La noche del 23 de febrero de 1981 la democracia en España estuvo a punto de desaparecer por completo; en medio de semejante coyuntura histórica una mujer trans en Andalucía entra en pánico ante la posibilidad de perder las libertades por las que tanto ella y los suyos han luchado y sufrido.
La Madelón, así la llaman, solidaria, dicharachera, tierna y lúcida, esa vez llegó a pensar que si triunfaba el asalto al Congreso, su vida se vendría abajo.
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Escucha la radio, como tantos millones de españoles en esa histórica noche, y recuerda sus años de infancia, su amistad con Pedro, que ahora es Begun, su amiga del alma, y a toda esa gente a la que ha conocido con el tiempo.
Antes, la Madelón era Manuel, pero de eso ya pasó mucho. Ahora, intenta ser feliz con lo que ha conseguido, pero teme que el golpe al gobierno le pase por encima. Solo piensa en eso. Vive preocupada. “Qué sobresalto, por Dios. El Paco se fue a su casa en taxi, que cuesta un dineral, hasta el pueblo de Vallecas, y yo me vine a la mía, a encerrarme con siete llaves, nerviosísima, que hacía siglos que no me sentía tan descontrolada, ni siquiera por un hombre”, dice.
Al interior de las páginas de Una mala noche la tiene cualquiera, se narran sus peripecias de aquella noche, sus ocurrencias, sus recuerdos de otros tiempos.
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La novela vio la luz originalmente en 1994 y 28 años después regresa a los lectores de la mano del grupo Planeta, que ha decidido reeditar la obra del escritor Eduardo Mendicutti, en su sello Tusquets, y darle así un segundo aire a esta historia de la Madelón.
La estructura narrativa planteada por el autor es más que interesante. Cada pasaje va siguiendo la pauta de los programas en la radio y la televisión de la época. A medida que una situación se da, casi que de inmediato su contexto queda trazado, pero no tanto sobre lo que ocurre al interior de la Cámara de Diputados, sino con lo que les sucede a quienes ven desde afuera y temen por sus libertades.
Para la Madelón, la democracia es su posibilidad de ser, de sentir, de vivir según sí misma. Si esta se desmorona, entonces no le quedará nada, volverá al encierro, a la incomprensión y el miedo a la persecución será su verdugo.
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Esta no es una novela de denuncia, pero sí de exposición de lo que significaba vivir y sentir como una mujer que había nacido en el cuerpo de un hombre. Una mala noche la tiene cualquiera es el relato de toda una generación en un momento histórico para España, en las últimas décadas del siglo XX. Una oda a la libertad del ser y una de las piezas más exquisitas de la literatura española en los últimos años.
Eduardo Mendicutti
- Nació en Sanlúcar de Barrameda, España, el 24 de marzo de 1948.
- Autor de títulos como Que vuelvas hoy, Duelo en Marylin City, Mae West y yo, Los novios búlgaros y Otra vida para vivirla contigo, entre otros.
- En 2017 recibió el Premio Pluma Literaria «por su trayectoria y su compromiso de visibilidad personal y profesional de la diversidad de las personas LGTB».
- El palomo cojo y Los novios búlgaros, dos de sus obras, han sido llevadas al cine por Jaime de Armiñán y Eloy de la Iglesia respectivamente.
- En su haber tiene registrados más de una quincena de libros publicados.
Así empieza “Una mala noche la tiene cualquiera”
Qué sobresalto, por Dios. El Paco se fue a su casa en taxi, que cuesta un dineral, hasta el pueblo de Vallecas, y yo me vine a la mía, a encerrarme con siete llaves, nerviosísima, que hacía siglos que no me sentía tan descontrolada, ni siquiera por un hombre. En seguida puse el loro, o sea Radio Nacional, pero allí sólo daban música de zarzuela; bueno, para mí que era zarzuela. Me quedé quieta, en cuclillas, pegadita al transistor, a ver si decían algo, si daban el parte. Claro que cuando yo llegué a casa y puse el transistor eran sólo menos diez — las ocho menos diez — , me acuerdo divinamente, y hay que ver cómo son siempre de puntuales esas mujeres de Radio Nacional; una cosa mala, puntuales hasta morir. Qué coraje. Allí estaba yo, con el corazón en un puño, arrugadita como un perrillo enfermo, lo mismo que la Bautista en Locura de amor junto al ataúd de su hombre — que menudo pendón tenía que ser el gachó, todo hay que decirlo — y las de Radio Nacional impertérritas, oye, hay que ser sangregordas. Y a mí es que iba a darme algo: un ataque, un soponcio, una alferecía. Malísima me estaba poniendo. Una descomposición de cuerpo estaba entrándome que no la puedo ni explicar. En cinco minutos que faltaban para las ocho a lo mejor me daba tiempo a prepararme algo. No quería perderme del parte ni media palabra. Claro que yo necesitaba algo urgentemente: una tila, un Valium, lo que fuera. Un tío. La verdad es que a mí lo que me arregla el cuerpo es un tío, y hasta creo que lo dije en voz alta. Qué espanto. Menos mal que no me escuchaba nadie.
