a qué viene? Probablemente el lector haya podido conocer la existencia del libro del genial director Quentin Tarantino, Meditaciones de cine (publicado por el sello Reservoir Books, con traducción al español de la península –que, dios santo, promueve a veces tantos improperios dedicados a la madre patria– y cuyo título original en inglés es Cinema Speculation).
Muchos reseñistas han querido ver en el libro una guía de recomendaciones fílmicas del gran director o una narración de su experiencia biográfica en relación a las películas. Si bien se puede leer la serie de notas o ensayos de Tarantino parcialmente de esa manera, no se logra así captar el centro de cada uno de sus textos, que es el de convertirse en un verdadero crítico de cine que realiza su obra de arte crítica (como hubiera querido Wilde) del modo más pasional, subjetivo y racional a la vez, usando las herramientas del lector voraz de films y del conocedor técnico de la aventura cinematográfica para cristalizar, de esa manera, especulaciones fabulosamente escritas. Con este libro, el bueno de Quentin demuestra que no solo es un gran artista como director de cine, sino que es un crítico como artista.
El primer capítulo, si bien se trata del más biográfico (y entrañable, quizás) de todos, se llama “El pequeño Q. ve grandes películas” y cuenta sus años de infancia, hijo de madre soltera fanática del cine que lo llevaba –primero junto a su padrastro y luego otras parejas– a las salas en las que se proyectaban películas en programa doble, muchas de ellas que ningún padre fan de Disney osaría dejar ver a sus chicuelos (aunque debe aclararse que el pequeño Q. también veía películas de Disney, y le gustaban).
Por ejemplo: Harry, el sucio, que Tarantino vio a los ocho años en 1971, cuando aún hoy se discute sobre el carácter de su violencia y atmósfera política. En el capítulo, de todas maneras, el adulto Q. cuenta qué veía el niño Q. y a la vez, disecciona las películas con ojos de uno y otro. De ese modo Joe, ciudadano americano, transforma a un respetable hombre de clase media en un asesino de hippies e incorpora la definición de sátira política al vocabulario mental de Tarantino, fuera él o no consciente del significado de esas palabras a tal edad.
Luego cuenta cómo Reggie, un novio negro y jugador de fútbol americano, lo llevó por primera vez en su vida a ver un film de blaxploitation en una sala que rebalsaba de público de color, en la que su infantil cara pálida de diez años era el único rastro de existencia caucásica sobre la tierra. Cuenta entonces cómo aquella noche le cambió la vida al ver la interacción del público con el film Pólvora negra: los insultos de la audiencia a la pantalla o las risas de aprobación le mostraban la recepción del film de la forma más vívida. He ahí otra forma de la crítica. Como se sabe, la blaxploitation será luego una de las fuentes principales del cine tarantinesco.
Pero es en el siguiente capítulo (y en varios de los posteriores) en el que Tarantino desplegará sus artes críticas de la mejor manera. En este caso, con Bullit, el film de 1968 dirigido por Peter Yates, protagonizado por Steve McQueen y que se convirtió en un hito de las pantallas estadounidenses. Tarantino despliega en su pluma una oda de amor a Steve McQueen, que es el centro del film, una verdadera estrella de Hollywood y que, verdaderamente, mueve en torno a sí la cámara, la trama y todo, logrando un resultado excepcional.
Tarantino hace una taxonomía de los actores estelares de la generación McQueen (Warren Beatty, Paul Newman, James Garner, George Peppard, James Coburn) y explica las virtudes de aquellos hombres, pero destaca el magnetismo que permite que un film –que cuenta con una persecución automovilística que bien podría formar parte de la saga de Misión Imposible de Tom Cruise– equivalga a su protagonista.
En este aspecto señala con un sector de la crítica cómo el “autor” de un film puede ser el actor más que el director mismo (como podría suceder con Jerry Lewin –para algunos críticos de los Cahiers du Cinema– y hasta incluso Adam Sandler, cuando se trata de referirse a la Nueva Comedia Americana por parte de cierta crítica). También despliega ante el lector cómo una arbitraria escena sin diálogo, filmada con una cámara a distancia de Steve McQueen y Jacqueline Bisset -su pareja ficcional- funciona en la gramática cinematográfica para dar cuenta de una atmósfera en la que transcurre la narrativa general. ¿Podría no haber estado esa escena? Claro. Pero como planteaba Roland Barthes, existen elementos arbitrarios en una narración, suprimibles, pero que son como signos vacíos que el lector (en este caso, el espectador) cargará de significado según su propia manera de leer.
