Voy a hablar de un libro que leí y me deslumbró. Un libro más o menos corto —tiene 176 páginas— que escribió la francesa Delphine de Vigan animándose con un tema “piantavotos”: la vejez. Pero mostrando mucho más que eso: mostrando cuánto nos ayuda y nos conforta agradecer, por un lado. Y un extraordinario trabajo con un lenguaje que se deshace, por otro.
Ya te cuento.
En castellano, la novela se llama Las gratitudes y la editó Anagrama. Como suele ocurrir con la obra de De Vigan hay mucho de autobiográfico aquí.
La historia empieza con una mujer grande que se siente incómoda en su casa: tiene miedo. Se le pierden cosas, dice, de manera imprecisa. “Cosas”. Se lo dice a Marie, una joven que parece su hija pero sabemos desde el principio que no es su hija.
Ha tenido una vida intensa: fue fotógrafa, fue correctora de textos. Pero ahora es una anciana en su casa y un día no consigue levantarse del sillón. No es claro qué pasa, no puede.
“Pero a partir de aquel día Michka ya no pudo seguir viviendo sola”.
Hay que buscar un geriátrico, enfrentarse a las “pruebas de admisión”, convertirse en un número de habitación, resignarse a que nunca más volverá a elegir qué va a comer, a cocinarse, a tener una casa con una puerta que nadie pueda abrir.
Pero eso no es lo peor. Lo peor es que se le van perdiendo las palabras. Quiere decir una cosa y dice otra ligeramente parecida. Sus interlocutores —y nosotros, sus lectores— entendemos, podemos reponer. Pero ella —que trabajó siempre con palabras— acusa el golpe de la discapacidad que crece.
Por ejemplo:
“¿Estás segura de que no me harán pasar una prueba de… admonición?, ¿que no tendré que hablar con flaqueza… para que me acepten?”.
Sí, claro. Una prueba de admisión. Hablar con franqueza. Pero también… ¿no hay algo de “admonición” en esa prueba? ¿No habrá flaqueza en esa franqueza?
El cuento es que Michka entra al geriátrico, donde tendrá una habitación para ella sola (y donde podrá esconder una botella de whisky, como símbolo de libertad). Allí la va a atender Jérôme, el “logopeda”, un treintañero que trabaja justamente con problemas de lenguaje. Michka tiene afasia, explican en el libro. Y yo diría que tiene, en realidad, un tipo de afasia, o un aspecto de la afasia que se llama “anartria” y que tiene que ver con la emisión pero no tanto con la comprensión. Michka entiende bien el lenguaje pero no puede hallar la palabra que busca.
Con Jérôme el vínculo se irá estrechando. Porque ella, además de paciente, es quien es. Y nadie está libre de dolor en este mundo; el joven carga lo suyo y ella le pondrá la oreja con atención y con insistencia.
Así, en ese lenguaje que cada vez se va poniendo más extraño y más privado, sabremos que Jérôme está distanciado de su padre, que Marie era la hija de una vecina que bueno, desaparecía por días y días, que la nena se quedaba con Michka y que creció con ella.
A Michka la atormenta la falta de palabras pero también un agujero en el pasado: tiene que agradecerle a una pareja que la cuidó de niña cuando sus padres tuvieron que huir. Sabemos que se jugaron la vida al hacerlo. ¿Por qué? Bueno, Michka nació en 1935, tiempos difíciles para Europa. Tenía 4 años cuando empezó la Guerra, 5 cuando los nazis ocuparon Francia. Esa pareja que la acogió, ¿dónde está? Michka no se puede morir tranquila.
Detrás de Las gratitudes hay una historia real: De Vigan puso en Mickha a su tía Monique, que la cuidó cuando su familia fallaba. Monique murió en un geriátrico a los 99 años: Delphine tuvo oportunidad de cuidar a su cuidadora.
