El escritor mexicano David Toscana (1961) ganó el V Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa por su novela El peso de vivir en la Tierra. “La novela ganadora ha creado un puñado de personajes inmensamente conmovedores, pero sobre todo, nos propone a sus lectores una profunda meditación de orgullosa estirpe cervantina sobre el poder de la imaginación en nuestras vidas”, dijo Soledad Álvarez, la presidenta del jurado que lo premió.
Por su parte, el autor recordó que “existieron casos de poetas rusos que fueron reprimidos, quienes buscaban resaltar la dignidad de los individuos que encontraba a través de la literatura”.
Así empieza:
Preludio
Cuando un compañero de trabajo le comentó a Nicolás que había muerto Jim Morrison, él mostró poco interés. «Hace cuatro meses murió Stravinski», le respondió. «¿Por qué entonces no me dijiste nada?» Aborrecía el empeño de la gente por ser los primeros en dar alguna noticia, sobre todo noticias puntuales: un resultado deportivo, un accidente, una muerte, muchas muertes. Apenas en esa semana le habían preguntado: «¿Supiste que tembló en Chile?» «¿Que aterrizó aquí en Monterrey el avión secuestrado de Braniff?» «¿Que nacieron nonillizos en Australia?» «¿Que asesinaron a veinticinco mexicanos en California?» «¿Que murió Armstrong?» Tras esta última noticia Nicolás preguntó si era el astronauta; pero no, se trataba de un trompetista. Nicolás hizo una apuesta consigo mismo y dijo: «¿Supiste que murió Iván Ílich?».
El compañero se quedó en silencio. Entonces le preguntó si sabía que habían asesinado a Fiódor Pávlovich Karamazov o que Ana Karenina se había suicidado, que Akaki Akakiévich había muerto febril y trastornado, que uno, detrás de otro, habían muerto alcohólicos, por suicidio, enfermedad o hastío todos los Golovliev, y para cuando preguntó si sabía que Yuri Zhivago había quedado tendido exánime a media calle, ya su compañero se había marchado. En verdad los últimos treinta días habían transcurrido entre muchas noticias de muerte. Comenzaron el diez de junio con los estudiantes masacrados por el gobierno, y ese diez de julio llegaba la noticia del cantante. Pero de entre los muertos por la guerra de Vietnam o por la epidemia de cólera, de entre los nonillizos que uno tras otro fueron dejando de respirar a lo largo de siete días y las hordas de seres humanos que necesariamente se van a la tumba por cualquier razón, Nicolás se interesó por tres muertes que ocurrieron en las lejanas tierras rusas, o más lejos aún, allá en el espacio exterior, y que los diarios venían reportando desde el primero de julio. «Misteriosamente murieron los cosmonautas rusos», decía el encabezado. Después de veintitrés días en la estación espacial Sályut, la nave que los trajo de regreso había aterrizado suavemente, suspendida de sus paracaídas, pero cuando los técnicos de la agencia espacial abrieron la compuerta, hallaron tres cuerpos sin vida. Ante el silencio soviético, el resto del mundo comenzó a barajar hipótesis. La más plausible era que luego de pasar tanto tiempo sin gravedad, sus corazones se habían detenido al sentir de nuevo el peso de vivir en la tierra; también se hablaba de un sobrecalentamiento al entrar en la atmósfera, de una descompresión que los habría reventado antes de que se asfixiaran, o bien de la inhalación de gases tóxicos.
En sus siguientes ediciones, la prensa continuó dando información. Los cuerpos habían sido trasladados a Moscú y serían sepultados en las murallas del Kremlin. Allá llegaron condolencias de todo el mundo, incluyendo las de Nixon, Paulo VI y el propio presidente Echeverría. A cada cosmonauta se le había declarado Héroe de la Unión Soviética.
Poco después del entierro, las autoridades soviéticas informaron al mundo que el deceso se había debido a una embolia causada por descompresión de la nave.
Esa tarde Nicolás ya no trabajó. Perdió la mente en escenas de su propia muerte.
Por la noche llegó a casa y encontró a su mujer parada en medio del salón, como si le hubiesen robado a su pareja de baile. Nicolás se acercó a la mesa. No se sentó. Se quedó mirando los papeles tachonados y una pila de tres libros. Un vaso vacío. Al fin se acercó a su mujer y la abrazó con fuerza. «Tú y yo vamos a morir como cosmonautas rusos», dijo.
Ella quiso zafarse del abrazo. «¿Asfixiados?», preguntó.
Él la soltó y negó con la cabeza. «Nuestros corazones», dijo, «no soportarán el peso de vivir en la tierra.»
Ella dirigió la mirada hacia la ventana. El rostro se le alumbró con los faros de un auto que pasaba.
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