Dice Tarantino: “Steve McQueen, en el papel de Frank Bullit, avanza y avanza; Yates, en su función de director, lo sigue, y nosotros, los espectadores, permanecemos en nuestras butacas y les dejamos que piensen por nosotros. En tanto que cine puro, es una de las películas mejor dirigidas de cuantas se han realizado nunca”. Si el lector no vio Bullit, que corra ya a ver este film en HBO Max o las plataformas donde sabe encontrarla.
Como el doctor Nicolaes Tulp muestra en La lección de anatomía de Rembrandt, Tarantino hace lo propio con otros films de fines de los sesenta y los setenta, que son aquellos que nutrieron su obra. Toma a Harry, el sucio, de Don Siegel y con Clint Eastwood y su cacería de Skorpio –El asesino del Zodíaco–, de la que rescata con minuciosidad los artilugios de la cámara para lograr los efectos deseados (que no son otros sino la violencia, los tiros, la persecusión y una Magnum 44 bien caliente en manos de Eastwood, detrás de sus gafas negras) y señala el efecto sobre cierta crítica, que tildaba al producto como “fascista”. Para ello, recorre la filmografía del director y sus escenas de brutalidad explícita como una escalera que conduce a Harry, el sucio como corolario.
Nadie podría negar la maravillosa factura cinematográfica de la película ni los recursos narrativos a los que apela para que la tensión en el espectador no ceda ni un segundo, como tampoco podría negarse que Harry es un racista, que su uso de la violencia policial es arbitrario y que forma así a un héroe controversial que se gana el favor del público. Pero no debería olvidarse que el antagonista es Zodíaco, un fenómeno nuevo en un momento en el que todavía no existía el sintagma “asesino serial” ni la unidad especial del FBI que los perseguía, como tampoco Hannibal Lecter.
La violencia de ese homicida es cruel y va más allá de lo humanamente imaginable. Esto propone Tarantino. Se podría agregar que, visto de este modo, el film expresa una sociedad virulenta en la que la violencia del Estado se encuentra latente en cada ciudadano y bajo cada baldosa de cada ciudad; que la tendencia del capitalismo a la guerra civil (digamos esto como una reducción provocativa) estalla en un film como Harry, el sucio, en el que las almas de la crítica progresista - no tendrán más remedio- deberán mirar como un espejo permite mirar al entorno estadounidense.
Dos cuestiones más acerca del libro de Tarantino (más allá de que deban leerse las vivisecciones que realiza de films como Taxi Driver, La huida, Hermanas, Daisy Miller, La cocina del infierno, entre varios otras más).
El bueno de Quentin también le brinda un contexto cinematográfico histórico a estos films de los años setenta. Si en los sesenta películas como Bonnie & Clyde o Easy Rider podrían haber surgido del cine rupturista francés de la nouvelle vague (sobre todo la primera) o de cierto cine europeo que resaltaba el monolitismo que había alcanzado el cine estadounidense tras décadas de macartismo y Código Hayes, de exaltación patriotera del cowboy contra el indio en el western que todavía se producía bajo esos parámetros ideológicos, y así; la respuesta americana tendría sus grandes obras, sus pequeños intentos de lograrlo y forjaría una camada de cineastas formada por “Robert Altman, Bob Rafaelson, Hal Ashby, Paul Mazurzky, Arthur Penn, Sam Peckinpah, Wiliam Friedklin, John Casavettes”, entre otros, enumera Tarantino, que se inscribirán en un arco ideológico contestatario.
Esos directores querían, si se puede decir así, construir un Nuevo Cine Americano luego de haber demolido el anterior. Harían películas enormes que denunciarían a los Estados Unidos de América, su rol imperialista en Vietnam, su rol fascistizante en la propia ciudadanía, el racismo, la opresión. Pero ese cine no podría alcanzar a las masas de espectadores que se veían asombradas por el virtuosismo cinematográfico y la denuncia de la sociedad que les habían enseñado a endiosar, que seguían prefiriendo amar la bandera de las barras y las estrellas y los happy endings pese a todo.
