Leonardo Favio, el director que cambió el cine argentino pero “no está en las remeras de las nuevas generaciones”

En “Favio vigente”, la escritora y periodista Florencia Halfon Laksman reconstruye la vida y la obra del célebre director, cantautor y militante argentino, responsable de algunas de las películas más taquilleras del cine local.

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"Favio vigente", de Florencia Halfon
"Favio vigente", de Florencia Halfon Laksman, acerca la vida y obra de uno de los directores fundamentales de Argentina a las nuevas generaciones.

“¿Por qué Leonardo Favio no está en las remeras de las nuevas generaciones como lo está Maradona?”, se pregunta la escritora y periodista Florencia Halfon Laksman al comienzo de su nuevo libro, Favio vigente, en el que busca reconstruir la historia del célebre director, cantautor, actor y militante político argentino tanto para “contarles a quienes son más jóvenes lo popular que fue su obra sino también para refrescarles a sus contemporáneos esa historia que tal vez dejaron atrás”.

“Si se piensa en ‘lo popular’ como aquello que vende, eso que el mercado considera exitoso, pondríamos tilde en los discos que Favio vendió a lo largo de su carrera y también al costado de algunas de sus películas, que se cuentan entre las más taquilleras de la historia del cine local. A eso podríamos agregarle que toda su filmografía se estudia como hito en los institutos de artes visuales porque modificó el lenguaje para relatar la marginalidad y la lucha de clases desde una ternura muy propia, y usó la técnica de un modo hasta entonces inédito, con bajos recursos”, escribe la autora en el prólogo.

Pero además de su éxito como cineasta, Favio batió récords como cantautor romántico en todo el continente, con un repertorio que impregnó a varias generaciones. Y fue, además, un ferviente peronista durante toda su vida: conoció a Perón y fue parte de la comitiva que lo trajo de regreso a la Argentina tras los años de exilio.

Cita Halfon Laksman al hermano mayor de Favio: “Personas particulares hay muy pocas. Una de ellas era él. Che Guevaras no nacen todos los días. Y él tiene las mismas dimensiones que Maradona y el Che. No es porque sea mi hermano. ¿Sabe en qué son iguales? En el principio que los motivó, que reside en la sencillez de la existencia, allá en los pueblos. Y nunca quieren perder eso porque saben que ahí está la verdadera madre. Así son las personas como el Che, como Maradona, o como mi hermano: pura esencia”.

Así empieza “Favio vigente”

Portada de "Favio vigente" de
Portada de "Favio vigente" de Florencia Halfon Laksman, editado por Futurock.

Vida de nómades

Los hermanos se habían puesto de acuerdo: en la visita semanal que la mamá les haría al orfanato, no iban a revelarle los maltratos que veían y padecían todos los días ahí internados. Fue idea del mayor, de unos doce años, y el de nueve obedeció, como siempre, arrastrado por la admiración y la lealtad.

Como madre soltera, Manuela había decidido dejar a los hijos en el Hogar El Alba por un tiempo porque no llegaba a pagarles los estudios y así podía trabajar y avanzar en su carrera. No quería abandonar la prosa que recitaban sus manos al guionar radioteatros y soñaba con dejar de escribir para los shows mendocinos y pasar a los éxitos porteños. Años más tarde, cuando esos nenes que no superaron el tercer grado lleguen a adultos, los dos repetirán como broma que tienen errores de ortografía hasta para hablar por ser casi analfabetos, pero en la práctica ninguno equivocará siquiera una tilde. Lo concreto es que en esa casa familiar había palabra. Y tenía peso.

Al primogénito lo llamaron Jorge Zuhair Jury Olivera, pero le decían “Negrito”. Nació el 17 de abril de 1935 en Luján de Cuyo, Mendoza. Pronto llegó Fuad Jorge Jury Olivera, “el Chiquito”, el 28 de mayo de 1938. Los dos llevaban el “Jorge” paterno acompañado primero de su apellido, Jury, y luego el de Manuela, Olivera.

Jorge Jury Atrach había emigrado de Siria a Tupungato a los dieciséis años porque en esa localidad mendocina tenía un hermano. Los amigos lo apodaron “el Turco”. Cuando conoció a Manuela, tenía veinte años y ella, diecisiete. Jorge ya era adicto al juego, sobre todo a los burros. El matrimonio duró apenas un par años y el Turco se las tomó. La mujer a la que dejó con dos hijos avanzaba con esfuerzo en el oficio de intérprete y escritora e impulsaba lo mismo, o más, en su descendencia. Al ver que iba ganando terreno escénico, dejó de ser Manuela del Carmen Olivera Garcés para convertirse en Laura Favio, apellido que le parecía más pertinente porque creía que había una impronta masculina en su escritura, aunque no era ni más ni menos que transgresión. Ese fue el apellido que le trasladó a Fuad cuando él se convirtió en actor, con el nombre de pila de Da Vinci. Así nació, con y sin comillas, Leonardo Favio.

