“Hay que verla. Es El Rey Lear y Los Murdoch”. Ese fue mi discurso a los amigos que no estaban seguros sobre Succession en su primera temporada, y lo lancé al mundo sabiendo lo poco original que era, porque “Lear” parecía estar en la base de la serie. Un magnate de los medios de comunicación llamado Logan Roy (rey en francés) sufría un derrame cerebral. Sus hijos, en teoría adultos, se disputaban quién heredaría su imperio. El propio título nos hacía esperar que uno de ellos lo lograría.
El hijo mayor, Connor, nunca entró en escena: parecía una amalgama de lo peor de Mike Bloomberg y Steve Forbes. Eso dejaba al segundo hijo, Kendall, con su matrimonio destrozado, su ego frágil y sus persistentes problemas con las drogas. Al tercero, Roman, un demonio malhablado sin brújula moral ni límites. Y a la única hija, Siobhan, que se consideraba con razón el cerebro de una familia que no daba mucha importancia a las mujeres ni a sus cerebros.
Las líneas de batalla estaban trazadas. Pero entonces Logan se recuperó y, lejos de pasarle las llaves de su reino, obligó a sus hijos a demostrar que eran dignos de ellas. Fue como si Lear se detuviera en mitad del Acto I, Escena 1, y dijera: “Santo cielo, ¿en qué estaba pensando?”, y luego incitara a sus tres herederos a entablar negociaciones secundarias que nunca llegaban a resolverse y que les dejaban cuestionándose quiénes eran. Para este Lear, no había furia contra una tempestad en un brezal. Él era la tempestad.
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Y así, una serie que parecía seguir un arco literario empezó a vagar por muchos otros. De hecho, con cada nueva temporada de Succession, que concluye su glorioso ciclo el domingo, queda más claro que ninguna llave maestra literaria desvelará todos sus significados. La serie lleva sus influencias no como grilletes, sino como capas.
Aun así, ¿no nos dan una estrella dorada por intentarlo? Ahora me guardo un pensamiento triste para los clasicistas que aprovecharon cada alusión antigua -Rhea, Tácito, Coriolano- para construir sus castillos de nubes de teoría. Seguramente, Logan debía ser Cronos, rey de los Titanes, que se tragaba entero a cada uno de sus hijos al nacer, o bien era Cíclope. A Kendall le llamaron en un episodio “Edipo Roy”, pero quizá encajaba mejor con Roman, cuyos sentimientos por Gerri, la consejera general decididamente maternal, se extendían a enviarle fotos de su pene.
La serie, en efecto, nos dio una madriguera de conejo tras otra y dijo: “Sumérgete”. ¿Acaso el apellido tolkienesco del ahora marido de Shiv, Tom Wambsgans, sugería que tenía el Anillo Único para Gobernarlos a Todos? ¿Quería el primo Greg evocar a la prima Bette de Balzac, una pariente pobre que jura venganza contra una familia más rica?
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¿O íbamos a tomar nuestros carnet de biblioteca y hacer eso que Logan siempre sugería a la gente? Los nombres no son el destino, después de todo. Shiv, es cierto, tiene sus aristas afiladas, y su paliza en el balcón con Tom ostentaba todo el deporte de sangre marital que asociamos con Edward Albee y August Strindberg. Sin embargo, su incapacidad para comprometerse con un solo hombre o una sola causa tenía algo de Hamlet, mientras que su disgusto por el patriarcado de Roy recordaba a la reina destituida de El león en invierno, que saluda a sus intrigantes hijos diciendo: “Vaya, qué trinidad tan codiciosa son: rey, rey, rey”.
Al final, sin embargo, quizá el legado literario más perdurable de la serie sea el que más rápido nos tomamos a risa: su asombroso arte de la invectiva.
El insulto como poesía
Cualquiera puede insultar a cualquiera, pero hace falta cierto tipo de genio para convertir el insulto en poesía, y en ningún lugar se ha cultivado mejor ese genio que en Gran Bretaña, un linaje que incluye al difunto Martin Amis sobre Don Quijote (“una visita indefinida de tu pariente mayor más imposible”), a Virginia Woolf sobre E. M. Forster (“flácido y húmedo y más suave que el aliento de una vaca”), Evelyn Waugh sobre su hijo de 6 años (“Lo he probado borracho y lo he probado sobrio”) y ese maestro de todos los registros que es Shakespeare (“Deseo que seamos mejores extraños”).
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No es de extrañar que el creador y muchos de los guionistas de Succession sean británicos. Pero lo que da a su trabajo un sabor especial es la destreza con la que aprovechan tanto la obscenidad anglosajona como el lenguaje americano para crear un insulto que fusiona las dos culturas. Logan a su director financiero: “Karl, si tienes las manos limpias es sólo porque en tu puticlub también te hacen la manicura”. Shiv, oliendo la fragancia de su hermano pequeño: “Oh, ¿qué es eso? Date Rape de Calvin Klein”. El hermano desafecto de Logan, al enterarse de que habrá una Escuela de Periodismo Logan Roy: “¿Qué será lo siguiente? ¿La Clínica de Salud de la Mujer de Jack el Destripador?”.
Una queja común de los espectadores contra los Roy y su séquito es que son todos tan horribles, y quizá su única gracia salvadora sea que se enorgullecen de anatomizar lo horribles que son los demás. La literatura nos ha legado un gran número de pícaros divertidos y nos ha facilitado el disfrute oponiéndolos a alguna figura valiente que aboga, aunque sea ineficazmente, por la bondad.
Las zorritas, de Lillian Hellman, presenta a una capitalista asesina tan deliciosa que las actrices hacen cola para representarla. Pero el moralismo obstinado de Hellman insiste en compensarla con gente “buena” -un marido débil, una hija de corazón puro- que, no por casualidad, son los personajes menos interesantes de la obra porque existen únicamente para equilibrar su balanza.
Succession desprecia esa contabilidad. “La vida no es bonita”, declara Kendall, “es contingente”. Y esa contingencia es lo que, en última instancia, obliga a todos los personajes del espectáculo a convertirse (Lear de nuevo) en “la cosa misma”. ¿Qué puede hacer la decencia sino acobardarse? El arco más revelador de la serie pertenece a Willa, una antigua trabajadora del sexo con sueños, pronto frustrados, de convertirse en una dramaturga como Hellman. En la temporada anterior, lloró amargamente cuando Connor le propuso matrimonio; un año después, estaba planeando felizmente una nueva vida como esposa de un embajador.
Succession trata de lo que es vivir en un mundo sin sentimentalismos ni piedad ni seguridades. El mundo que hicimos, Cronos nos ayude a todos.
* Louis Bayard es autor de “The Pale Blue Eye” y “Jackie & Me”.
Fuente: The Washington Post
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