Inmediatamente después de los “contestatarios” surgieron los directores formados en las escuelas de cine, que amaban el cine de los viejos tiempos y que querían hacer el mejor cine del universo con las herramientas del cine de género heredadas del Hollywood anterior. Verdaderos cinéfilos que no habrían de forjar un nuevo cine americano, porque su cine (nuevo) sería desde entonces el cine estadounidense per se. Los así llamados movie brats.
Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Peter Bogdanovich, Brian de Palma, George Lucas, John Milius, Paul Schrader. Directores que amaban aquellas viejas películas y que, viéndolas una y otra vez, habían descubierto sus mecanismos y apostaban ahora a usarlos mejor que nadie, sumándole las influencias del cine europeo y lo mejor del cine en general. Directores, además, que el público amaría aún sin saber que su cine llevaba en sí mismo “la peste”.
El capítulo “El Nuevo Hollywood en los setenta” es la entrañable narración de la irrupción de los autores contestatarios en los sesenta, que tapizaron el camino para los grandes directores de aún hoy (sólo hace falta remitirse al Cannes 2023 y la ovación al nuevo trabajo de Scorsese, Killers of the Flower Moon, un film político que hubiera dejado satisfechos a los directores de aquel entonces).
Lo peor del mundo es cuando Tarantino se pone a especular. “¿Y cómo hubiera sido Taxi Driver sin Harvey Keitel?”, “¿Y qué si tal película hubiera sido dirigida por otro director?”. Resulta un incomprensible ejercicio de vanidad intelectual que no lleva a ningún lado. Lo peor es que el capítulo “Cinema Speculation” tiene este tono insoportable pero a la vez provee al libro de un nombre maravilloso, arruinado por la traducción ibérica.
Para finalizar, en todos los capítulos sobrevuela (cuando no forma parte de la locomotora, directamente) la crítica cinematográfica y en particular, entre otros, la firma de Pauline Kael, probablemente la pluma más influyente de su época desde sus notas en The New Yorker, que ayudaban a leer qué estaba pasando con el cine estadounidense durante esos agitados años.
En su reciente libro Caligrafía de la imagen (Prometeo), del que habrá que hablar, el ensayista argentino David Oubiña realiza una puntillosa y enérgica descripción de las discusiones críticas en los Estados Unidos de aquellos años y, a la vez que toma partido, muestra cómo en esas discusiones intervenían intelectuales como Susan Sontag o el cineasta Paul Mekas. Resulta curioso que ambos libros dialoguen con fechas de impresión similares, a miles de kilómetros de distancia de los escritorios donde fueron redactados, pero que se complementen tan bien.
Pero señalábamos el rol indiscutible en las especulaciones tarantinescas de la crítica de la época. Tarantino también interviene, décadas después, en esas polémicas, actitud que demuestra que la conversación de ideas en la crítica puede vivir y sobrevivir algunos límites artificialmente trazados.
Es más, Tarantino anunció que realizará su última película, ya en preparación, llamada The movie critic, y que con ella dejará la realización. Será su décima película en tres décadas de carrera y quiere retirarse, dijo a la prensa, antes de presentar películas en decadencia.
The movie critic transcurrirá en 1977 y, claro, tendrá como centro al mundo de la crítica (Tarantino anunció que uno de los personajes será Pauline Kael). ¿Y luego? “Quiero hacer un segundo volumen de Cinema Speculation que abarque también los 70 pero con otras películas, también de mi adolescencia. Y luego daré el salto a los 80 y también hablaré de cine de fuera de Estados Unidos”. Es decir, Tarantino se dedicará a la crítica. No estaría mal si se considerara esta serie de ensayos sobre films como un promisorio debut en la tarea.
Además, piénsese esto: si aquella revolución del cine en los tempranos sesenta fue la nouvelle vague francesa cuando ciertos jóvenes críticos que formaban parte de la redacción de los Cahiers du Cinema decidieron tomar los fierros (las cámaras) y hacer películas, un ciclo podría no cerrarse sino marcar una coda en la partitura cuando el cineasta Tarantino, que supo embeberse también de la influencia de los Cahiers, decida dedicarse a escribir, a hacer crítica. Podría ser una hermosa melodía en la banda sonora de nuestras vidas porque, se sabe, el cine es más grande que la vida misma.
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