El menor de los hermanos recordaba a papá Jorge como tierno y un poco vago:

Era muy atorrante. Murió de una úlcera perforada. Lo operaron, sintió sed, se tomó el agua de un florero, y adiós. Lo velaron putas y ladrones, sus amigos. Prácticamente, no lo conocí. Pero sé que lo querían mucho (…). Me contaron que el único pariente en el entierro fue mi abuelo. Hasta dijo un discurso: “Fue un sinvergüenza, pero lindo y bueno” (…). Un día, ya grande, fui a buscar su tumba en el cementerio de Las Heras. Pregunté por Jorge Jury Atrach. Un cuidador me 21 dijo: “No, m´hijo. Después de cinco años van al foso común, olvidate”.

El Turco murió a los treinta y tres años pero hacía como diez que no se veía con los hijos: “Papá nunca fue mío, o mejor dicho, sí: era Papá, mi padre. Pero era como ser propietario de un lotecito en la Luna. Realmente míos, de Papá tengo tres besos. Si hubo más, no los recuerdo”.

Halfon Laksman es escritora, periodista
Halfon Laksman es escritora, periodista y autora de "Favio vigente" y "¿La corrupción mata?".

De pueblo

Cuando nació Fuad Jorge, la familia vivía en Mendoza, en Las Catitas, una zona a la que hoy se llega en auto en poco más de una hora desde la ciudad capital. Los lugareños gustan de bromear con que “vamos a Lasca”, que suena como ir a uno de los estados norteamericanos, pero –por suerte– nada que ver.

La catita, en singular, es un ave parecida a la cotorra que trepa los troncos de los árboles y pía, canta o grita, a su propio gusto, sobre todo cuando sale el sol. Es el sonido matinal del pueblo que lleva su nombre, entre el calor espeso de primavera y verano, la impertinencia habitual de los mosquitos y árboles añejos en todos los paseos, que colorean la típica acequia mendocina.

Las Catitas responde a la estricta definición de un pueblo –es decir, un lugar de poca población dentro de un territorio pequeño–, pero obedece más a lo que surge de la fantasía o la memoria cuando se piensa en el poblado de una provincia argentina.

En un desvío de la ruta 7, hay un paso nacional que une la cordillera mendocina con la capital. Se llama “Presidente Alfonsín” y es el corto acceso al distrito desde el centro de la provincia cuyana. Una curva que da espacio a un Monumento a la Bandera convierte a esa calle en Emilio Civit, nombrada en honor al gobernador de la provincia en la primera mitad del siglo XX. Recién pasadas tres cuadras del ingreso, aparece la insignia que desde 2014 distingue a este poblado: una escultura de Leonardo Favio. La estatua a escala real hecha por el artista plástico David Jiménez muestra un Favio director, megáfono en mano, y marca el inicio de la avenida Eulalia Calderón, una espía que José de San Martín había reclutado en la zona para hacer inteligencia previa al Cruce de Los Andes. Es en esa misma calle donde Favio vivió durante la adultez, en uno de los regresos al barrio natal. La casa sigue en su lugar, a diferencia de la que habitó al nacer, que es un terreno baldío con planes de inicio de obra.

El pueblo es uno de los seis distritos del departamento de Santa Rosa, que comprende poco más del cinco por ciento de la superficie de la provincia y está a noventa kilómetros del centro de la capital. Los catiteros saludan con dos besos. El censo de 2013 decía que en Las Catitas había menos de seis mil habitantes, apenas un poco menos de los que tenía todo el departamento en el censo de 1947, el primero en la vida de Favio, el cuarto de la historia argentina. Sigue siendo el distrito más poblado de Santa Rosa, pero supo ser lo todavía más cuando el tren pasaba por ahí, hasta que cerraron los ramales que paraban y tantos otros, durante la presidencia de Carlos Menem.

Una de las principales fuentes de trabajo del pueblo es la fábrica de conservas de tomate, aunque también hay actividad ganadera. Cuando Favio era chico, las calles no estaban asfaltadas como ahora, ni había tres escuelas ni tres plazas. Lo que sí persiste es el bar del Chiquito Panza, al fondo de la calle Guiñazú, sobre la Civit, que comparte cuadra con la pollería y la verdulería.

Hasta los cinco años, Fuad vivió entre Las Catitas y la ciudad, con Zuhair, la madre y un padre intermitente. Primero, en el caserón de los abuelos en el Callejón Ortiz, sexta sección de la capital mendocina, a tres kilómetros del centro.

Escultura de Leonardo Favio realizada
Escultura de Leonardo Favio realizada poer Eric Dawidson, que busca sintetizar la relación que el realizador tuvo con el cine y la música. (Raúl Ferrari-Télam)

Parca, inteligente, comunista y de lindo cantar era como definía Favio a la abuela Pilar. Se casó enamorada de Ibrahim Olivera Riquelme, un hombre cuya familia había llegado desde Chile con sangre “más india que española”. Él, peronista, era bien distinto a Pilar. Se mostraba afectuoso, hablaba mucho y disfrutaba de jugar con sus nietos y sentarlos en sus rodillas. Leonardo lo amaba, quizás más que a cualquier otro miembro de la familia, y recordaba que se iba a dormir tarde porque antes se colgaba mirando las estrellas: “¡Qué pedazo de estrellas, che! ¡Qué pedazo de estrellas!”.

