El siniestro plan de santificar a Eva Perón para justificar un régimen populista en “Operación Índigo”

En esta novela distópica de Eduardo Carlos Malerba, un autoritario y fraudulento clan político está dispuesto a todo para perpetuarse en el poder. Corrupción, persecuciones religiosas y crímenes de Estado en un país sometido pero esperanzado.

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En "Operación Índigo", novela distópica
En "Operación Índigo", novela distópica del argentino Eduardo Carlos Malerba, un gobierno populista y autoritario pretende santificar a Eva Perón para unir a un país sometido por la corrupción.

Un futuro distópico y no tan lejano. Un país sometido. Un régimen populista dispuesto a todo para perpetuarse en el poder. Y un plan tan siniestro como prometedor: santificar a Eva Perón para unir de una vez por todas a un pueblo dividido y ”lograr así la sumisión total de simpatizantes y detractores por igual”.

En Operación Índigo, del argentino Eduardo Carlos Malerba, la República Argentina es una democracia, aunque solo en apariencias. El país está sometido por un gobierno autoritario que se mantiene en la política gracias a comicios fraudulentos y la represión impiadosa de cualquier forma de disidencia.

El primer mandatario aspira a que la organización partidaria que fundó pueda mantenerse indefinidamente en el poder. Para eso, y con la complicidad de un tan eminente como perverso dignatario eclesiástico, cranea un complot para impulsar la candidatura de Eva Perón a la beatificación, como primer paso para su eventual canonización.

Pero el presidente no solo tiene una resistencia opositora que no está tan de acuerdo con sus políticas ni sus decisiones: tiene también enemigos silenciosos que esperan pacientemente la oportunidad de ajustar cuentas con sus opresores. Operación Índigo, publicada por Bärenhaus Editorial, es una ficción en donde la corrupción, las persecuciones religiosas y los crímenes de Estado servirán de marco para un escenario en el que estará en juego el destino de toda una nación.

Así empieza “Operación Índigo”

"Operación Índigo", de Eduardo Carlos
"Operación Índigo", de Eduardo Carlos Malerba, editado por Bärenhaus.

La travesía

Bahía Blanca - 12 de abril de 2025

Ese sábado a medianoche, Alide Rivkin acomodó a su hija en la sillita del asiento trasero de su destartalado Ford Fiesta, mientras su amiga Carla Rivas le ataba el cinturón de seguridad. El enterito rosa fluo de la criatura, acolchado hasta la capucha, la hacía lucir como una pequeña astronauta. Un único bolso al costado del auto contenía el alimento de la beba, pañales, unos pocos efectos personales de la madre, y ropa de abrigo acorde al clima patagónico. Sobre el bolso, un pequeño ejemplar del libro de oraciones Sidur Ha Mercaz que Alide conservaba desde el día de la muerte de su padre.

Para ella no era más que un recuerdo, Alide ya no confiaba en la misericordia de Dios. No desde que su esposo Matías Rubín le había sido arrebatado violentamente sin que un solo ángel del cielo hubiese movido un dedo para impedirlo. Aquel hombre devoto de Nuestra señora de Lourdes con quien se había casado sin seguir los ritos de ninguna religión, ni la católica de él, ni la judía de ella, embobado de amor por la “pequeña gema” que traían al mundo, había sido abandonado a su suerte por la divina providencia. Alide no podía dejar de reprocharle que Matías no hubiera podido llegar a conocer a su hijita Naomi. A las personas buenas les ocurren cosas malas, solía decir la gente.

Ojalá, pensaba ella, convencida de que la muerte de su esposo arrollado por una camioneta sin patente no era fatalidad, sino obra de un miembro prominente de su propia iglesia.

Alide le devolvió a Carla las llaves del departamento que le alquilaba, tanteó en los bolsillos la documentación personal y del auto, y contó el dinero retirado del banco para los gastos del viaje.

No dejaba cosas de valor: le habían robado todo mientras convalecía en la clínica con una cesárea. Ella no creía en las coincidencias ni en la mala suerte, y quizás había actuado impulsada por una premonición cuando un día antes de su internación eliminó todo el material sensible de la notebook de Matías, el verdadero botín que buscaban los “ladrones” en su casa. Subió la investigación a la nube, y le dio acceso únicamente a Eliana Safer, su prima hermana de confianza, a quien, por vivir en Punta del Este, nadie conocía.

Alide le había explicado todo con cierta premura: Te compartí la carpeta con todo lo de Matías. Gema I, Gema II y más. Son como cien documentos. Copialos en un soporte digital por las dudas. Y no le digas a nadie, cuando abras la carpeta vas a entender.

Tomó la decisión de escapar después de la charla con Rafael Vargas, el redactor de La Voz de Bahía Blanca, que le había puesto innumerables objeciones a publicar la investigación de Matías. Ya le había resultado muy raro que el tipo la llamara para que se reunieran en su oficina:

—Me enteré que dejaste de dar clases —dijo Vargas, mientras la invitaba a tomar asiento en la sala de conferencias.