Es extraordinario el trabajo con el lenguaje en Las gratitudes. Extraordinario cómo se va deshaciendo y sin embargo se las arregla para comunicar e, incluso, para comunicar algo más, para decir en esa palabra tullida algo de lo que la certera no podía dar cuenta.
También es notable, por tanto, lo que hace el traductor del libro, Pablo Martín Sánchez, que logra ese efecto, ese juego, con otras palabras. En este caso, la escritora hizo una “guía de traducción”, para que quienes se tenían que ocupar de eso conocieran sus intenciones. Nunca, ni cuando está peor es un disparate lo que dice Michka.
Tomate un rato, te va a conmover, te va a dar felicidad.
Mis subrayados
1. —Eso es, tendrías que decírselo.
—¿Decirle el qué?
—Todo. Todo lo que luego te amortaja… lo que te atormenta cuando la gente desaparece, fiuuu…, cuando menos te lo esperas. Pasa a menudo, ¿sabes? No hay que guardarse las cosas dentro. Provocan peladillas… pesadillas, ya me entiendes”.
2. —¿Sabes? Yo no quería tener hijos. Por nada del mundo. Ni familia, ni hijos. Nada de nada. Si no hubieseis vivido en el piso de arriba, me habría quedado tan pancha. No era más que una bacina… una vecina, tranquilita en su roscón. La primera vez que viniste, no sé si te acuerdas, llevabas no sé cuánto tiempo sola en casa, uno o dos días, no quisiste decírmelo, esa vez yo también me pegué un buen gusto. Comiste y te fuiste. Me pasé la noche en veda. Luego volviste por segunda vez, con esos ojos, con esos ojazos tuyos que me empeoraban, y te abrí las puertas de mi casa. A partir de entonces volviste una y otra vez, y cada vez que venías yo te recogía, pasabas tardes enteras, y acabé comprando rotuladores, y papeles de colores, y tijeras, y los almirantes del zoo, no sé si te acuerdas, las cebritas de plástico eran tus favoritas, y la plastilina, y luego los polos de Cola-Loca, que metíamos en el c… consolador. Venías todas las noches, o casi todas. Te lo cuento tal como fue: una cría llamando una y otra vez al mimbre de mi casa. Cuando la cosa empezó a descontrolarse, cuando empezó a salir de madre, te quedabas a dormir, y luego pasó lo que pasó, pero, bueno, ya está bien. Eso no es lo importante, no sé por qué me empeño en mezclar paparruchas con berlinas…, perdóname. Eres tú la que tienes que decidirlo. Tú sabrás lo que haces. Pero déjame decirte una cosa más antes de que tomes una solución: eso es lo que cuenta, lo que cuenta al fin y al cabo.
—¿A qué te refieres?
—A que por primera avidez empecé a esmerarme en alguien, quiero decir alguien que no fuera yo. Eso lo cambia todo, Marie. Tener miedo por otro, otro que no seas tú. No sabes la suerte que tienes”.
3. —Debería estar prohibido envejecer. Pero, bueno, ya que estás aquí, aprovecho para decirte algo: me gustaría que me abreviaran.
—¿Cómo?
—Para mi falaral. Una abreviación…, unos canapés y se acabó. Como la señora Crespin, parece que estuvo muy bien la cosa.
—¿Quieres decir una incineración?
—Eso es. Pero que sean de sermón los canapés, no de paté.
—¿De salmón? Bueno, vale, me lo apunto, pero no corre prisa, supongo, no es algo inminente”.
4. —Perdóname, Michka, pero me cuesta un poco seguirte. ¿Me estás hablando de tus padres?
—No. Mis padres… están… evaporados.
—¿Incinerados?
—Peor”.
5. Envejecer es aprender a perder.
Asumir, todas o casi todas las semanas, un nuevo déficit, una nueva degradación, un nuevo deterioro. Así es como yo lo veo”.
6. —Gracias, gracias de merdad”.
Por favor, contame cómo te va con este libro si te decidís a encararlo. Te leo en pkolesnicov@infobae.com
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