Pilar e Ibrahim fueron padres de cinco: Andrea, Nair, José Bibiano, Elcira y Manuela, la mamá de los niños Jury. En el caserón de Ortiz, la mayoría eran mujeres. Entre esas polleras se criaron los dos primeros hijos de Manuela.

Mis tías, mi madre, mi abuelita. Nunca paraban de hablar ni de reír. Yo era muy pequeñito y me quedaba extasiado viendo a mis tías y a mi madre parlotear al unísono sobre distintos temas y reírse. Siempre se reían (…). No había tiempo para mí entre mis tías. En su vértigo, no me notaban. Me acuerdo de mí siempre como mirando el ir y venir, el revoloteo y la risa de mis tías. Claro, era la ciudad. Mi abuelita Pilar una vez me llevó al centro de la ciudad a ver pasar tranvías. Y una vez me llevó a un corso, pero no vi nada. Había tanta gente, y yo no pasaba de las rodillas de esa multitud (…) así que solo veía un mar de pantalones y polleras que llegaban, giraban, iban y venían entre pitos y griterío. Nada más. Y como yo era tan tímido, no le decía nada a mi abuelita, que me iba arrastrando entre el gentío. No le decía que yo no veía nada, que solo oía esa fiesta que era para ver. Digamos, algo así como Borges en la biblioteca, ¿no?

Las tías risueñas y dicharacheras se fueron casando y Manuela se fue con el Negrito a probar suerte a Buenos Aires. Así llegó Fuad Jorge a Luján de Cuyo, donde lo cuidaría otra parte de la familia, a cien kilómetros de su vida natal y veinte minutos de la capital provincial. Compartía pieza con las rezadoras de la casa: la tía abuela Berta y la bisabuela Genoveva, mamá de Berta y de Ibrahim. En la otra habitación, Arturo, hijo de Berta. Hasta los ocho años, el niño Fuad durmió en la cama con la tía. Estaba chocho de vivir en esa calle, la de La Costa, la que marcaba el límite del pueblo. A veinte cuadras, el agua, una de sus primeras pasiones. Nadar desnudo con los amigos en el río Mendoza –de adolescente, porque de nene lo sobreprotegían– era algo que más tarde le inspiraría canciones y le haría brotar recuerdos hasta el final. La casa también dejó marcas:

Allí me esperaba el misterio: la huerta de flores y frutales de la tía Berta y la abuelita Genoveva, las estampitas, las acequias, el fresquito, el oír a cada instante la palabra Dios, el recato por el qué dirán. Todo manso, sin vértigo. El hablar bajito (…). Eran oscuritos, criollos, aindiados. Y no la querían a la abuelita de la ciudad, a la abuela Pilar, la española. Lógico. Esa goda les había robado al muchacho. Ellas consideraban que prácticamente había sido obra de gualicho lo que esa goda había hecho con mi abuelo.

En la pieza compartida, llena de velas para rezarles a los santos, la tía Berta dejaba bizcochitos para que el chico se mantuviera entretenido durante los rezos adultos, incluso en las temporadas de bolsillos secos, como cuando al abuelo Ibrahim lo despidieron del trabajo y se puso a estudiar para procurador judicial. Fue en Luján de Cuyo que Fuad tuvo escarlatina y las mujeres de la casa sospechaban que era por no haberlo bautizado. “Pobrecito, es moro”, decían cuando levan taba tanta temperatura. Apenas recuperado, lo llevaron derechito al bautismo.

Cincuenta años después, en un show en el Gran Rex, Favio confesaría ante el público: “Nunca fui más rico que cuando era dueño de todo mi tiempo en Luján de Cuyo. En mi niñez fui millonario porque ¿quién es más rico que alguien que no necesita nada? Uno queda aprisionado de deseos que vaya a saber si tienen importancia. Éramos muy felices en general. No tuve una sola Navidad sin juguete. Juguetes que llegaban de un camión de la municipalidad. Nunca fui más feliz que en mi niñez. En mis horas de insomnio, recurro al niño que fui”.

Quién fue Leonardo Favio

♦ Nació en Mendoza, Argentina, en 1938, y falleció en Buenos Aires en 2012.

♦ Fue director de cine, cantautor, productor cinematográfico, guionista, actor y militante político.

♦ Es considerado un director de culto y uno de los más brillantes cineastas argentinos. Sus películas Crónica de un niño solo (1965) y El romance del Aniceto y la Francisca (1967) suelen ser evaluadas entre las mejores de la historia del cine local.

Quién es Florencia Halfon Laksman

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1982.

♦ Es escritora y periodista.

♦ Escribió Favio vigente y ¿La corrupción mata?

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