—Las noticias viajan rápido, eh —ironizó ella—. Deja- me aclararte que yo no renuncié: me despidió el rector.

Se ve que después de dos años creyó políticamente incorrecto que una judía enseñara inglés en una escuela católica.

Vargas acusó recibo del tiro por elevación para el rector del Instituto Nuestra Señora de la Misericordia, el Padre Edgardo Giraudi, denunciado por Matías en su investigación, quien, apadrinado por el gobierno nacional y el gobierno provincial, muy probablemente hubiera tirado de algunos hilos para que ella perdiera el empleo.

¿Podría Evita, la "santa popular",
¿Podría Evita, la "santa popular", ser canonizada por el Vaticano?

—Entre bueyes no suele haber cornadas, Alide.

—Pero cuando alguien asusta a estos cornudos puede haber una estampida capaz de aplastar a quien se cruce, ya sea un periodista o una maestra embarazada.

—Por eso te pedí que vinieras —dijo Vargas, contenedor—. Quiero ayudarte.

—¿Ayudarme? —Lo miró recelosa—. ¿Como ayudaste a Matías?

—Matías era mi amigo, Alide.

—Pero le diste la espalda cuando quiso publicar la historia de este hijo de puta.

Intenté salvarlo de sí mismo, Alide —dijo el redactor, y se removió incómodo en su asiento.

Alide se esforzaba en contener la ira:

—¿Ah, sí? Según recuerdo, Matías te dijo que le daría el material a algún diario por fuera de la nómina del gobierno. ¿Podés decirme qué pasó? ¿Acaso se enteró el santurrón? —Agachó la cabeza, y cuando la levantó le clavó la mirada a Vargas—: ¿O alguien se lo confesó de rodillas?

El hombre hizo un elocuente gesto de asimilar la furia sarcástica de Alide:

—Sé que pensás que fui yo, pero no. Matías decía que iría al obispado si fuera necesario, y solo Dios sabe si lo hizo. O quizá fue al mismo Giraudi y le enrostró sus actos. Vos lo conocías, como hombre religioso no digería la idea de que un sacerdote se aprovechara de unos huérfanos. Yo le rogué que mantuviera la boca cerrada.

—Y cuando se la cerraron tampoco hiciste nada.

—¿Qué esperabas que hiciera? —Vargas se levantó de la silla y empezó a caminar por la sala, señalando las instalaciones como si se tratara de un guía turístico—. ¿Sabés cuántas familias comen de esto? Ellos son los dueños de la verdad, y del aire que respirás también. ¿En qué mundo vivís, Alide?

—¿Quiénes son, Rafael? Decímelo.

—Quiénes van a ser... —Volvió a sentarse y procuró serenarse—. El cura es sólo un eslabón. Y tenés que cuidarte, para ellos sos solamente un insecto molesto que zumba en sus oídos.

Alide escuchaba atenta, con las piernas cruzadas y la cabeza gacha. Vargas siguió:

—Al rector del Cristo Rey le soltaste que harías pública la verdad, que tenías pruebas. ¿Miento? En los últimos días no perdiste oportunidad de gritar a los cuatro vientos que la muerte de Matías no fue accidental.

—De hecho, me porté muy civilizadamente con él.

—Se excusó Alide—. Podría haberlo tomado por la cadena del crucifijo que colgaba de su pescuezo, y haberlo apretado hasta que admitiera sus pecados.

—Si los desafiás así, sólo te queda un camino. Por eso quería hablarte personalmente. Si tenés pruebas, agarrá a tu nena y corré tan lejos y rápido como puedas.

¿Correr? ¿Adónde? No podría esconderse indefinidamente. ¿Con qué recursos? ¿Sin empleo ni dinero? El seguro de vida de Matías no duraría por siempre. Era virtualmente imposible salir del país sin que saltara su nombre, de seguro ya en una lista negra, si consultaran la base de datos de cualquier terminal; y poco les costaría plantarle alguna prueba que pudiera involucrarla en cualquier delito. Sería fácil librarse de ella.

Buscar asilo con la diplomacia no tenía sentido. Hacia fines de 2023, la expedición de visas había disminuido hasta llegar a cero. Lo llamaban “el éxodo de la nueva Venezuela”. Las vías terrestres para cruzar a países limítrofes eran controladas por Gendarmería Nacional, y quien no presentara la famosa tarjeta azul, el salvoconducto que se obtenía merced a la condescendencia hacia algún militante de primera línea, no tenía oportunidad alguna. Cruzar de Buenos Aires a Montevideo o a Colonia era cosa del pasado. Todas las embarcaciones eran requisadas por Prefectura, y las sospechosas, puestas bajo custodia.

Entonces se le ocurrió la idea: Si atravesar el Río de la Plata era cruzar un mar de dificultades, quizá debería surcar las aguas de un verdadero océano.