Qué número, por Dios: hala, a tiro limpio, todas al suelo, se acabó lo que se daba, guapos. Qué cosa más ordinaria. ¿Qué nos iba a pasar ahora? Ahí pudo servidora comprobar que nada hay más malo que no saber, qué angustia. Y dieron las ocho y las de Radio Nacional como si nada, mudas; igual habían caído todas muertas. Eso sí, yo de Radio Nacional no me cambiaba ni loca. Algo tendrían que decir. Lo mío por Radio Nacional ha sido siempre una devoción, desde que era chica. Bueno, desde que era chico, que con esto de mi juventud me hago un lío horroroso. Nunca sé por dónde tirar. A veces lo pienso, y es como si no fuera conmigo: La Madelón no tuvo juventud, nació con la verde. Ahora a la cartilla militar le llaman la blanca, porque es blanca — por lo menos la de los paracaidistas — , pero antes, en mis tiempos, le llamábamos la verde, porque era verde. Si es que una cuando se pone a explicarse es una eminencia. Ya me lo decía mi madre, que en gloria esté, la pobre: «Manolito, tú como Pemán». Y es que a mí de chavea, aparte de disfrazarme de la Rivelles en La leona de Castilla y de Lola Flores en La Marquesa de Benamejí, me daba por escribir y me salían unos versitos preciosos. Luego lo dejé porque siempre me salían los mismos, para qué voy a decir otra cosa. Lo que no dejé fue aquel empeño de ser artista, que para eso estaba La Mediopolvo — una de mi pueblo — que viajaba a Madrid una barbaridad y siempre me contaba cómo era de maravilloso en la capital el mundo del teatro. Así que nada más terminar la «mili» me vine a Madrid, que allí en mi pueblo uno no podía realizarse ni nada — un pueblo grande, precioso, que se estudia en la escuela porque allí desemboca el Guadalquivir — y como a los cinco meses, aquí en Madrid, nació La Madelón. Al comienzo, de tapadillo. Servidora y La Begum — que por entonces todavía quería llamarse Fátima, porque sonaba medio moro y medio cristiano y le daba menos apuro, que eso de La Begum queda mono y tiene la mar de empaque, pero resulta un poquito exagerado, la verdad — nos pasábamos horas pintándonos como un coche, a escondidas, en el cuarto de la fonda, por Argüelles, delante de aquel espejo chiquitísimo en el que nos teníamos que mirar por turnos. Qué tiempos. Ayer como quien dice. De pronto, no sé por qué, allí pegado al transistor y en cuclillas, que ya me empezaban a doler las corvas, me dio por pensar en todo aquello, en nuestros primeros meses en Madrid, nuestro primer trabajo de dependientes en una mercería grandísima que todavía existe, junto a la Puerta del Sol, pegadita a la Dirección General de Seguridad — nos hicimos la mar de amigas de un montón de grises, casi todos andaluces o extremeños, o sea paisanos, y guapos de morir — , nuestras noches del sábado en las tascas de Echegaray, que se ponían de bote en bote de gente de ambiente, y aquellas maravillosas tardes de domingo en el cine Carretas, cuando aún se hacían las cosas con un miramiento y una compostura y lo mismo te hacías a un conde o a un marqués de los de antes, de los de verdad... Aquello fue mi juventud, o sea la juventud de Manuel García Rebollo, que es mi gracia. La Madelón nació después y, como cualquier mujer divina que se precie, no tiene pasado.
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