Alide y Carla cruzaron miradas por un instante, y apartaron los ojos antes de que se les llenaran de lágrimas. El abrazo fuerte y eterno sugería la posibilidad remota de que volvieran a verse.

—Dios las va a cuidar —le susurró Carla al oído. Alide se sentó al volante, miró una vez más a su amiga, y encendió el motor. Carla dio unos golpecitos al techo del Ford Fiesta, como ordenándole que arrancara de una vez. Alide aceleró, quería alejarse de la ciudad, de la sombra siniestra que la acechaba.

El escritor y traductor Eduardo
El escritor y traductor Eduardo Carlos Malerba es un investigador del diferendo por la soberanía de las Islas Malvinas y lleva dos años reuniendo material para una obra.

Más allá de las obligadas paradas para ocuparse de la beba y reponer combustible, tenía por delante los 1686 kilómetros hasta el puerto Punta de la Quilla, en Santa Cruz. Allí, la esperaba Fernando Rivas, hermano de Carla y dueño del Albatros, un pequeño pesquero de arrastre con que solía navegar entre el litoral continental y la zona de protección de los británicos alrededor de las Islas Malvinas. Si todo salía “bien”, tendría que acostumbrarse a llamarlas Falklands.

Por momentos le parecía descabellado, arriesgaría la vida de su hija para —justamente— salvarla. Pero sabía que no quedaba otra: los que mataron a Matías no descansarían hasta eliminar las pruebas. Y tanto Alide como Naomi eran sus portadoras.

Para complicar más las cosas, las noticias que llegaban de Buenos Aires atestiguaban que la comunidad judía sufría una clara persecución del Régimen.

Amanecía, y después de recorrer casi mil kilómetros, el cansancio se hacía sentir. Una luz roja parpadeando en mitad de la ruta la obligó a detenerse. Eran los “centinelas de la patria” como se autoproclamaba Gendarmería. Hacía bastante tiempo ya que los límites fronterizos les habían quedado chicos en su incansable ambición de ocupar el lugar de las Policías provinciales, que siempre habían detestado a los gendarmes. Se trataba de un híbrido, decían: ni policías ni militares, aunque bien armados, había que manejarse con cuidado: encender las luces interiores del auto, y dejar las manos quietas sobre el volante donde pudieran ser vistas sin dar lugar a malinterpretaciones.

Tranquila, pensó Alide, es sólo un control rutinario.

—Buenos días, oficial —dijo con su mejor cara.

—Documentos. —Exigió el hombre, y escudriñó el interior del auto hasta encontrar los ojos de Naomi—. ¿De dónde viene? —preguntó, después de hacerle una torpe mueca a la nena.

—De Bahía Blanca.

Otro uniformado con un arma larga permanecía impasible a un par de metros, y un tercero, apoyado sobre el capot de un jeep militar, asentaba datos en una planilla.

—¿A dónde se dirige?

—A Río Gallegos —mintió ella.

—Ajá —dijo el gendarme, y se acercó al escriba para constatar que anotara su nombre.

¿Para qué carajos querían esa información? Pero claro, ese tipo de interrogante sólo era viable en un verdadero estado de derecho.

Mientras el notario constataba sus datos por radio, el jefe del operativo le devolvió los documentos a Alide.

—¿Qué lleva atrás?

—Nada... Equipaje, nomás.

—¿Puedo verlo? —preguntó imperativamente.

—Sí... —Alide forzó la sonrisa mientras por el rabillo del ojo espiaba al operador de radio.

El gendarme encontró el libro de oraciones:

—¿Es judía, señora Rivkin?

—Tan judía como Jesús —respondió, y al instante deseó morderse la lengua.

—¡Todo en orden! —sentenció satisfecho el radio operador a espaldas de su jefe, que acariciaba un rosario de plástico, apenas visible entre las solapas de su guerrera.

—¡Shalom, señora Rivkin! —sonrió el hombre, y con un gesto enérgico le ordenó continuar con su camino.

—Gracias —dijo Alide, y notó cómo le temblaban las manos al poner el cambio. Se alejó oteando el retrovisor y a discreta velocidad.

***

¿Cuándo se habían acostumbrado a esto? El mítico vigilante de la esquina, aquel de quien tanto habían hablado alguna vez en Buenos Aires, ese servidor honesto y querible, hacía setenta años que se había extinguido. Lo había reemplazado una fuerza de ocupación armada, que lucía distintos uniformes y parecía estar en todos lados. Sin que mediara infracción alguna, se arrogaban el derecho de detener a las personas a su voluntad, y en cualquier lugar; les preguntaban qué hacían y dejaban de hacer, y luego de tomarse su tiempo llenando una planilla que, vaya a saber Dios, el fin que tendría, les permitían seguir con sus vidas.

Quién es Eduardo Carlos Malerba

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1958.

♦ Es escritor y traductor.

♦ Es un apasionado investigador del diferendo por la soberanía de las Islas Malvinas y lleva dos años reuniendo material para una obra.

Operación Índigo es su primera novela.

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